Acero para Humanos Interludio: Ladrones de Hambre

La piedra surcó el aire, girando levemente debido al juego de la muñeca al arrojarla. Cortó el viento suave de aquel mediodía otoñal en que las suaves nieves del norte amenazaban pero no se atrevían a descargar en realidad. Voló como un ave de presa, sus aristas grises buscando la piel contra la que chocó violentamente, magullando, ennegreciendo, cortando. La sangre empezó a derramarse por la frente mientras el muchacho que, herido, trataba de refugiarse tras su madre.

-¡Matadlos!- gritó alguien entre el gentío. 

-¡Ladrones de mierda!- respondió otra voz.

-¡Putos elfos, escoria!- dijo una tercera, más aguda y fina por pertenecer a un niño que apenas habría visto diez primaveras. Acaso de la edad de aquel que, refugiado tras su madre, había recibido la pedrada.

Una veintena de personas rodeaban a la madre y su hijo, los ojos de los campesinos inyectados en la sangre que veían derramarse y la que sabían que caería en breve. La violencia y el odio inflamando sus corazones, expulsando la piedad y la misericordia de los mismos con su terrible fuego. 

-Lo devolveremos... él no quería...- la madre intentaba argumentar con los campesinos, pero nadie estaba escuchando. 

-Que lo hubiese pensado antes el puto ladrón, ¡aquí sabemos cómo hay que tratar a los de vuestra clase!- dijo una de las mujeres presentes, iracunda, mientras escupía en el suelo ante la madre.

-Son los invitados del señorito Barth, deberíamos dejarlos en paz- dijo un hombre mayor, intentando poner algo de paz en el encuentro.

-Barth se ha ido esta mañana vete a saber a donde, ¡y además ya no es señor de Veitewer! Solo nos lo ha llenado de sucios mendigos y ladrones elfos.-

-Ha ido a seguir negociando el matrimonio del Barón, me lo contó anoche en la taberna- respondió el mismo hombre mayor, todavía intentando mantener cierta razón en el lugar-. Volverá esta noche a dormir con Sheila y no le gustará enterarse de lo que aquí ha pasado. Será mejor dejarlos ir...-

-¡A la mierda, él no es el Barón de estas tierras! Y aquí a los ladrones se los cuelga. Si hacemos eso con los ladrones humanos, ¡mucho más con los elfos!-

-Es solo un niño, ¡no sabía lo que hacía!- suplica la madre, las lágrimas cayendo por su rostro.

El sonido de los cascos de unos caballos resonó tras la concurrencia y, al volverse, los campesinos vieron a Deryn de Veitewer, su chambelán y dos de sus caballeros aproximarse. Sus gestos eran serios y sus monturas imponentes, y los siervos pronto se volvieron hacia su señor con reverencias y muestras de respeto.

-¿Qué está pasando aquí?- preguntó el señor de aquellas tierras sin apearse del caballo.

-Esta mujer está protegiendo a un ladrón. El muchacho elfo entró en el granero del pueblo y nos robó nuestro grano, el que llevamos todo el año trabajando duramente para cosechar para poder comer todos este invierno. ¡Es un ladrón y debe ser colgado por ello!-

-Mi señor, apiadaros de mi hijo, solo tenía hambre- terció la madre-. Vuestro primo nos dijo que podíamos venir a vivir aquí desde Cintra, pero llegamos en verano y las tierras que nos disteis no estaban roturadas. No se ha podido sembrar y cosechar, y nos enfrentamos al hambre ahora en invierno. Mi hijo no tenía intención de robar a vuesas mercedes, solo quería comer. ¡Lo devolveremos ahora mismo, tan solo apiadaros de él!-

La madre, corriendo, agarró los bajos de la barda del caballo, implorando piedad al Barón. Deryn escuchó con atención y volvió la mirada hacia el resto de los presentes. Los protegidos de Barth sin duda eran un problema. Su primo los había enviado aquí pero él no gobernaba el feudo, y el odio de los campesinos por los elfos corría por las venas de los aedirnianos desde hacía mucho.

-Mi señor- intervino otra mujer, su cara congestionada por la ira aunque mantenía la voz calma-, ¡nos han robado comida! ¡Ella misma lo ha admitido! Si no tienen para comer con sus campos que vayan a los bosques como hicieron sus ancestros y que sus dioses de mierda les hagan crecer lechugas y tomates. O que cojan setas si es lo que hay. Pero si nos roban la comida, serán mis hijos los que no tengan para comer cuando llegue el invierno, ¡aunque ellos sí que han trabajado los campos y pagado sus diezmos a vuestra excelencia!-

Deryn se inclinó ligeramente al frente sobre su silla de montar. Allí, en las cercanías del granero del poblado, se oía el resonar del martillo contra el yunque en la forja de Sheila, pero el Barón sabía que Barth se había ido hoy a seguir negociando su matrimonio. Con pesadez, se frotó la cara intentando encontrar una solución a la situación, pero no la encontraba. Barth se iba a enfadar, pero había que hacer lo que había que hacer.

