Acero para Humanos Interludio: Los Buenos Siempre se van Primero


Al final, el raso que se mecía en el viento de la mañana no era ni bermejo ni azul, sino negro. Las olas del mar chocaban con suavidad contra el muelle de la ciudad, arrullando y acompañando la voz de la sacerdotisa que cantaba la despedida. A su lado, el sacerdote mayor hacía los últimos ritos en la barcaza donde descansaba Ethain, Rey de Cidaris, asesinado por los elfos con flechas envenenadas. 

La barcaza estaba elegantemente decorada, los tonos negros de las telas entremezcladas con el dorado de sus collares y brazales, el acerado reflejo pálido de la espada, el verde de algunas gemas. En el medio, como si estuviese dormido, el cuerpo del Rey descansaba, los brazos cruzados sobre su pecho aferrando el mango de su mandoble. Su torso cubierto con ricas vestimentas, azules como el océano, con el escudo de Cidaris tejido en la parte superior. 

Dorregaray, el hechicero de la corte, escuchaba el canto y observaba todo con silencio estoico y preocupado. El retorno del kraken como resultado del deseo de venganza de su predecesor había desencadenado los hechos que les llevaban a todos hasta aquí, al muelle, y los que vendrían después. Una maldición poderosa, retrasada cada vez con la lluvia de hielo del cielo que Chloe de Möen le había anclado en el anillo, había obligado al Rey a marchar en peregrinaje al templo de Melitele de Ellander. Y lo que el hechicero esperaba que fuese algo puntual y temporal se había convertido en algo más serio y permanente cuando la flecha de Iorveth y sus scoia'tael había segado la vida del monarca con su veneno y malicia.

Mientras aceites aromáticos eran vertidos en su frente entre plegarias y la voz de la sacerdotisa llenaba el silencio con el que la nobleza del reino despedía a su gobernante, Dorregaray dejó que su mirada se pasease por los rostros reunidos, todos vestidos de luto pero muchos ocultando una sonrisa bajo falsa tristeza. Habría que elegir un sucesor y en ello su papel sería central, por eso demasiada gente le presionaba en un sentido u otro. No era algo a lo que el hechicero no estuviese habituado, había estudiado en Ban Ard y competido con los mejores para conseguir ser nombrado para la corte de Cidaris, pero sabía que la presión en este caso no llevaría a nada bueno pues no había una resolución adecuada al problema. No había un sustituto apropiado para Ethain, que tuviese sus valores, legitimidad y sangre. 

Temeria, la principal aliada de Cidaris, cuyos delegados y representantes se encontraban entre los asistentes al funeral, favorecía al Duque de Bremervoord, Algoval. Alguien a quien Cintra, en nombre de Nilfgaard probablemente, se oponía, como mucha de la población local que recordaban que no hacía tanto Bremervoord no formaba parte de Cidaris y no querían un Rey extranjero. El Duque de Caelf era tío del monarca fallecido y era un noble bien conocido por los vasallos y siervos del reino, pero era un hombre duro y cruel. Muchos creían que esa era precisamente la clase de hombre que estos tiempos requerían y Dorregaray parcialmente estaba de acuerdo, pero una vez en el trono sería difícil manejar sus impulsos más oscuros que las negras vestimentas de los presentes. 

Dos hombres vigorosos, caballeros del Rey desde hacía tiempo, avanzaron hasta los laterales de la barca; con fuerza, la empujaron hasta que la quilla cayó sobre el agua. Descendieron con agilidad a la misma, izando la vela con el escudo de Cidaris, y fijaron el timón para que la pequeña nave se adentrase en el mar llevando con ella al fallecido. Quizás el sacrificio de un monarca, además de sus joyas y tributos sirviese para apaciguar la ira del kraken y la deidad marina a la que obedecía, reuniendo al Rey con su desaparecida Reina en el fondo del mar.

Pero aún si eso funcionase, los problemas para el Reino no cesaban. El Capítulo del Regalo y el Arte exigía que se nombrase al primo menor de Ethain como Rey de Cidaris, un muchacho que apenas tenía media docena de primaveras. Sería un monarca débil y manejable en las manos de Dorregaray y, a través de él, de la Hermandad de Hechiceros. Sin embargo, eso enfurecería a Temeria, que acaso se preparase para una invasión si su marcha al sur contra Cintra resultaba exitosa. Pero si el Reino del este fracasaba en su guerra, Cidaris acabaría en manos de un muchacho que no sería capaz de despertar el apoyo necesario en caso de que Nilfgaard decidiese marchar al norte por la costa y sin duda no detendría a los piratas de Kerack y sus incursiones por mar y a través del Adalette.

El navío se fue empequeñeciendo lentamente a medida que se alejaba pacíficamente del muelle. Mientras la corte cantaba su despedida, Dorregaray sabía que era su momento para tomar el poder que le correspondía, pero se preguntaba si no era Cidaris como aquel bote que, sin conocimiento de ello, se encaminaba hacia su propio final. 

La multitud empezó a dispersarse, regresando a sus salones y tabernas, a menudo con gestos hacia el hechicero que se quedó, junto a los sacerdotes, observando la marcha del Rey. En un violento momento, los tentáculos de la monstruosidad marina rompieron la superficie apacible del mar y abrazaron como un amante posesivo la pequeña embarcación. Diminuta en comparación con la bestia, las maderas se partieron y las telas se rasgaron, mientras la criatura la hundía bajo la superficie acuática hasta la oscuridad de las profundidades bajo ella. 

-Descansad, Majestad, espero que estéis en presencia de vuestros dioses. Haré lo que pueda con vuestro reino, pero me temo que los buenos siempre sois los primeros en marchar, dejando atrás a aquellos que nadie querría ver ciñendo la corona. Velaré por Cidaris, lo mejor que pueda...-

Las palabras del hechicero fueron pronunciadas con apenas aliento, silenciadas para los demás por el arrullar del oleaje que, rápidamente, regresaba a la normalidad. Como si Ethain jamás hubiese existido, ni su muerte significase nada. Al fin y al cabo, al océano no le importaban reyes ni hechiceros, y el mar no se doblegaba ante los escudos de los distintos reinos. Con paso cansado, Dorregaray se dio la vuelta y se encaminó hacia el castillo.

Un Rey niño, eso quería la Hermandad y eso tendría. Si eso lanzaba una guerra tras otra sobre Cidaris es algo que solo el tiempo podría decir, de momento tendría que aguantar las quejas y protestas de toda la nobleza, los emisarios y los vasallos. Quienes, desde ahora, pasarían a ser sus súbditos a través del muchacho, cuya voluntad no sería más que la que Dorregaray quisiese que tuviese en cada momento. Un peón, como tantos otros en el Norte, en un conflicto mucho más grande y con jugadores mucho más poderosos, donde la vida de un Rey o un infante solo importaba en la medida en que alguien, en alguna parte, avanzaba su agenda. Al menos sería un agente que podría escoger si el color de la corte debería ser azul o bermejón.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Un mundo de tinieblas

El poder de los nombres

Tiempo de Anatemas 27: La senda de la tinta y la sombra