Acero para Humanos Interludio: Quien a Hierro Mata

 

Los peldaños estaban pegajosos al contacto con las manos, cubiertos de sangre y sudor derramados por aquellos que habían subido antes. Sturmrik subía con vitalidad y energía, con el escudo por delante para prevenir que cualquier flecha pudiese alcanzarle desde la parte de la muralla. No era probable que ocurriese ya, los combates se extendían entre las almenas ya a medida que los guerreros habían ido llegando a la parte alta y se enfrentaban a los denfensores en combates sin cuartel. El cantar del acero contra el acero llenaba el espacio encima de él, entrlazado con los gritos de los heridos, los moribundos y los victoriosos.

Pero Sturmrik no tenía miedo, solo anticipación y sed de sangre. El gran Eist Tuirseach le había escuchado en su hall de Ard Skellig, había entendido la necesidad de venganza y de justicia que corría por sus venas. La violación y muerte de su esposa era una aberración que ofendía a todo Skellige y el jarl había convocado a los Clanes para hacerla cumplir. Y Sturmrik estaría ahí, en primera fila, sin temor y sin duda porque bajo el sol de la mañana, reclamaría la justicia que le era debida.

Cuando alcanzó la parte alta de la escala le recibió un muchacho, apenas debía tener una quincena de primaveras, que sostenía con inseguridad una lanza. Sus gestos eran nerviosos y sus pupilas dilatadas delataban el terror que corría por sus venas mientras intentaba encontrar el valor de lanzarse contra el invasor. Cuando lo hizo, se encontró con un bloqueo sólido del escudo de Sturmrik, que con un golpe certero de su hacha le cortó el brazo a la altura del codo. Mientras el muchacho gritaba y lloraba, pidiendo a su madre que acudiese a su llamada, Sturmrik terminó con su vida degollándolo rápida y violentamente. No tenía tiempo que perder, en Cintra se escondía el Hombre de la Mancha en la Cara.

-¡Por Skellige! ¡Por Freya y el Clan Tuirseach!- gritó otro de los invasores a su izquierda y muchas gargantas corearon el grito mientras el estrépito y el entrechocar del acero inundaban sus oídos.

Pero Sturmrik no lo coreó, no. Por lo bajo, casi como una plegaria, musitó unas palabras más suaves e íntimas mientras buscaba con la mirada por el campo de batalla en busca de aquel que debía morir.

-Por Gertrud...-

Una llamarada incendió el lateral derecho de la empalizada y de entre sus llamas surgieron unos hombres en armaduras negras liderados por uno de sus hechiceros. Los guerreros Skelligenses se volvieron para defenderse del asalto mientras por las escalas seguían subiendo los refuerzos. Y por las escaleras interiores de la ciudad subían los hombres de armaduras azules de Cintra, reforzando a los defensores para intentar bloquear el acceso de los mismos a los tornos que permitirían alzar las puertas de la ciudad.

Las flechas silbaban, las hachas volaban al encuentro con las cotas de malla, los escudos empujaban y el caos se adueñaba de las otrora tranquilas murallas de la ciudad. Pero, bajo aquel sol de la mañana, mientras Sturmrik se disponía a enfrentarse a un caballero azul, con su pesada armadura y espada, el combate progresaba bien. La sangre cubría las piedras defensivas que protegían el burgo y, si bien muchos valientes atacantes habían muerto tomando la posición, las fuerzas defensoras poco a poco se veían obligadas a retroceder. Acero contra acero, madera astillada y fuego. El canto de la muerte a su alrededor acentuaba la virulencia del combate, y centraba al enorme guerrero en la carnicería que tenía que desarrollar a su alrededor.

La venganza estaba cerca, la podía sentir y oler. Pagada en sangre, sudor y lágrimas, cobrada en dolor y justicia.

 

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Para el mediodía finalmente consiguieron abrir los portones de la ciudad. Bajo el fresco viento de principios del otoño, las enormes puertas de madera se abrieron para dejar paso a los invasores que pudieron acceder a las calles de la ciudad. Pero muchas habían sido las bajas para tomar la muralla y, apoyado en la balaustrada de piedra, Sturmrik podía ver el enorme coste que habían pagado por ese primer paso.

