Nosotros somos los demonios

 

La hierba está pisoteada por incontables botas, entremezclando su verde con el marrón del barro y el blanco sucio de las últimas nieves. El aire está lleno del crujido del cuero, el tintineo de las mallas y el resonar de los cascos de los caballos. El frío viento primaveral desciende desde las montañas del norte trayendo la fragrancia de pinos y resina. Los alientos de los hombres se alzan en volutas de vaho al abandonar sus bocas.

Se mueven. Se mueven. Se mueven. Se mueven.

Tras los pendones negros y amarillos de Jamurlak marchan una multitud de campesinos asustados, firmes caballeros sin experiencia de combate y un rey cuya cabeza habita más en el pasado que en el presente. Del otro lado del campo los pendones rojos y blancos de la Liga dirigen a un enorme número de campesinos amedrentados, que siguen a caballeros experimentados en la batalla y a un monarca inteligente y ambicioso. Una máquina de guerra bien engrasada y preparada. La crónica de una masacre anunciada que, por designios ajenos, será evitada pues David está dispesto a reconocer la superioridad de Goliat.

Pero no por su voluntad, pues el anciano rey ya no puede entender del todo las consecuencias de las cosas que ocurren. David entregará su corona porque así lo han decidido otros, que viven lejos, con poder e influencia. Soberanos que ven el movimiento de tropas como cuentas y cálculos fríos de poder puro, hechiceras que se mueven entre bamblinas y condenan o perdonan la vida de los mortales con una sonrisa que corta más que una espada. Señores y Señoras de otras tierras que han decidido que Szymon III rinda su corona a Niedamir, salvando con ello innumerables vidas al evitar el derramamiento de sangre, pero también asegurando que otros reinos no se ven arrastrados al costoso conflicto y que objetivos más importantes se pueden tomar o defender.

Ambos ejércitos dejan de marchar. Sus posiciones fijas en la fría mañana primaveral, el silencio cayendo sobre el campo a medida que los tambores dejan de resonar y los caballos permanecen estáticos. Ojos temorosos observan las líneas del enemigo desplegado del otro lado del campo: otros campesinos igual de asustados que solo se encuentran allí porque así lo han decidido los señores a los que sirven, que mandan y ordenan sobre sus vidas. Las manos aferran sudorosas las astas de las lanzas, las guardas de las espadas, las tiras que sostienen los escudos. Alguna montura relincha nerviosa, pues son sensibles a la tensión que cubre la llanura.

Con un firme golpe de los espolones en los costados de su caballo, el monarca de la Liga se adelanta a su ejército, seguido por sus caballeros de mayor importancia y lealtad. En el otro extremo, el anciano le imita, saliendo a su encuentro en el medio del campo seguido de sus caballeros más fieles y firmes. Lentamente, ambas comitivas se aproximan la una a la otra, bajo la atenta mirada de quienes permanecen en sus desordenadas formaciones, separados ambos reyes por una distancia ínfima.

-Audoen- saluda el anciano rey- os saludo y vengo a prestar...-

La ceja alzada del otro monarca le hace interrumpir sus palabras, tartamudeando algo inconexo que se pierde en el viento de la mañana.

-Anciano, mi padre hace mucho que ha muerto. Yo soy Niedamir, Rey de Craigorn y Malleore, Soberano de Creyden y Holopole. Y ahora también lo seré de Jamurlak.-

-¿Niedamir?- el otro rey mira alrededor, confuso- Niedamir es un muchacho, apenas capaz de caminar por sus propios pies. Lo vi hace unos pocos días que le fui a conocer y entregar unos presentes. Audoen es el rey, que ha luchado en muchas justas y juegos conmigo...-

El rey de la Liga frunce el ceño y se inclina hacia el frente en su caballo, hasta que se encuentra realmente cerca del otro rey.

