Danza de Caracoles - Retrato de Inocencia
Sábado
noche en la casa de mi mejor amigo, Jorge. Ha sido mi "alma gemela"
durante mucho tiempo, casi desde que tengo memoria, hará unos catorce
años. Si, vale, sé que a muchos de vosotros, con vuestras historias de
sexo en la oficina, o la universidad o lo que sea, diecisiete años no os
parecerá una vida muy larga… pero a mi sí, es todo lo que tengo, y hay
muchas historias metidas en este tiempo. En cualquier caso, lo siento,
me estoy dispersando… estoy un poco nervioso contándoos esto, la verdad.
Decía
que era sábado por la noche en el viejo y familiar salón. Los padres de
Jorge se habían marchado a pasar el fin de semana fuera, y nosotros
habíamos decidido celebrar una fiesta. Por supuesto que sus padres se lo
habían prohibido, pero tanto ellos como nosotros sabíamos que la íbamos
a hacer de todas formas, y así se mantenían las formas en las
relaciones entre padres e hijos… y se aseguraban de que limpiásemos
cuando llegase el domingo. La verdad es que son unos padres
encantadores, todo sea dicho, casi como mi segunda familia.
Pero
de nuevo, me estoy perdiendo. El salón es rectangular, amplio y algo
envejecido por el uso, las risas y las discusiones de los años. Si,
vale, sé que estoy algo sensible con el tiempo, pero es que acababa de
ser mi cumpleaños. De hecho, eso era lo que nos había reunido a todos
allí, a beber, reír y jugar. La verdad es que estaba toda la pandilla,
más algunos cuantos que habían sido invitados por diferentes personas.
Entre esas personas añadidas, Jorge había invitado a Mónica, la chica
que me gustaba desde hacía muchos años, y con un guiño me dijo que ese
era su regalo. Bueno, un guiño y un "amigable" codazo en las costillas
que hubiera jurado que me había partido una. Si, bueno, con todo su buen
corazón, él puede ser un poco bestia a veces.
Como
decía, Mónica era la chica que me gustaba desde hacía años, aunque
había hablado poco con ella en todo este tiempo pese a haber sido
compañeros de curso desde quinto de primaria. ¿Por qué? Bueno, soy una
rata de libro, tímido e introvertido, y no he tenido nunca facilidad
para relacionarme con la gente hasta el año pasado en que comencé a
salir de mi cascarón. Mónica era pequeñita, menuda como un hilo de
tejer, y con un cuerpo poco desarrollado… sin embargo, su cara tiene un
algo que me vuelve loco desde siempre. Lo he pensado muchas veces, lo
reconozco, tratando de identificar qué es, pero siempre he fracasado.
Algunos días me parece que es su sonrisa, siempre a medio camino entre
la picardía y la inocencia. Otros, en cambio, me parece que son sus
almendrados ojos pardos, con los inquietantes reflejos de esas gafas
ovaladas y sin montura danzando sobre su rostro. O el suave aletear de
su mediamelenita marrón, siempre acariciando los lados de su ahusada
cara como si fueran olas de tierra, serenas, apacibles e intrigantes.
Así
que, como veis, nunca he sabido donde está el misterio de su belleza, o
lo que a mi me parece tal. Se que no es la chica más popular del
instituto, pero incluso Paula (la más guapa de todas por aclamación
general) me llama menos la atención. A veces, Jorge me decía que había
visto a Mónica mirarme de reojo cuando yo miraba en otra dirección y
cosas por el estilo, pero yo siempre he creído que lo decía en broma…
con Jorge nunca se sabe cuando está hablando en serio y cuando no, en
cierto sentido es como si fuera el reverso de mi. Quizás por eso me
aguanta, todo sea dicho, je, je, je.
