Acero al Atardecer

Su caballo piafó bajo él, podía notarlo en tensión, nervioso ante los gritos y los olores que les rodeaban. La gente conversaba, gritaba, y animaba a un caballero o al otro, y los olores de la comida se mezclaban con el sudor, la sangre y los animales. A él no le importaba nada de eso. Bajo su casco de acero, el Caballero del Buitre sonreía.

Frente a él, separados por una buena distancia, se encontraba el Caballero del Dragón, montado sobre su rocín pardo. Engreído, altivo, y cabreado. Enrique de Sillares no podía más que ampliar su sonrisa al observar a su rival. Otro caballero al que iba a derrotar, otro cuerpo que sumar a su larga lista de trofeos. Unos se dedicaban a la caza, otros al cortejo, y otros a la política. Pero al Caballero del Buitre nada de eso le importaba. Lo que él quería era el reto, el desafío, la adrenalina de la tensión de poner la vida y la gloria a prueba.
Y la única forma de lograr eso era con la caza mayor: cazar caballeros.
Su caballo dio unos pequeños pasos en el sitio mientras él esperaba, observando los nerviosos gestos de su rival. Su paje, Andrés, le trajo su lanza y el caballero la asió sin prestarle atención. Lo único que importaba era el momento, la gloria, la batalla, la derrota de otro rival. Desde la caída de Granada y la llegada de la paz, cada vez era más difícil conseguir entretenimientos a la altura, y sabía de sobra que no podía desafiar a los miembros de las Casas de otros ducados si no quería que su propio Duque lo colgase por traición como a un cerdo en la matanza. Pero nada había en contra de provocar a los idiotas que se dejaban hasta que su ira buscase una salida... cuya puerta siempre era el camino de la espada y la lanza, en los cuales el Buitre era un experto. No en vano, muchos lo llamaban el Carroñero de Presa a sus espaldas.
Su rival se aproximó al palco de las damas e hizo descender su lanza frente a una muchacha joven y bien parecida, que con una sonrisa enredó al final del astil una pequeña pieza de tela: la muestra de su favor. A Enrique de Sillares eso le importaba poco. Había probado el sexo, pero no le satisfacía, no como la sangre. Era como el vino, una pequeña pérdida de tiempo entre cosas mejores. Así que, mientras el Caballero del Dragón volvía a su extremo del campo de justas, el Buitre observaba sonriente. Con su guantelete, hizo descender el visor de su casco frente a sus ojos, y de pronto la imagen crepuscular a su alrededor quedó fragmentada en decenas de pequeñas imagenes en rendijas verticales.
Pero él veía lo que quería ver perfectamente: a su presa. Después del Caballero del Dragón debería buscar otro caballero que valiese la pena para ser el desafío. Le tocaría viajar por las tierras Alba. O quizás se acercase al Condado de Medina-Sidonia y ofreciese allí sus servicios ante la guerra que parecía prepararse. Total, su padre y su hermano mayor no protestarían porque fuese a luchar lejos, ganarían favores y se alegrarían de que él se encontrase alejado del marquesado familiar.
Una guerra de nuevo, eso le hacía correr la sangre aceleradamente de nuevo. Bueno, eso y que el otro caballero finalmente había hecho descender el visor de su casco y se disponía a tomar su posición.
En el centro del campo, el juez que observaba esta justa hizo un gesto, y al unísono, ambos jinetes espolearon sus monturas el uno al encuentro del otro. Podía notar los músculos de su caballo en tensión a medida que arrancaba a toda velocidad. La lanza pesaba más ahora que descendía y perdía la verticalidad, pero estaba habituado. Con práctica, la cruzó sobre su caballo, alineándola para que cruzase la trayectoria de su rival, del otro lado de la valla divisoria. En el último momento, la alzó levemente.
El encontronazo fue brutal. Su escudo se sacudió contra su pecho y su brazo como si hubiese recibido el embate de un ariete cuando la lanza de su rival se partió contra él. No sentía su brazo, que se había quedado dormido del impacto. Pero no importaba, porque notaba como el impacto en su otro brazo, el que cargaba su propia arma, remitía tras el encontronazo y el Caballero del Dragón salía despedido fuera de su caballo.
Durante un instante, todos los que observaban la justa se quedaron en un silencio horrorizado. Era un deporte, era deshonorable impactar con la lanza fuera del escudo del rival, ya que no se buscaba la muerte. Y, sin embargo, aún con la lanza de torneo, Enrique de Sillares había apuntado justo al borde superior del escudo, de modo que cuando el brazo de su oponente cedió la lanza se hundió en su hombro, cerca de su cuello.
Instantes después, mientras él ya se alejaba de su rival caído, un galeno corrió a estudiar a su rival caído, mientras la multitud gritaba sorprendida y horrorizada. Pero, ya no importaba nada. De nuevo, tras los minutos de plenitud, el Caballero del Buitre se sentía vacío. Su rival había sido derrotado y tenía un nuevo trofeo. Le daba igual que muriese el Caballero del Dragón o no, lo que le importaba es que ahora no tenía objetivo ni sentido. Hasta que iniciase una nueva caza, se sentía vacío. Por supuesto, aún quedaban lances del torneo mañana, pero no obtenía el placer de la simple competición deportiva, sino de todo el juego de tensión, tentación y destrucción. Y eso, al menos por ahora, había acabado.
Vacío por dentro, se encaminó de vuelta a su tienda entre los abucheos de los asistentes.

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