-Anciano, tienes ojos de perro cansado. Créeme. Sé de estas cosas. Entrégame la corona y acabemos con esto.-

-¿La corona? Sí, sí, me han dicho que te la tengo que entregar. Aquí tienes. La llevó mi padre muy pocos años sobre su cabeza antes de caer en batalla contra Malleore, pero antes que él la llevó mi abuelo que descanse en el abrazo de Kreve, y su padre y su abuelo antes que él. Grandes hombres, desde que lográramos la independencia de Redania, hace tanto tiempo. Yo la he llevado muchos años, de justas y combates, he sido un buen rey para mi gente...-

Con solemnidad, el anciano retira la corona de oro de su cabeza, sintiéndose más ligero sin su peso. La observa mientras habla, con una mezcla de cariño y desprecio, observando su reflejo distorsionado en el oro bruñido. La imagen ante él es la de un hombre viejo, débil, frágil, que hace mucho que no puede cabalgar en una justa y al que este simple trote ligero le dejará con dolores de espalda durante días. Con cuidado extiende los brazos, entregando la corona al otro rey.

Niedamir la coge sin mirarla, sus ojos fijos en los del anciano que cavila sobre tiempos pasados. Le da una breve vuelta en la mano a la corona.

-Ahora podrás descansar, anciano.-

Con fuerza y violencia estrella la corona contra la cara del otro rey, sus afilados vértices decorativos retorciéndose y partiéndose por el impacto mientras atraviesan la piel, la carne, los ojos y el hueso. La sangre mana como un chorro empapando las manos del monarca de la Liga, cubriendo los ricos ropajes del de Jamurlak, y las monturas y el suelo entre ambos. Szymon ni siquiera puede gritar.

Y durante un segundo, nada se mueve. Nada se mueve. Nada se mueve. Nada se mueve.

El cuerpo del anciano empieza a desplomarse sin vida del caballo mientras sus hijos y caballeros echan manos a las espadas. Solo entonces se empieza a escuchar la voz de Derathor, a la derecha del monarca vivo, que empieza a cantar. Las manos se detienen, sus usuarios capturados por la belleza del canto, la oscura serenidad del mismo, la parálisis que cubre a los que visten de negro y amarillo. 

-Matad a sus hijos. Buscad a su esposa, prima, cuñado, vecino. Cualquiera que pueda tener alguna mínima relación con la corona. Desolladlos y colgad sus cuerpos de las murallas de su ciudad.-

Con fuerza, los caballeros de Hengefors azuzan a sus caballos y derriban, con golpes de pomo y escudo a los hijos del otro rey, sus cuerpos heridos dando en el suelo al lado del cadáver de su padre. El sonido de los cascos de los caballos llena de nuevo el campo, mientras los campesinos y soldados de Jamurlak comienzan apresuradamente a despojarse de sus armaduras y armas, arrojándolas a los lados mientras comienzan a acariciar sus cuerpos y los de quienes tienen al lado. 

Uno de cada diez de ellos perderán la vida con golpes de espada de los caballeros de la Liga, pero no sentirán temor ni duda pues cuando sus cabezas se descuelguen de sus cuellos sus cuerpos seguirán masturbándose y tocándose. Uno de cada cinco nobles de Jamurlak sufrirán destinos similares en ese campo, su sangre cubriendo la hierba del campo entremezclando el barro, la nieve y el semen. Y todos los miembros de la familia real serán desollados: niños, mujeres, varones, primos cercanos y distantes. Sus pieles arrancadas de sus cuerpos, sus cadáveres expuestos en las murallas para que todos entiendan que el mundo ha cambiado. Del otro lado del río las tropas de Redania no cruzarán las aguas, igual que las de Kovir darán media vuelta. 

Porque lo que ocurre en aquel campo verde, blanco y marrón, no es más que un pequeño movimiento en un enorme tablero, donde los poderes juegan a controlar el mundo. Unas vidas perdidas aquí, una corona cambiando de manos, una brutalidad... solo es un día más en el Norte, un simple día de primavera. No es el comienzo, no es el final, solo es una demostración más de que nosotros somos los verdaderos monstruos que habitan estas tierras.

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