En
cualquier caso, he de deciros que la fiesta estuvo muy bien. Buena
música, bebida barata (al fin y al cabo somos estudiantes de instituto,
¡no banqueros!) pero en cantidad, risas, e incluso algo de baile. No es
que sea algo a lo que me dedique profesionalmente, pero la verdad es que
un poco de alcohol y algo de buen funky hacen que el esqueleto se mueva
como por arte propia, y si canta la señora Aretha Franklin alguno de
los discos de los padres de Jorge… ¡entonces no hay quien evite que me
deje en ridículo mientras me sacudo en el centro de la pista! Vale,
vale, no exageraré, tampoco bailo tan mal, pero siempre me hizo gracia
hacer movimientos extraños y extravagantes, quizás como rebeldía contra
los pasos establecidos de saltar y parecer drogados.
Y,
hablando de drogas, algún porrillo también viajó por muchas manos, no
nos vamos a poner a mentir a estas alturas. A la mayor parte de la gente
los apalanca, así que en general cogimos poca grifa para evitarlo, y
apostamos más por el alcohol, que desinhibe y anima a la gente a
relacionarse y moverse. Y creo que hicimos bien, porque las horas de la
fiesta discurrieron animadas y movidas, entre juegos de beber, o el
inevitable "yo nunca" (que, como siempre, trae alguna sorpresita).
Fue
así como me enteré (gracias a una maliciosa pregunta de Jorge) que
Mónica era, al igual que yo, virgen y que nunca había tenido novio. Ella
se puso roja como un tomate mientras daba un sorbito de su vodka con
limón, y yo esperé no haber hecho lo mismo; imagino que fallé. Quizás
seamos un grupo raro, pero con nuestros diecisiete (míos recién
cumplidos) no éramos los únicos vírgenes aún, y me sorprendió de hecho
que Anita y Manu, que llevan muchos meses saliendo como pareja, aún no
lo hubieran hecho juntos. Quizás esas historias de la primera pareja y
el sexo desenfrenado sean mentira, o quizás una exageración, o quizás
simplemente sean raritos. De hecho, he de admitir que a partir de ese
sábado les cayó el mote de los "lentos" por eso mismo, aunque ellos se
lo tomaron bien. ¡Sino, menudo lío, que Manu es el más grande de todos!
Pero
con el paso de las horas, todo debe llegar a un final, y lentamente la
gente fue desapareciendo, camino de sus casas o un lugar más íntimo
donde compartir una última copa con la persona elegida para aquellos más
afortunados. Yo decidí quedarme en casa de Jorge para ayudarle con la
limpieza, ya que me parecía lo mínimo que debía hacer como
correspondencia. Y lo cierto es que, no se muy bien cómo, Mónica decidió
hacer lo mismo. Huelga decir que mi buen amigo del alma no se quedó
corto en las bromas e insinuaciones que me lanzó mientras ambos
vaciábamos los vasos por el vertedero antes de acostarnos, y las chicas
recogían los ceniceros del salón. Incluso me pareció que lo tenía todo
planeado y apalabrado de antemano, aunque me chocaba mucho con la
personalidad de Mónica que aceptase algo así, pero cuando se sortearon
los dormitorios para los que nos habíamos quedado, a mí y a mi favorita
nos tocó compartirlo. Y, huelga decir, compartir cama, ya que obviamente
la habitación del hermano de Jorge (Andrés) no tenía más que una.
Entre
risas y bromas, lentamente todo el mundo se fue retirando a sus
habitaciones, y yo me encontré a solas con Mónica en la que,
probablemente, ha sido la situación más vergonzosa de mi vida. No sabía
qué hacer, dónde poner las manos, dónde no ponerlas, a dónde era
adecuado mirar, y a dónde no. Quería mirarla toda, pero a la vez no
quería que pensase mal de mi, con lo cual evitaba mirarla. Ansiaba
tocarla de un extremo a otro, pero no sabía si ella deseaba lo mismo, y
el miedo retenía mis manos pegadas a mi camisa o pantalones.
