La Cruz de Fuego

La villa amurallada se encontraba reunida prácticamente en su totalidad en la plaza frente a la pequeña iglesia que dominaba el centro. Sin embargo, no se encontraban allí por acabar de salir de la capilla, ni porque se celebrasen festejos. Estaban allí, atemorizados, esperando sentencia.
El Padre Ignatius salió de la capilla, vestido con sus ropajes blancos y negros, con la dignidad que le confiaba su tonsura cuidada y sus manos suaves. Sin embargo, la mirada del dominico destilaba fuego puro.

-¡Villanos! Durante los tres últimos días os he interrogado y preguntado, buscando a los pecadores y a los herejes de entre vosotros.-
La voz del inquisidor llegaba claramente a todos, que se encogieron ante el poder que destilaba.
Durante la siguiente media hora, fue enunciando las sentencias para aquellos que habían ido más allá de donde debían. Aves marías para unos, carga de cruces para otros, o autoflagelaciones. Sin embargo, un nombre no fue mencionado: Emilia, la vieja que vivía apartada del pueblo en las montañas. La que vendía las extrañas pociones y ungüentos. La que todos sabían que participaba en aquelarres con Satán a la luz de la luna.
-Finalmente, esta mujer ha sido estudiada e interrogada, y ahora ¡la sentencio a la muerte en el fuego purificador si no admite su brujería, y ser la consorte del Demonio!-
Del interior de la iglesia, sus dos ayudantes extrajeron a la vieja. Venía atada, sucia y claramente desanimada, pero no había señales de tortura. Aquella no era la forma de actuar del Padre Ignatius, que desconfiaba de toda confesión extraída mediante el dolor. Ya se encargaría Satán de inflingirle un sufrimiento que palideciese cualquiera que hubiese podido sufrir en la Tierra.
Los ayudantes la ataron a un poste frente a la iglesia, y comenzaron a amontonar la leña.
-Mi nombre es Gabriel de Espinosa, Señor de estas tierras, ¡y exijo que os detengáis, dominico!-
El Marqués llegaba al galope, alertado por uno de los mozos del pueblo de lo que estaba sucediendo. Ya había tenido sus roces con el inquisidor desde que había llegado y ahora, vestido con la librea de su Casa, parecía más que dispuesto a detenerlo. A su lado, su hermano y dos caballeros de la pequeña Orden Vindictus estaban en armaduras, y el heredero de la Casa se encontraba detrás.
Sin embargo, el Dominico no parecía impresionado.
-Yo no os digo cómo gobernar vuestras tierras, Marqués, vos no me digáis cómo cuidar del rebaño del Señor Todopoderoso.-
-Esa mujer no tiene más falta que el temor supersticioso de los vecinos, y su deseo de soledad, Padre Ignatius.-
-Discrepo, su Señoría, esta mujer consorta con el Diablo como ha demostrado durante los tres días que la he interrogado. ¡Y vos haríais bien en recordar vuestra posición, como señor terrenal de estas tierras, no supraterrenal!-
El caballo de Gabriel de Espinosa pareció encabritarse ligeramente, elevándose en su enorme y musculosa estatura. A su lado, incluso sobre el atrio, el dominico parecía pequeño, y sin embargo no pareció impresionado ni reducido.
-Estas son mis tierras, como lo fueron antes de mi padre y mi abuelo. Yo administro aquí la justicia- la mano del Marqués, lentamente, pareció acercarse al pomo de su espada, remarcando la amenaza implícita.
-No la justicia de Dios. ¿Os estáis oponiendo a que lleve adelante el poder que me corresponde por la Santa Madre Iglesia? Conocéis las implicaciones de proteger a los herejes y brujos...-
La amenaza estaba clara. Si seguía por ese camino, el propio Marqués sería llevado ante un tribunal de la Inquisición. Y esta raramente sentenciaba en contra de sí misma.
El caballo piafó y se removió inquieto, pero durante unos segundos eternos el Marqués sostuvo la mirada del dominico. Finalmente, con un tirón de las riendas, dio la vuelta a su caballo y él y sus caballeros regresaron a la fortaleza del Pico de los Halcones.
Los gritos y el calor que dejaban atrás les recordaron que el poder de la Iglesia llegaba a todos los lugares.

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