Con gesto preocupado se volvió hacia Guren, uno de sus caballeros más leales, y asintió sombrío con la cabeza. En su caballo, el chambelán negó con la cabeza, pero la decisión del Barón estaba tomada.

Espoleando a su caballo, Guren extrajo una cuerda del morral que llevaba en la parte trasera y se aproximó a un travesaño que sobresalía de la casa más cercana. Hizo un nudo rápido con la soltura de quien lo ha hecho muchas veces, y cruzó la lanzada por encima del travesaño, creando una horca improvisada.

-No por favor, mi señor, ¡es solo un niño!- suplicó la madre, tirándose a los pies del caballo.

-No es un niño si es capaz de robar, ¡es un ladrón!- gritó uno de los hombres.

-La ley es la ley, ¡que cuelgue!- gritó una mujer desde la parte trasera. 

-Misericordia, mi señor, tened piedad. Es una de las virtudes de los caballeros, ¿no? Proteger a los indefensos...-

-¡Pero no a los ladrones, deben hacer justicia!-

-¡Esto no es Tousssaint sucia elfa, esto es Aedirn!-

Pero el Barón no se conmovió con las súplicas a medida que más siervos se acercaban a ver lo que ocurría. No se lo podía permitir si quería evitar que hubiese una revuelta campesina. Incluso los sonidos de la forja se habían detenido, señal de que Barth se enteraría tan pronto regresase. Pero Deryn no podía hacer otra cosa que cumplir con las leyes de la tierra y el lugar, no se podía permitir que alguien robase en las despensas y almacenes de alimentos para el invierno. No era una cuestión de piedad y caballería, era una cuestión de ley y gobierno, y no podía ser visto como débil ni por los campesinos, ni por la corte real donde los elfos no disponían de mucho aprecio ni credibilidad.

Guren desmontó del caballo y, aprovechando que la madre estaba postrada suplicando a los pies del Barón, se aproximó al muchacho herido y lo agarró con fuerza del pescuezo, tirando de él hacia el patíbulo improvisado. 

-¡Piedad por mi hijo mi señor, los elfos no tenemos descendencia como los humanos! ¡Tened piedad de una madre! ¡Os lo suplico, colgadme a mi en su lugar si hace falta!-

Pero Deryn solo pudo endurecer su corazón y hacer oídos sordos a sus ruegos mientras Guren pasaba el lazo de cuerda por el cuello del muchacho. Las lágrimas se entremezclaban con la sangre que le goteaba de la frente, donde la piedra había impactado, mientras el crío lloraba pidiendo ayuda a su madre. Pero esta no podía más que ver impotente como los campesinos, alterados, gritaban y vitoreaban mientras el caballero volvía a su montura. Y, con un golpe en los costados del caballo, se alejó abruptamente del lugar un par de metros.

El cuerpo del muchacho se alzó en el aire  de golpe, sus pies incapces de encontrar balance y equilibrio en un suelo demasiado distante, sus manos intentando crear espacio en el lazo para poder respirar. Pero no lo iba a encontrar, mientras sus pies se sacudían y su pene, que jamás había sido usado, se endurecía. Pues la muerte caminaba a recogerle, ignorando las súplicas de la madre, las oraciones del hijo.

-¡Muere sucio elfo!-

-Hideputa, ladrón, ¡cuelga hasta llegar al infierno del que nunca debiste salir!-

-¡Muere! ¡Muere! ¡Muere!-

Los pies dejaron de sacudirse en el aire, la lengua asomando inmóvil entre los juveniles labios, la cara azulada. La vida del muchacho se había ido, su cuerpo inerte reducido a una masa de carne escuálida donde se marcaban las costillas. Los campesinos festejaron que se hiciese justicia, mientras la madre desconsolada corría a abrazar el cadáver de su único hijo. 

-Dejad el cuerpo colgando dos días, que sirva como advertencia para lo que ocurre con los ladrones en Veitewer.-

Deryn habló con firmeza, tanto para los humanos como para cualquier otro que pudiese escucharle. Quien robase del almacén encontraría ese final, era la única forma de que otros, con hambre, no decidiesen hacer lo mismo. Con un golpe en los espolones de su caballo se alejó del gentío, regresando al castillo. Aquello le iba a traer problemas con su primo, con los campesinos, con los elfos, con la corte real. 

Mientras los siervos hablaban y comentaban lo ocurrido satisfechos, pues al final se había hecho justicia, el Barón sabía que algunos elfos abandonarían sus nuevas granjas. Se adentrarían en los bosques y buscarían venganza, como los que habían matado al Rey de Cidaris, como los que se habían sublevado en Cintra. Al fin y al cabo, todos estos eran los rebeldes que habían sido derrotados por Calanthe y Barth había decidido enviar aquí, sin tener en cuenta si Deryn los quería en el poblado o no, si podrían sobrevivir o no al invierno, si los campesinos los aceptarían. Su primo había querido hacer una buena acción, protegiendo a aquellas gentes que tanto habían sufrido, pero en el Norte raramente quedaba una buena acción sin su correspondiente castigo.

Y la sangre de aquel muchacho, que goteaba sobre el suelo de Veitewer mientras su cadaver era abrazado por su madre, no sería la última que se derramaría en el poblado.

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