Era
obvio, visto desde hoy en día, que a ella en cierto sentido le pasaba
lo mismo. Estaba roja como un tomate, con la cabeza un poco gacha por la
timidez y la inseguridad, y callaba. Sin embargo, en aquel momento no
tenía la ventaja de ver las cosas con la perspectiva que da el paso de
los meses, y no me daba cuenta de aquellos detalles. Así que,
finalmente, decidí que lo más adecuado para no incomodarla era acostarme
más o menos vestido. Me quité el jersey y el pantalón (un vaquero es
demasiado incómodo para dormir con tanta costura y una tela tan rígida) y
quedarme con mi camiseta y mis boxers. Como conocía el dormitorio de
Andrés, aproveche para robarle unos pantalones de hacer deporte, cortos y
flexibles, de un color azul que no pegaban nada con mi camisita blanca.
Y en el colmo del despiste, me olvidé de quitarme los calcetines, lo
cual por lo visto es algo terrible.
Como
intentaba no mirarla más que por el rabillo del ojo para que no se
diese cuenta, no sabía exactamente qué prendas había en el montoncillo
de la mesa del ordenador. Pero era obvio incluso para mi que ella había
dejado al menos su falda y su sweter, y yo soñaba con que incluso
hubiese dejado su sujetador para estar más cómoda, o algo por el estilo.
Sin embargo, cuando finalmente la pude mirar más o menos de frente,
ella ya había alzado su extremo de las sábanas y de un ágil salto había
corrido a refugiarse bajo ellas.
Yo la seguí desde el otro extremo, y pronto me encontré en terreno inexplorado.
Por
un lado, el calorcito conocido de las sábanas, el suave peso de las
mantas, la presión en la nuca de la almohada… todo eso era viejo
conocido de años de dormir en camas de todo tipo y forma. Sin embargo,
en el otro lateral de la cama, más o menos a una palma y media de
distancia, había otro cuerpo humano, que irradiaba calor y una suave
fragancia. Bueno, o eso creo recordar, reconstruir ahora lo que sentía
entonces bajo los efectos del alcohol puede no ser muy exacto, y ella
después me insistió muchas veces en que aquella noche no se había puesto
perfume… pero a mi me olía a jazmín, sea por la razón que sea. Y su
suave respiración, y sus pequeños movimientos que agitaban la sábana,
cambiaban por completo la naturaleza de lo que yo conocía como "dormir
en una cama".
Huelga
decir que ambos permanecimos en silencio. Yo buscaba frenético algo que
decir, pero todo lo que se me ocurría lo desechaba. O parecía propio de
una película porno barata, o bien era demasiado pasteloso, o quizás ni
siquiera relacionado con la situación, o… o simplemente no tenía el
valor para expresarlo en voz alta. Ella lo solucionó, la verdad,
apagando la luz con un suave giro de su cuerpo, y con un breve "buenas
noches" que me supo a amarga derrota.
¡Aquello
era intolerable! ¡Tenía a Mónica tumbada a mi lado, y estábamos
separados por un abismo de menos de dos cuartas! ¡Era la oportunidad de
mi vida, y no sabía ni por dónde empezar! Mi mano quería dejarse de
tonterías y correr por encima de la sábana hasta encontrar la suave piel
de sus brazos, pero yo no podía permitir eso. ¿Qué pasaría si ella se
lo tomaba mal? ¡No me perdonaría, y yo perdería cualquier oportunidad
que tuviese en el futuro con ella! No, aquella no era una opción, quizás
si hacía bien las cosas, la siguiente vez que nos acostásemos juntos
sería todo más natural e iría mejor. Si, ese era el camino, la siguiente
vez, entonces tendría el valor. No se podía esperar que la primera vez
fuese todo perfecto, ¿no?
