Cruz y Acero

Ezequiel Tovar, Obispo del Condado de Málaga, era un hombre mayor, con el pelo canoso recogido en una tonsura cuidada y unos ojos severos que observaban el mundo desde una nariz aguileña y afilada. Era un clérigo duro, que ahora tenía su catedral llena a rebosar de nobles, clérigos y villanos. Frente a él, arrodillado, Guzmán de Medina-Sidonia esperaba en silencio mientras los monjes del atrio cantaban con sus numerosas voces en coros profundos y graves. Todo el edificio parecía retumbar con sus vibraciones, mientras la nobleza esperaba que finalmente llegase el final del conflicto.

Detrás del noble postrado, en pie y con mal gesto, Gaspar de Medina-Sidonia observaba la ceremonia. Más grande y fuerte que su hermano mayor, mejor general y epítome de lo que se espera de un caballero Alba, sabía que era su deber estar en el sillón de Conde, y no el enclenque de su hermano. Y, aún así, la ley le obligaba a esperar y deponer sus ambiciones, aún cuando su propio padre, postrado en su lecho de muerte, le había dicho a él que era el digno gobernante del Condado. ¡Él debía ser Conde, no Guzmán! Y, sin embargo, se veía encerrado por las leyes, por la tradición y el honor, a quedar en segundo plano mientras el inepto de su hermano mayor recibía un poder y una gloria que no sabría manejar.
Enrique Ugarte, Marqués de la Casa Ugarte, se removía inquieto mientras progresaba la ceremonia. Si la Iglesia confirmaba a Guzmán como heredero, sus deseos y ambiciones se verían frustrados. A su lado, Lucas de Vallehermoso respiraba tranquilo y concentrado, satisfecho de que la tensión que el condado vivía fuese a terminar. Estando su feudo en el centro del Condado, sabía que si los Alba marchaban a la guerra, suyas serían las tierras que fuesen arrasadas y quemadas. Había demasiado que perder.
Ezequiel observaba todo esto con calma, notando hasta el más pequeño detalle que tenía frente a él, como si de transcribir un códice se tratase. Y le molestaba la tranquilidad de Jorge de Triana. Algo tramaba aquel hombre, algo sabía, algo ambicionaba. Era de los pocos a quienes el viejo obispo no podía leer como un libro abierto y era, por tanto, un problema para él. Un hombre de poca fe y demasiada ambición se mantenía al margen del poder de la Iglesia y, con ello, de su mano. Y al Obispo no le gustaba que alguien estuviese fuera de su control. En la tierra de los más devotos, le incomodaba que alguien mantuviese una posición diferente.
En el fondo de la catedral, lejos de donde Ezequiel esperaba el final de los cantos, se comenzó a armar un revuelo. Gritos de disgusto, empujones y movimientos poco controlados avanzaban por el centro en dirección al altar, como una ola en un mar tranquilo. Las voces de los monjes bajaron a las últimas notas, el "Deus Vult. Dei Gratia" que marcaba el final de la oración por el buen gobierno del Conde. Justo en ese momento, se oyó un grito por encima del tumulto, una voz grave y potente como los goznes de un destino que se rompe.
-¡Alto! ¡Detened esta atrocidad! ¡Nadie quiere a un enclenque como Conde! ¡Larga vida a Gaspar de Medina-Sidonia!-
El hombre que así hablaba, poco más que un adolescente caminaba al frente de un nutrido grupo de caballeros de corta edad. En su pecho, sobre su armadura, lucía el blasón de la Casa de Triana, una calavera dorada sobre campo rojo, recordatorio de que fue su fundador el que eliminó al último rey moro de la península, Mohammed IV. Ante sus palabras se organizó un tumulto entre aquellos que defendían que la ceremonia continuase y los que se oponían. Y, en el medio de los gritos, el Obispo vio la sonrisa tranquila y confiada del Señor de la Casa de Triana. Iba a comenzar un golpe, uno que el obispo no había visto venir. ¿Quien osaría, al fin y al cabo, desafiar a alguien en la Casa de Dios? Sólo quien no creyese profundamente, sólo un mezquino y ambicioso hijo de la grandísima puta de Babilonia.
