Oro Sobre Púrpura

-¡Imagínalo! ¡Sólo eso! Dentro de unos meses, todo esto lleno con los pabellones de los caballeros, los demás nobles, las Casas...- los ojos del joven Rey Alfonso XI brillaban mientras observaba la explanada a su alrededor.
Y ciertamente, la llanura frente a Toledo se encontraba poco habitualmente ocupada. A una cierta distancia, una cuadrilla de trabajadores estaba comenzando a construir los palcos donde los nobles se sentarían; varias carretas estaban llegando, cargando maderos y otros materiales de construcción, y los guardias de la Casa Medinaceli patrullaban aburridos por la zona. Incluso un mercader se había acercado, pensando en vender bocadillos o encurtidos a los trabajadores, quizás con un poco de agua o cerveza.

Justo detrás del Rey, su tío Jorge de Medinaceli observaba todo con tranquilidad y seriedad. La brisa que se alzaba ocasionalmente le removía el pelo, por lo cual estaba despeinado, y aún así parecía no perder nada de la gracia habitual en su persona.
-Hay asuntos más importantes que el torneo que tratar durante esas noches, Su Majestad.-
-Ciertamente, no creáis tío que me he olvidado de que he de procurarme una esposa. Desde lo ocurrido en navidad, lo cierto es que sabéis que tengo presente ese deber, y que incluso hemos estado sondeando las Casas en busca de una mujer adecuada... pero eso es política, ¡y las justas son otra cosa!-
-Y los Alba...-
-En efecto, y los Alba. Tío, no me he olvidado de ellos, pero... sinceramente, por mucho que lo pienso, sigo sin verle una salida a su situación. No una al menos que evite una guerra intestina- el rostro del joven Rey se ensombreció mientras se aproximaba a la conclusión de sus palabras.
El Duque de la Casa Medinaceli se quedó pensativo un rato mientras pensaba sobre las palabras dichas por su sobrino. En efecto, él también había pensado mucho al respecto de aquel problema. Uno que ahora todas las Casas tendrían que afrontar, de un modo u otro.
-Desde luego, Su Majestad, es un problema considerable. Y uno que he debatido con muchos de sus mejores siervos en busca de una solución adecuada. Pero me temo que ninguno hemos conseguido una solución que lo satisfaga, Majestad. De un modo u otro, hemos de conseguir que las Casas se enfrenten entre si, pero de modo que todo quede a la vez en el status quo actual.-
-¿Status... quo? Eso es que las cosas no cambien, ¿no?- el Rey, ciertamente, se aburría durante sus estudios de latín.
-Si, Majestad. Deben ser divididas, y a la vez fragmentadas, de modo que al final ninguna tenga poder suficiente como para alzarse con una victoria y, así, se vean obligadas a no hacer nada.-
-¿Vendrá la Dama Juana de Gladix?- el Rey de pronto cambió de tema, recordando aquel rostro rubicundo, menudo y bonito que le habían mostrado retratado en el interior de un colgante de viaje.
El Duque asintió, observando como el Rey se alejaba por el campo, de nuevo más pendiente de su imaginación sobre los caballeros y nobles, las justas y las damas. Con un leve negar de su cabeza, más para sí que otra cosa, Jorge de Medinaceli lo siguió. "Es demasiado joven para lo que se nos viene encima a todos..." pensó, preocupado, mientras lo seguía por el campo aquella soleada mañana de primavera.

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