Mientras el resto de los Skelligenses entraban por la puerta principal, siguiendo el caballo del jarl del Clan an Craite, Crach, cuya enorme figura sería la primera en cruzarla, Sturmrik observaba la ciudad. Centenares de casas, plazas de mercado, pequeños parques, templos y sedes gremiales. La había visto engalanada no hace mucho, como una muchacha en su puesta de largo, cuando los cintranos celebraban la victoria contra los elfos. Ahora el humo de los incendios empañaba las vistas y el penetrante olor de la carnicería cambiaba la sensación del escenario.

El botín sería enorme para los que buscaban eso, si conseguían la parte más difícil: pues, alzándose orgulloso en el otro extremo de la ciudad, el castillo parecía inexpugnable con sus propias torres y murallas. Los hechiceros y caballeros se habían atrincherado dentro de ellas, después de que muchas de las levas y tropas más prescindibles se hubiesen ocupado de la defensa de las murallas externas. Sabían que los Skelligenses habían acudido por venganza y no por botín, por justicia y no por ambición, y que no perderían el tiempo en el saqueo hasta que la ciudad entera estuviese asegurada.

Pero, desde el castillo, las energías de la hechicería llenaron el aire cuando los poderosos conjuradores de Nilfgaard crearon una barrera mágica para proteger los puntos claves de la muralla, como el portón. Sturmrik no necesitaba saber de hechicería, como hacía su amiga Chloe, para saber que Ermion (a quien muchos en aquellas tierras conocían como Mousesack) carecía del poder mágico para derribar esos escudos. No, habría que hacerlo a la fuerza, tomando de nuevo las murallas, muriendo y luchando en las escalas. Iba a ser una noche muy larga, pero al final podría encontrar la paz que le faltaba desde que su esposa le había sido tan brutalmente arrebatada.

 

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Las gentes permanecían agazapadas y escondidas en sus casas, pues para el atardecer ya no permitían a nadie más acceder al castillo que se encontraba lleno. Si los Skelligenses se decidían por el saqueo habría una masacre, pero Eist Tuirseach se negó a permitirlo. Eran sus gentes, al fin y al cabo, sus errados vasallos pues Cintra era su trono. Hasta que el Hombre de la Mancha le había echado de su hogar y había envenenado a su esposa. La magia de Chloe había podido salvarla pero, por lo que Sturmrik había ido entendiendo a lo largo del verano, pero ahora la Reina reposaba en un sarcófago de hechicería y hielo. No era algo que preocupase al enorme guerrero de las islas, su mirada estaba fija en las murallas que tendrían que tomar cuando el sol finalmente se ocultase.

Desde este lado, se podían observar las puntas de las lanzas moviéndose entre las almenas, centenares de ellas. Aquí y allá los defensores habían comenzado a encender las antorchas y los braseros, para iluminar la noche que esperaban que fuese violenta. Y sin duda lo sería, pues muchos no verían el siguiente amanecer. Pero los atacantes ya habían sufrido muchas y dolorosas bajas, y los heridos atestaban el campamento por encima de la capacidad de los druidas y curanderos para atenderlos. Entre infecciones y amputaciones, muchos estarían pronto con los dioses, junto a los muchos que se les unirían durante la toma de las murallas del castillo.

La luna, roja como la sangre, ya era levemente visible pese a que el sol aún no había terminado de ocultarse. Un augurio del funesto festín que en breve se darían las aves de rapiña, que ya circulaban el cielo observando el banquete que tendrían pronto a su disposición. No lejos de donde descansaba el guerrero, para reponer fuerzas para lo que vendría, Eist Tuirseach y Crach an Craite comentaban y preparaban la estrategia para la toma de la muralla. Era un honor que dos hombres de su estatura y leyenda, así como tantos miembros de sus clanes, estuviesen aquí para ayudarle a vengar a su esposa muerta. Sturmrik casi lloraba de la emoción al pensarlo, pronto ella podría descansar en paz sabiendo que su asesino y violador había recibido el más funesto de los finales. Pues el skelligense sabía que, cuando llegase su venganza finalmente, no sería breve ni carente de dolor.

