El Mandato del Hacha: el Polo del Aire


Las blancas murallas de la ciudad están bañadas por la luz de la luna en la fría noche, alzadas en tiempos antiguos por motivos desconocidos. La ventisca levanta los copos de nieve en una cruel danza, arremolinándolos ante los ojos del guarda que patrulla entre las almenaras, sus manos enguantadas cercanas a su boca para poder calentarlas con su aliento. Los miembros de la partida de exploración habían regresado al atardecer, sus alas planeadoras transportándolos de vuelta sin novedades de avance de las regiones del Kaos. Espera que sea una noche tranquila. Reza porque lo sea.

Las calles de Whitewall están llenas de casas pequeñas, hechas para conservar el calor lo mejor posible. Las familias cenan en torno al hogar, cientos de miles de ellos, buscando la protección y el trabajo conjunto como modo de supervivencia. Venado y alce arden en los hogares más pudientes, alimentando a guerreras y leñadores, mineros y mercaderes. Ha sido un buen día en el mercado de la ciudad, una gran caravana había regresado con los bienes fruto de comerciar con los bárbaros de la Liga Haslati. El comercio trae prosperidad, alimento y herramientas, lo necesario para sobrevivir. Y aún pese a sus formas incivilizadas, los miembros de la Liga eran pacíficos y productivos, algo que escasea en el norte.

Pero no siempre se consiguen los recursos tan pacíficamente. En el cuartel de la ciudad los soldados afilan sus armas, sus hachas y lanzas, y preparan las bombas incendiarias. Los pactos mágicos con los Síndicos pueden proteger la ciudad de los ataques de la Buena Gente y del Kaos, pero los señores de la guerra son numerosos en el norte y el viento protege y cuida a los fuertes. Salir a luchar ocurrirá cuando llegue la mañana, una partida enviada a asegurar la larga carretera que unía la ciudad con la costa del Mar Interior, donde el comercio fluye con el resto de la Creación. Una carretera siempre libre de nieve gracias a la magia y los antiguos mecanismos, pero no por ello libre de enemigos. Sus hachas de nuevo probarían la sangre en los próximos días, y seguro que más de uno no regresaría de la patrulla.

El profesor cierra con calma la escuela, sabiendo que mañana se llenarán de nuevo los pupitres y los alumnos se prepararán para la lección. Ordenadamente, aprenderán a leer y escribir, matemáticas y oficios. Todos los infantes de la ciudad pasan por las escuelas y el profesor está orgulloso de la cultura de su gente y su civilización. Los más prometedores podrán unirse a una de las cinco universidades de la ciudad y alcanzar un dominio de la arquitectura o la taumaturgia como pocos tienen en toda la Creación.

En el templo, la vieja sacerdotisa está haciendo los rituales apropiados para la noche. Los ancestros siempre vigilan a su gente, a sus descendientes, y deben ser honrados y respetados como merecen. Es su protección y guía la que mantiene a los vivos un paso por delante de la mordedura del hielo, del hambre, del hacha. Las pieles adornan el templo de madera, iluminado con antorchas y cubierto con las calaveras de renos y osos, y la sacerdotisa las acaricia con cariño mientras apaga las velas una a una, dejando que la noche entre en su corazón como lo hace con los cielos.

La juez se relaja en su hogar con su esposa y su familia. Ha sido un largo día de trabajo haciendo cumplir las leyes establecidas por los Síndicos, los poderosos patrones espirituales de la ciudad. Pero el orden y la cordialidad deben ser protegidos y cuidados, no hay espacio para los errores en un mundo que no perdona. Otros tendrán libertad pero aquí esta debe sacrificarse por el bien de la convivencia, del trabajo unido, del orden protector. Solo dentro de las paredes del hogar, en la tierra de la intimidad, puede uno ser uno mismo, con aquellos a los que quiere.

El cazador esquía con rapidez camino de su casa. La persecución del alce se ha prolongado mucho más de lo esperado pero su carne es necesaria para que sobreviva la familia. El aullido que escucha en las profundidades del bosque le genera un escalofrío, sacudiendo su médula con mayor fuerza que el frío que le atenaza. Ojalá solo sea un lobo, una manada de ellos si hace falta. Se encomienda a los ancestros porque solo sea eso. Que no sea otra cosa, un espíritu vengativo o un monstruo del bosque. Algo terrible. Pero la suerte no siempre acompaña y el tiempo del cazador se aproxima a su final, corriendo a cuatro patas, sus lenguas relamiendo los labios ante la promesa del festín humano que aguarda.

Porque el norte es duro. Es una tierra de violencia, de fuerza y de valentía. Sea arremolinados tras las murallas de Whitewall o en los demás asentamientos grandes y pequeños, los mortales aquí no son los reyes. Manda el alce y el oso, el hielo y el viento, y aquellas cosas que, sin nombre, caminan por los bosques y montañas, por la estepa y los ríos helados. Vivas, muertas y a medio camino entre ambas cosas, cada noche se cobran sus víctimas que desaparecen sin rastro. Solo un recuerdo más, una pieza de la leyenda de la zona, un nuevo ancestro que honrar con rituales y cariño. 

Así manda el hielo. Así designa el aire. Este es el mandato del hacha.

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