Acero para Humanos Interludio: El Capítulo del Poder y la Soledad

 

El ruido llenaba el despacho de Ban Ard proveniente del exterior de la ventana: conversaciones, risas y discusiones. Los alumnos vivían y Gerhart de Aelle sonreía en su despacho, escuchando sus progresos y peleas. ¡Juventud, divino tesoro! La suya quedaba tan atrás que ya ni la recordaba, pero a través de los muchachos de la escuela podía sentirla de nuevo, al menos parcialmente. Pero con aquel otoño tan frío, pronto debería cerrar la cristalera para conservar algo de calor, ahora que veía descender la niebla sobre la ciudad y la escuela.

Ban Ard era el trabajo de su vida, él mismo la había fundado como una respuesta a las escuelas que existían anteriormente. Un lugar donde los hombres pudiesen aprender magia sin tener que dejar de ser jóvenes, pues eso era algo que solo se podía vivir una vez. Puede que las hechiceras de Aretuza ganasen las competiciones para ser las mejores conjuradoras del Norte, pero en sus ojos se podía ver que no habían vivido de verdad hasta que abandonaban la escuela. Sus muchachos quizás no sabían tanto de manejar el Caos, pero en sus ganas y vitalidad estaban las enseñas de quienes realmente habían experimentado la magia, el amor, el desamor, la competición, la hermandad... tantas cosas que, o se aprendían a esa edad, o no se aprendían en absoluto. Y quizás, que cierta gente no las hubiese aprendido, era lo que les llevaba a la complicada situación actual.

La carta sobre su escritorio hablaba de que esos tiempos se aproximaban a su final, como la independencia del Norte ante la extensión de Nilfgaard. El lacre roto de la carta había mostrado la figura de un unicornio, el símbolo de la casa real de Kaedwen y, en este caso, de Henselt. El Rey quería más hechiceros para su corte y, sobretodo, para su ejército y servicio de espionaje. Gerhart entendía perfectamente lo que ello significaba: una guerra contra Aedirn como el Rey llevaba tiempo esperando. 

Las tropas del reino al sur estaban mejor entrenadas y eran más numerosas, pero faltaban en su capacidad mágica debido a la desconfianza del Rey Demavend con respecto a los hechiceros y los elfos. Y donde la caballería aedirniana superaba a la kaedweni, la artillería y las máquinas de asedio que Henselt atesoraba eran armas contra las que nadie realmente se había enfrentado. Si, además, el Rey de Kaedwen tenía superioridad en inteligencia y batalla gracias a la magia, Aedirn tendría que recurrir a sus alianzas con Lyria y Rivia y, aún con ellas, tendría problemas. Debería someterse a la Hermandad para conseguir el apoyo mágico que no tenía y los hechiceros le cobrarían un alto precio.

Y el tiempo de la paz y que los jóvenes viviesen despreocupados terminaría, convertido en otro baño de sangre. Pero era algo que ocurriría de todas formas, Tissaia de Vries se vería obligada a acudir a la llamada de Temeria si Nilfgaard continuaba avanzando al Norte el próximo año. Los estudiantes verían su infancia truncada por los campos de batalla, haciendo llover fuego de los cielos en vez de dedicarse a intentar elaborar filtros de amor para conquistar a las muchachas bonitas de la ciudad. Su inocencia ardería por orden de reyes que nada sabían de los problemas y vidas que habían tenido antes de llegar a Ban Ard.

Todo empeorado por el deseo de Chloe de Möen y las ambiciones del Capítulo de la Palabra y el Arte. Tissaia, a su manera, solo quería proteger a sus estudiantes, como quería él mismo. Sin embargo, apoyado en la fría ventana viendo a un grupo de jovenes cantar canciones en vez de entrenar sus conjuros, Gerhart sabía que era algo que solo ellos dos compartían. Podían ser rivales en multitud de sentidos y enfrentarse a menudo, pero reconocía en la hechicera el mismo cariño por sus estudiantes que él mismo sentía. En el resto serían enemigos sin dudar, pero no en eso. 

Pero ese sentimiento no lo compartían los demás integrantes del Capítulo. Vilgefortz tramaba algo, siempre jugando con reyes y ambiciones en sus pasos por llegar más alto. ¿Qué hay por encima del Capítulo? Gerhart no lo sabía, pero sin duda tenía claro que Vilgefortz, fuera lo que fuese que ambicionase por encima del mismo, lo intentaría conseguir sin importarle costes ni consecuencias. Francesca vivía atascada en un tiempo pasado que no volvería, en la restauración de una gente a cuya mejor oportunidad en años ella misma no había ayudado, cuando Filavandrel se estrelló contra Cintra. Y Artaud haría lo que su dueño, Vilgefortz, desease; al fin y al cabo, el apoyo del poderoso hechicero fue lo único que consiguió que Terranova se sentase en el Capítulo habiendo otros candidatos mejores. 

Cerró la ventana a medida que la niebla se posaba en torno al antiguo palacio élfico. La Hermandad era exactamente como ese fenómeno meteorológico: parece imponente y poderoso desde fuera, que devora el mundo entero, pero cuando te adentras en su interior es solo humo. Y como el aire, el concilio de hechiceros se destejía y lo haría más con el tiempo, a medida que fuese sometido a creciente presión. Kaedwen, Temeria y Nilfgaard solo eran el comienzo de lo que estaba por venir y destejerían probablemente lo poco que mantenía unido a los practicantes de la magia. Al hacerlo, romperían las normas de civilidad, de unión y colaboración y se volvería al tiempo antiguo del que hablaban los códices, donde cada hechicero iba por su lado y las batallas entre ellos eran frecuentes y sangrientas.

Los miembros del Capítulo así como los del Consejo eran demasiado egoístas como para darse cuenta de que sus luchas solo les dañaban a todos. Sus objetivos dispares les habían alejado a unos de otros y, como la niebla que rodeaba Ban Ard, les sumirían a todos en la soledad de no ver a ningún semejante alrededor. Sombras sin compañía, perdidas cada una en su propio mundo, dejando a los jóvenes descarriados y sin guía alguna. 

Pero había una posibilidad al menos para ganar tiempo, si no para deshacer lo que estaba hecho, y Gerhart estaba dispuesto a luchar por ella. No por si mismo, sino por los jóvenes y el futuro. Y empezaba con una carta formal, de modo que se sentó en el sillón de su despacho. Era hora de desafiar a Aretuza a un nuevo torneo, al año siguiente, que obligase a que los mejores estudiantes de ambas escuelas se preparasen para el mismo en casa, a salvo. Otros quizás lo comunicarían por medios mágicos, y los estudiantes que escapaban de la niebla entre risas y chanzas dirían que él estaba anticuado, pero para las cosas importantes Gerhart seguía creyendo en la importancia de las aves mensajeras, y ninguna mejor que sus familiares. 

"Estimada Tissaia de Vries, Rectora de la honorable escuela de hechiceras de Aretuza:"

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