Me
volví ligeramente y la miré a la luz de la luna que se filtraba a
través de las cortinas. Era una luz curiosa, azulada más que plateada,
que le daba a su piel un tono irreal, propio de un sueño. Ella estaba
volteada hacia mí, pero con los ojos cerrados y la sabana se mecía
suavemente fruto de su respiración pausada. ¿Se habría dormido ya? ¿Tan
rápido?
Me giré
lentamente hacia ella, hasta quedar mirándola desde la enorme distancia
del otro lado de la cama, y al hacerlo me acerqué un pelín a ella.
Quizás ni un centímetro, quizás más, pero a mi me parecía todo un
triunfo. ¡Había logrado reducir la distancia sin hacer nada llamativo!
Quizás, si hiciese eso de vez en cuando, a lo largo de toda la noche, al
final estaría cerca de ella, y cuando se despertase tomaría como
natural que estuviésemos cerca el uno del otro. Eso allanaría el terreno
para una próxima noche, quizás una en una cama más pequeña, o incluso
un sofá.
Ella
le dio un pequeño tirón a la sábana, y al ver que yo no lo cedía (más
porque no tenía la mente en eso que por otra cosa) se acercó un poquito
para quedar algo más tapada. ¡Eureka! ¡Si le quitaba la sábana, sería
ella la que se acercase! Pero aquello era un plan muy ruin, indigno de
alguien como yo aunque hubiese bebido. Adelanté una rodilla unos pocos
centímetros, y a mi me pareció un abismo avanzado.
No
hubo reacción. Así que avancé la otra y, con ello, quedé un poquito más
cerca de ella. Empezaba a entender a los caracoles, y lo lento y
difícil que podía serles avanzar tan sólo unos pocos centímetros. ¡Yo
planeaba tardar toda una noche! Aunque, visto desde el hoy,
probablemente, no había tardado más que un par de minutos.
Quizás
la rocé en la rodilla, quizás sintió ella la proximidad de mi cuerpo,
pero ella se recolocó suavemente, moviéndose en su posición. Y cuando
acabó de estirarse y encogerse, estaba un pelín más cerca de mí. ¿O eran
mis ensoñaciones, que querían ver en ella cierta colaboración como
justificación y apoyo de lo que estaba haciendo? Y, mientras tanto, el
alcohol y mis hormonas pidiéndome a gritos que actuase y dejase de
pensar, que para pensar estaban el resto de días. Pero aquel no era un
camino válido, yo la quería de verdad, un amor puro y prístino, de
película, y no podía estropearlo dando un paso erróneo.
Así
que en vez de eso, reajusté la posición de mi cabeza sobre la almohada,
algo más cercana a la de ella. Cuando respiraba fuerte, podía sentir su
aliento en la parte baja de mi cuello, como una caricia a la vez
tranquilizadora y enervante. ¿Cómo podía ser a la vez dos cosas
contradictorias? Huelga decir que mi pene comenzaba a reaccionar a la
proximidad de ella, con un aumento de su riego sanguíneo. Aún no estaba
empalmado, ni mucho menos, pero comenzaba a dar señales de alejarse de
su descanso.
Y
ella separó un poco sus piernas, de modo que su pie comenzó a rozarse
con el mío. ¡Era increíble! Bueno, en realidad, quizás no fuese en la
práctica muy diferente del roce de un zapato o de unos calcetines… ¡pero
la sensación que producía era completamente diferente! Mi corazón
comenzó a latir diez veces más rápido al mismo tiempo que todos los
pelos de mis piernas se erizaban, como si hubiese pasado al lado de
algún campo magnético o hubiese visto una película de terror. ¡Y eso
sólo con un roce! La extrapolación a lo que podría ser un beso se me
escapaba de la imaginación, y las hormonas me exigían con creciente
fuerza que lo probase. Sin embargo, robárselo a una chica durmiente me
parecía equivocado, ¡no era así como debía ser el amor! Y no digo el
amor de película blandengue y rosa de chicas, como las que le gustaban a
mi hermana, pero sí un amor adecuado y romántico como el de las
novelas.