Guzmán se dio la vuelta y se puso en pie, dirigiéndose a la multitud para intentar tranquilizarla, y varios nobles respondieron. Ludovico Osorio el primero, anciano Marqués, veterano y respetado por todos por su honor y capacidad. Intentó remarcar la importancia del momento, de una sucesión tranquila que evitase derramamientos innecesarios, de volver a una paz que permitiese concentrarse en los enemigos exteriores. No fue escuchado. Ni él ni los otros que lo intentaron, y el clamor de los gritos fue creciendo hasta que los cánticos de los monjes quedaron olvidados. Desde el atrio, Ezequiel observó con pavor como el joven caballero de Triana avanzaba hacia Gaspar de Medina-Sidonia y se arrodillaba ante él, jurándole vasallaje y servicio ante todos. ¡Aquello era un ultraje! ¡Gaspar no debía heredar! Mientras sentía la ira crecer en su interior, oyó el primero de los silbidos. Suave, siseante y amenazante como una serpiente, mortal como únicamente una espada puede ser. Miguel de Escudero, futuro heredero de su Casa, era quien había desenvainado en la Casa de Dios, y había puesto su espada en el cuello del joven caballero postrado.
-¡En pie, idiota! ¡Nuestro Señor debe ser Guzmán, por sangre y edad el justo heredero de estas tierras!-
En efecto, el caballero se puso en pie, pero su espada salió de su funda en respuesta, y se cruzó con la suya en el espacio entre ambos. Sonreía, agresivo y decidido como un depredador, frente al hielo y la calma con que Miguel de Escudero lo analizaba.
-¡Jamás, antes muerto que servir a alguien que no merece llevar la sangre de su Casa!-
Y todo estalló de pronto, como si aquella frase fuera la que hubiese destruido un dique. Una espada salió de su vaina, luego otra, y después más las siguieron. En un lateral, un caballero se abalanzó sobre su oponente, y el choque resonó en toda la catedral cuando sus aceros se encontraron y comenzaron su danza de muerte. Otros se les unieron en seguida. Mientras los campesinos huían despavoridos ante el comienzo de la batalla, y los santos observaban mudos el ultraje de la iglesia, Ezequiel no podía hacer nada más que observar como aquí primero, y después allí, la sangre comenzaba a cubrir el suelo.
Miguel de Escudero fue el primero en caer, y con él la Casa de Escudero juró eterna venganza a gritos contra la Casa de Triana. Ambas chocaron con fuerza y violencia, mientras el resto de los Marquesados del feudo se iban repartiendo a marchas forzadas entre los que apoyaban a uno y a otro heredero. La paz se rompió al mismo tiempo que la efigie de San Anselmo, destrozada por los mandobles de uno de los caballeros.
Ezequiel intentaba respirar con fuerza, hacer algo, pero cuando el acero cantaba no había nada que su voz pudiese hacer. Desde el altar observaba mudo cómo los defensores de Gaspar lo sacaban entre todos de la iglesia, y cómo los que quedaban se batían entre si. No duró mucho el combate, aunque para el obispo fue como pasar una eternidad en el infierno. Para cuando se fue acallando, una docena de caballeros de distintas Casas yacían muertos en el suelo, y una veintena estaban heridos.
Su sangre, que profanaba todo el frontal de la Iglesia, marcaba el comienzo del conflicto como un sacrílego vaticinio de los tiempos por venir. Toda posibilidad de una sucesión pacífica se evaporaba, como la memoria de un agradable sueño se desvance cuando uno despierta. Y este había sido un despertar abrupto, doloroso y herético, cuya ambición y brutalidad desafiaba la misma voluntad de los Cielos en su propia catedral.

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