 

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Fue a medianoche cuando las escalas fueron de nuevo alzadas contra la muralla. Desde lo alto llovieron las flechas cuyos impactos dieron con contundencia contra los escudos en andanadas de violencia y muerte. Pues desde temprano, los gritos de los heridos fueron numerosos. Las murallas del castillo no las defendían los inexpertos que habían luchado principalmente en la entrada de la ciudad, sino que estaban protegidas por los caballeros del Duque de Attre y sus apoyos imperiales. No tenían escapatoria ni la iban a pedir, pues lo que restaba era una batalla sin cuartel, a vida o muerte.

Uno tras otro los skelligenses empezaron a subir, aferrándose con fuerza a los travesaños de madera de las escalas mientras buscaban alcanzar las alturas. Aquí y allá sus cuerpos caían como grotesca lluvia, cuando las flechas o las piedras arrojadas por los defensores conseguían acabar con sus vidas. Pero siempre había otro guerrero de las islas dispuesto a agarrar la escala y tomar el ascenso, buscando alcanzar la muralla y los emplazamientos claves de la misma para acabar con los defensores.

Sturmrik no dudó cuando le llegó el turno, pues en el interior de aquella fortaleza se encontraba el vil culpable de todo aquello. Sus manos aferraron los peldaños, su escudo protegió su ascenso y, paso a paso, comenzó a ganar altura. A su izquierda, la siguiente escalera se prendió en llamas mágicas, condenando la vida de aquellos que se encontraban trepando por ella, pero Sturmrik solo apretó los dientes y continuó ascendiendo.

No fue un mero muchacho el que le recibió en la parte alta de la muralla, sino un caballero cintrano en armadura pesada, entrenado y equipado para la guerra. Su mirada acerada no tenía miedo, solo firmeza y determinación y, mientras los golpes iniciales eran intercambiados, Sturmrik tuvo claro que aquel sería un combate complicado. Que bien les hubiese venido la presencia de su amigo Teos en el campo de batalla aquella noche, pero a saber dónde se encontraba el brujo en aquel momento.

-¡Por Cintra y la Reina Calanthe!- gritaron los defensores, sus espadas danzando en la noche reflejando la luz de las teas en llamaradas de acero naranja.

-¡Por el Clan an Craite!- respondieron los skelligenses cercanos, sus armas asediando a los defensores con la violencia de la justa causa.

Pero Sturmrik no tenía tiempo ni para su pequeña plegaria por su mujer en aquel momento, su rival no le daba tregua. La espada del caballero cintrano se movía con agilidad y destreza, su escudo azul se interponía en los golpes de hacha con firmeza. Golpe y parada, el mortal juego, la danza asesina, donde ninguno se podía permitir un error. Desde una de las torres del castillo, una mujer pálida dirigía a dos hechiceros cuyos rayos eléctricos llovían sobre los atacantes, sacudiendo sus cuerpos entre espasmos.

Golpe, parada y empujón. Con el escudo Sturmrik logró forzar a su oponente a dar un paso hacia atrás, pudiendo avanzar para dejar espacio a que sus compañeros siguiesen subiendo por la escala. Pero ese paso al frente, adentrándose entre los enemigos, le dejaba más expuesto hasta que llegasen otros escudos a su lado, y una de las espadas enemigas logró alcanzarle en el hombro. La cota de mallas detuvo la mayor fuerza del impacto, pero igualmente el brazo comenzó a cubrirse de la sangre que, caliente, descendía por su codo. Con cada parada, el escudo se sentía más pesado, el brazo más entumecido y agotado por el esfuerzo.

-¡Por el Clan Tuirseach y Freya!- gritó el hombre que se puso a su lado izquierdo, recién subido por la escala, y muchos otros corearon a su alrededor. Pero muchos menos de los que lo habían hecho horas antes sobre las murallas exteriores de la ciudad.

Golpe y parada, la presión de un muro de escudos contra el otro, de hombre contra hombre, no hacía más que crecer. Y los defensores no cedían ni un palmo de la muralla sin cobrarse un alto precio en sangre. Un golpe afortunado de Sturmrik logró encontrar el lateral del casco de su rival pero no con la suficiente fortuna como para perforarlo, solo abollarlo. Suficiente, pues el hudimiento del larteral resultó incómodo para el enemigo, que terminó por tener que ponerse a la defensiva para quitárselo y poder así ver y luchar con comodidad.

