Acero para Elfos

 

El campo estaba cubierto por los cadáveres de los elfos que habían osado intentar cambiar su mundo. Campesinos de orejas puntiagudas armados con hoces, sirvientes malnutridos sostenían las espadas que habían robado a sus señores antes de huir, adolescentes soñadores aferraban arcos precarios. Muertos, todos ellos, por el singular pecado de haber deseado un mundo mejor, por haber escuchado los engañosos cantos de sirena de un futuro menos oscuro que el que habitaban. Al final, la muerte era la única salida y compañera de la miseria.

Los bardos de mil naciones cantarían como los nobles señores de Cintra habían aplastado la peligrosa rebelión con valentía y eficacia. Como la Leonesa de Cintra había demostrado su gallardía una vez más, la reina guerrera invencible incluso contra las fuerzas de la vejez misma. Lo llamarían la Justicia del León, la Consagración de la Reina, o cualquier otro nombre pomposo y vacío, digno de una balada de éxito pagada por los cofres del reino, llenos con los tributos obtenidos de los campesinos que habían explotado a esos mismos elfos. Deberían llamala la Masacre de los Débiles, la Carnicería de los Indefensos, el Abuso de los Humanos. Uno de tantos.

Letho los conocía bien: seres pequeños, mezquinos y traicioneros. Un día suplicaban que les protegieses de los monstruos de la noche y, tan pronto eso estaba hecho, se volvían contra su salvador entre insultos y piedras. Solo entonces, cuando se sentían de nuevo a salvo, recordaban que eras un mutante, un monstruo, un brujo. Como por arte de un embrujo de una hechicera, eras transformado al instante de un salvador a un enemigo, hasta que llegase el milagroso momento en que te necesitasen de nuevo ante los aullidos de las profundidades del bosque.

Pero los elfos que salpicaban el campo con sus cuerpos no eran tan diferentes como les gustaría creer. Solo eran los derrotados del conflicto, no poseían una superioridad moral ni palacios de oro, simplemente se reproducían despacio. Si ellos hubiesen sido los vencedores de la batalla, la historia hubiese sido la misma solo que con distintos nombres y banderas. Los humanos serían abusados y explotados, los brujos despreciados... todo sería igual. 

Letho no había participado en la batalla, su contrato era bien distinto: la cabeza de Filavandrel, el traidor y soñador rey autoproclamado de los elfos, y de sus generales. Antiguamente hubiera dicho que no, que los brujos cazan monstruos y no seres sintientes. Antes. Pero esos mismos humanos que ahora les pagaban habían acudido a los carromatos de su Escuela con antorchas y picas. La habían quemado. Habían matado a los brujos que allí estaban, sus hermanos de muchas batallas. Habían destruido los medios para hacer más brujos en el futuro. 

Viendo los carromatos destruidos de su Colegio, se había dado cuenta de que las historias de monstruos que habían llegado con la Conjunción de las Esferas no eran nada comparadas con el monstruo cotidiano: el panadero que maltrataba a su esposa, la lavndera que envenenaba a su marido, los leñadores que esparcían rumores maliciosos... un continente entero lleno de monstruos.

Y ahora que habían retomado el Camino había que sobrevivir, simplemente. Algunos, anticuados, se aferraban a las ideas de honor, de defender a los débiles, de luchar contra vampiros y ghouls. Argumentaban que ningun mal era aceptable, ni menor ni mayor y que ante la elección preferían no mancharse las manos y no elegir. Se aferraban a sus ideales como un náufrago que se aferra a una tabla para no ahogarse, protegidos por estos para no ver el mundo como realmente era: oscuro, mezquino y despiadado. Letho les envidiaba y respetaba, pero había visto la maldad en los ojos de humanos y elfos en demasiadas ocasiones como para ignorarla, había sufrido demasiado a sus manos, había perdido demasiado ante su odio.

El rastro de los líderes rebeldes se alejaba en dirección al Yaruga, imperceptible para cualquiera que careciese de los desarrollados sentidos de un brujo. Como siempre, los líderes habían huido como cobardes al ver a sus seguidores caer en el campo de batalla, sacrificándolos libremente como peones descartables. Y es que daba igual que fueran elfos, humanos, enanos o gnomos, los poderosos siempre disponían de los débiles con la facilidad con la que recitaban sus pomposos nombres y las largas retahilas de sus títulos y dignidades. Filavandrel no era diferente, ni siquiera había tenido el orgullo y la valentía de morir con su gente por aquello en lo que creía. 

Por eso Letho lo cazaría y cobraría la recompensa. No por odio, ni por considerar que fuese un inferior... simplemente era igual de monstruoso que todos los demás. Al menos, el dinero que ofrecían por su cabeza mantendría a los brujos alimentados unas pocas semanas hasta que surgiese otro contrato con algo de dinero asociado. Y eso era todo lo que importaba. Ni las grandes gestas, ni los valores ni ideales, todo eso eran simples mentiras tejidas por reyes y hechiceros para engatusar a los demás. Lo que importaba era sobrevivir un día más cada vez con su gente intacta, intentando no ahogarse en este mundo de monstruos de sonrisas falsas e hipocresías baratas. Sabía que, antes o después, alguno de ellos le enterraría tres palmas de acero en el pecho por odio, por miedo, por cobardía... lo único que podía hacer era retrasar ese día lo máximo posible.

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