Me
bajé un pelín en la cama, acercándome un milímetro a ella, y adelanté mi
mano tembloroso. Un mechón pardo, como el trazo perdido de un pincel
divino, se había escapado de su lugar y caía equivocadamente a través de
su cara… así que me atreví a, con suavidad, devolverlo a su lugar. Creo
que ni un neurocirujano tiene tanto cuidado en su labor, pues no quería
tocarla en ningún momento. ¡Eso la despertaría, y sería terrible! Pero
es obvio que ella sintió algo, porque rebulló inquieta en su lugar y se
puso mirando hacia el techo.
Lo
cual tuvo el doble efecto de acercarme uno de sus brazos, y de dejarme
ver el pequeño y suave canalillo que formaban sus dos pequeños pechos a
través del arco pálido de su blusa. ¡Si sólo hubiese un poco más de luz
para apreciarlos bien! Pero no había más que unos pocos rayos azulados
que proyectaban más sombras que certezas.
Sin
embargo, el roce ocasional de su hombro con el mío era doblemente
enervante. ¡Estaba tan cerca! La podía alcanzar con un solo pestañeo, un
simple gesto, y sin embargo eso no era adecuado… ¿o sí? ¡Demonios,
alguien debía dar el primer paso! Pero claro, hacerlo con ella dormida
era como no dar ningún paso, ya que ella no participaba de lo que
ocurriese porque no se daría cuenta. ¿No lo haría? Entonces… quizás
podría probar el sabor de sus labios, para comparar con el roce de su
pie y su hombro, ¡nada más! Pero seguro que se despertaría, y obviamente
no lo entendería, y me montaría un escándalo por intentar violarla. Y
me lo merecería, porque no se le puede robar un beso a una chica
dormida.
Pero
el alcohol que había ingerido estaba derribando mis barreras morales, y
las hormonas ya se habían encargado de llenar de sangre mi pene… y con
ello, impulsarme un poco hacia delante. Al fin y al cabo, un simple beso
no era algo tan terrible. Si los actores y actrices de cine se los
daban entre si por trabajo cada dos por tres era porque no se trataba de
algo tan importante ni especial, ¿no? Seguro que si lo fuese, sus
parejas les montarían un escándalo cuando llegasen a casa.
Así
que me incorporé un poco, apoyando mi cabeza sobre mi mano, y esta
sobre el codo. Ella rebulló inquieta pero no se movió, y desde la
altura, viéndola, me sentía… pues no se muy bien cómo describirlo. Por
una parte, como un ave rapaz que ve a su presa abajo. Pero eso no es muy
adecuado, porque no me sentía poderoso ni nada por el estilo. Quizás
sería más adecuado decir que como un escultor que se encuentra ante el
David, y contempla embelesado sus facciones perfectamente esculpidas.
Vale, vale, eso ha sido enormemente empalagoso, lo reconozco, pero es
que no se me ocurre otra forma de decirlo. Frágil, eufórico, intimidado,
ansioso, temeroso…
Lentamente,
me acerqué a su cara, deteniéndome a unos pocos centímetros de su boca.
¡Aún podía parar esta locura! Debía dar marcha atrás, y dejar esto para
cuando ella despertase. Y, entonces, el terror llegó cuando ella alzó
levemente su cara y, con los ojos entreabiertos, me besó.
Vale,
vale, ya se que lo lógico sería pensar que ella estaba de acuerdo… pero
en el momento aquello estaba lejos de mi mente, el miedo es así de
irracional. Salté como si hubiese caído una bomba, y ciertamente aquel
pequeño gesto era como una nuclear para mí. Me enderecé en la cama,
sorprendido como un niño robando un caramelo, creyendo que lo había
jodido todo. Sólo entonces, sentado en la cama, y observando su cara de
sorpresa ante mi reacción, me di cuenta de lo estúpido que había sido
reaccionando así, y una risa fuerte se me escapó del interior, aliviando
parte de la tensión loca que acababa de generar.