Era un hombre mucho mayor de lo que Sturmrik había pensado, su barba cana revelaba que no debía tener menos de cuarenta primaveras, y sus arrugas y piel curtida mostraban que había pasado buena parte de ese tiempo ejercitándose en campos de batalla y de entrenamiento. Sin duda un caballero, un sicario, al servicio del Hombre de la Mancha y su aliado el Duque de Attre. Pero el hombre mayor, aún sin casco, no cedía ni un palmo más de muro pese al continuado ataque de los skelligenses.

Y entonces, el mundo estalló, no en fuego y sangre, sino por el sonido más terrible de todos: el cuerno de llamada, anunciando la retirada. Desconcertados, los atacantes se miraron unos a otros, sin ceder la posición tan duramente ganada, pero sin saber qué hacer mientras los cuernos seguían resonando desde la base de la muralla.

-¡El jarl Eist Tuirseach ha muerto! ¡La batalla está perdida!-- gritó alguien, en algún lado, sus palabras resonando entre los atacantes mientras su moral caía como un estandarte cortado de su poste.

Hubo un extraño momento de paz mientras los defensores recuperaban el resuello, y Sturmrik vio en los ojos del hombre frente a él que entendía lo que había ocurrido. Y tras ese fugaz instante de reconocimiento, comenzó la huida, mientras los atacantes daban vuelta y regresaban corriendo a las escalas para descender por las escalas que tanta sangre habían exigido como tributo para permitirles subir. El enorme guerrero skelligense pensó en quedarse en la muralla, luchando contra sus enemigos, y morir con gloria intentando llegar al Hombre de la Mancha. Pero de nada serviría ese sacrificio, no podría darle reposo al fantasma de su esposa si perdía la vida ahora, lejos de cumplir su venganza.

Con pesar en su corazón, mientras los sonidos de la batalla iban perdiendo fuerza sustituidos por los gritos de desesperación y el sonido de los cuernos, Sturmrik se dio la vuelta y descendió las escalas con los demás.

 

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Tres días habían pasado, tres largos y miserables días. El jarl del Clan Tuirseach había caído en el campo de batalla cuando una flecha le había penetrado en el cráneo por un ojo. Si fue fortuna o la voluntad de los dioses era imposible saberlo. Era irrelevante en realidad.

Muchos intentaron regresar a los navíos que los habían traído hasta aquí para poder alcanzar de nuevo las islas, pero se encontraron con que el fuego de los hechiceros de Nilfgaard pronto convertía los orgullosos drakares en trampas letales. Uno tras otro, los cascos de madera que habían transportado sus esperanzas de venganza y justicia hasta el Norte eran hundidos en el fondo del mar, condenando a los ocupantes a una muerte inclemente entre las aguas y las llamas.

Sturmrik y otros siguieron al jarl Crach an Craite en su huida por tierra, el ejército de Cintra y Nilfgaard persiguiéndoles por las tierras otoñales que, unos meses antes, el propio Sturmrik había recorrido con sus amigos. Pero Barth no compondría una historia sobre todo esto, ni Gertrud encontraría la venganza que merecía. El Hombre de la Mancha había vencido y la justicia había tenido el final que siempre tenía en el Norte.

Aun quedaban muchos días por delante de huidas antes de que la llegada del ejército de Temeria hiciese que las tropas cintranas y nilfgaardianas debiesen redirigir su ruta al encuentro de las tropas del rey Foltest. Para cuando eso ocurriese, los skelligenses atrapados en el continente ya no serían un enemigo a tener en cuenta sino una banda desharrapada y aislada, liderada por un jarl lejos de su Clan y sus tierras. Unos fieros guerreros vencidos, con la venganza no solo en la mente de Sturmrik sino en la de todos, pues uno de los grandes jarls había caído y su muerte exigía más muerte en compensación. Era la voluntad de Freya y de los hombres de Skellige, era el destino de Sturmrik y la ira de Crach an Craite. Era el violento tapiz de sangre con el que se tejía la historia del Norte.

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