Acero para Humanos Interludio: El Bardo y su Musa

 

El sonido de la forja ya se había acallado a aquellas horas y el salón de la pequeña casa estaba ocupado por otros sonidos. Desde la cocina, donde ella removía la olla con la futura cena, sonaba el burbujeo de los liquidos hirviendo, dotando de consistencia y sabor a las cosas que flotaban en el agua para aquella cena de finales del invierno. Sentado a la mesa, el bardo tañía suavemente las cuerdas de su lira, probando distintas combinaciones para la última composición en la que estaba trabajando. Y desde el exterior de la ventana venían los sonidos y grititos del pequeño de la casa mientras jugaba con su muñeco de madera y trapo, el poderoso Capitán Sven, en una de sus innumerables aventuras y correrías por la imaginación del muchacho. 

Sheila de Veitewer agradecía esos momentos de tranquilidad en los que todo parecía estar simplemente donde debía. Pero sabía que no iban a durar mucho más, con el deshielo avanzando rápidamente y la llegada de la primavera, el mundo perdería su estatismo y volvería a moverse. Ella retrasaba todo lo posible la conversación que tenía que tener lugar, simplemente disfrutando del momento, de la tranquilidad, de la compañía.

-¿Tendrás la composición lista para la boda de tu primo?-

Ella preguntó con suavidad pero el movimiento de cabeza de Barth demostraba que él no lo tenía del todo claro. Al fin y al cabo, la musa viene cuando viene, y no se la puede forzar si no quieres arriesgarte a terribles consecuencias. Aún faltaban unos meses para la boda del Barón de Veitewer con la hija de los Duques de Vattweir, pero pronto desaparecería la tranquilidad que reinaba y permitía componer con comodidad. 

Con pesar, Sheila sacó la olla del fuego, dejando que reposara su contenido para darle mejor sabor. No había muchos ingredientes en el agua pues tan tarde en el invierno apenas quedaba nada en la despensa, pero sería suficiente para aguantar. No había sido una estación sencilla, de vuelta por primera vez en el poblado que le había visto nacer, con los conflictos con los elfos y los problemas de escasez de alimentos en los silos y granjas. Y, del exterior a donde Barth a veces se aventuraba, venían noticias también oscuras. 

Pero no era aquello lo que preocupaba a la herrera novata. Aun le faltaba mucho por aprender del oficio pues su padre no había tenido tiempo de entrenarla adecuadamente más que en las tareas más básicas antes de que se la llevasen para casarla en Vengerberg. Ahora se estaba reinventando, de esposa de banquero a herrera, trabajando duro en ello. Con los meses de práctica había conseguido afianzar sus técnicas básicas para poder hacer exitosamente ciertos objetos sencillos como cabezas para palas o herraduras para caballos, pero era el otro herrero del pueblo el que se encargaba de la mayor parte de los trabajos complicados y mejor pagados. La misma olla que estaba ahora enfriándose lentamente la había hecho él ya que Sheila aún no tenía la habilidad para hacerla ella misma. 

Todo llegaría, sería cosa de trabajar y aprender a lo largo de este año y los siguientes. Pero igual que el momento para eso finalmente ocurriría en el futuro, ella no podía seguir retrasando lo que tenía que decir. Así que, alisándose la falda con un gesto nervioso, se dio la vuelta y caminó hasta la mesa donde el bardo estaba corrigiendo por enésima vez su composición.

-Barth, tenemos que hablar.-

Fue decirlo y saber que no era el comienzo adecuado a la conversación. Eso siempre lleva a malas noticias y había puesto en guardia al músico que levantó la mirada de la lira y la clavó en ella, sus manos quietas trayendo el silencio a la sala.

-Tenerte aquí estos meses ha sido un placer, tu compañía y conversación, las historias, la música. Le has venido bien no solo a esta casa sino a todo Veitewer, probablemente las cosas con los elfos habrían sido peores si no hubieses intervenido como lo hiciste. Pero se acerca la primavera y todos en el pueblo sabemos que regresarás a los caminos, a recolectar historias, a tocar para reyes y hechiceros, a vivir todas las cosas que aquí no podemos ofrecerte. Y es como debe ser, te debes al mundo entero a tu manera.-

Hizo una pausa mientras tomaba asiento en la banqueta de madera frente al bardo, ordenando sus ideas en la cabeza. Había ensayado mentalmente esta conversación un millón de veces y ahora que finalmente había llegado, las palabras parecían querer esquivarle. Ella era herrera, al fin y al cabo, no poeta. 

-Pasarás las noches vete a saber dónde y con quien, y no tengo nada en contra de ello, pero no le puedo hacer eso al pequeño Barth. Él te está cogiendo verdadero afecto y no va a entender que no estés aquí para componerle canciones en el momento en torno a la cena. No va a comprender que estés yendo y viniendo, o que puedas estar tirado en una esquina borracho, muerto o peor, fruto de las intrigas de nobles y reyes. Pero eso es lo que va a pasar, volverás a las andanzas con el brujo, la hechicera y a saber quien más y recolectarás decenas de historias y el mundo tendrá la mejor de las músicas.-

Torció ligeramente la cabeza, sonriendo con tristeza ante la imagen. Las palabras empezaban a fluir, desatándose cada vez más rápidas e incontrolables a medida que una arrastraba a la siguiente. Y con ello la presión de su pecho fue aumentando, fruto de toda la tensión, dudas y miedos que había estado acumulando durante tanto tiempo en su interior.

-Han sido meses agradables y creo que te he ofrecido un refugio y un hogar desde que nos reencontramos en el mercado de Vengerberg. Pero es hora de que lo abandones, que regreses a las carreteras y no mires atrás pues tu vida está ahí fuera, no en un poblado perdido y pequeño como este. Está en las tabernas y los puertos, las cortes y las torres. Mi deuda por todo lo que nos has ayudado está saldada y quiero que, por el bien del pequeño Barth, cuando salgas por esa puerta sea para siempre. Él sufrirá y se entristecerá pero con el tiempo lo superará, pero no podría superar el verte ir y venir continuamente, el que no estuvieses aquí cuando lo necesitase, el no saber si estás vivo o muerto. Y yo me debo a mi pequeño primero de todo, no le puedo hacer pasar por eso. Espero que puedas comprenderlo.-

Se levantó con rapidez para ir hacia la cocina, dándole la espalda al bardo. No quería que viese cómo los ojos empezaban a llenarse de lágrimas, tenía que ser fuerte en estos momentos. Así que caminó hasta la olla que se enfriaba para remover sus contenidos, igual que sus sentimientos y sueños se removían en su interior, hasta que pudiese tranquilizarse y seguir enfrentándose a ambos Barth con tranquilidad y firmeza.

Era, al fin y al cabo, el destino inevitable. Los finales felices no existen en el Norte fuera de las canciones de los bardos y los cuentos infantiles. Ella sabía bien que había llegado al mundo para sufrir. Perderla por primera vez había llevado a la mejor composición de Barth, quizás perderla por segunda vez le llevase a hacer una balada aún mejor.

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