Obviamente,
aquello no hizo más que confundir a Mónica, que no entendía lo que
pasaba. Según me dijo después, ella no había estado dormida en ningún
momento, sino que me mandaba señales para que me atreviese a besarla y,
cuando vio que no lo haría, había decidido tomar la iniciativa. Desde
luego, no se esperaba que yo huyese de ella, ni que me riese.
Me
costó convencerla de que no me reía de ella, ni nada por el estilo, que
era simple histeria por la tensión y el miedo a haberla cagado. ¿Cómo
se le explica algo así? Ciertamente, no sé muy bien cómo lo hice, y sé
que no lo hice demasiado bien. Sin embargo, ella entendió lo que
importaba: que sí que me gustaba ella con locura, y no me quería reír de
ella. Así que, tomando de nuevo la iniciativa, me puso un dedo índice
en la boca y juntó sus labios con los míos.
Desde
luego, no fue un beso de película, con ambos labios abiertos y las
lenguas enroscándose. No, casi fue el beso de dos niños pequeños, con
las bocas como piñones la una contra la otra, breve y sin florituras. Y,
sin embargo, hizo que todas las conexiones neuronales en mi cabeza,
todas mis hormonas, y mi polla estallasen al unísono. No, no, no me
malentendáis, no me corrí en el momento. No soy tan triste. Pero sí que
fue un beso especial, extraño, nuevo, que sabía a triunfo, amor, a algo
compartido, a algo creado, a un comienzo, a un final, a un todo, y a
muchas cosas que no sabría decir. Sabía a un "te quiero". Y a un "yo
también". Sabía a dos.
Desde
un centímetro de distancia, ambos nos mirábamos a los ojos, inseguros
de qué seguía a un beso. ¿Qué sigue a algo así? ¿Hacerlo ya la primera
vez? Eso gritaban las hormonas, pero desde luego si Manu y Anita aún no
lo habían hecho era por algo. ¿Dormir juntos y abrazados? ¡Abrazados!
Eso era un buen comienzo.
Levanté
mis manos de los laterales donde permanecían como muertas, y las llevé a
su cadera, en una zona demasiado decente como para ser erótica, pero
que a mi me parecía en aquel momento "lo más". Y, con suavidad, la
atraje contra mí. Ni nos besamos, simplemente nos abrazamos, su cuello y
cabezas enroscadas con los míos sobre nuestros hombros, su pelo en mi
nariz. Olía a jazmín, definitivamente, y aunque me hacía unas pequeñas
cosquillas, la sensación era demasiado agradable y magnífica como para
romperla con unos estornudos. Me aguanté, como pude, simplemente
respirando su aroma durante lo que me parecieron eones demasiado breves.
Finalmente,
ella se alejó un poco y me volvió a besar, y esta vez le pusimos algo
más de emoción. Aprender a besar demostró ser algo mucho más complicado
de lo que parece en las películas, pero dar los primeros pasos en ese
camino también resultó mucho mejor de lo que jamás había imaginado que
podía ser. El simple roce, quizás un mordisquito (más a menudo por error
que voluntariamente), una caricia inesperada de una lengua tímida…
tantas sensaciones concentradas en una parte tan pequeña de nuestro ser.
Casi parecía que el mundo hubiera desaparecido por completo, que sólo
quedase la cama y nuestros labios. La atraje con un poco más de fuerza
hasta que quedamos pegados el uno al otro. Y, lentamente caímos sobre el
colchón, besándonos y acariciándonos tímidamente.
Yo
iba pasando mi mano por su cuerpo con mucho cuidado, como si se fuese a
romper. De hecho, la azulada luz lunar la hacía parecer irreal y
frágil, e inconscientemente reaccionaba a ello. Y ella parecía que se
sentía igual, pues sus caricias eran igualmente suaves.
La
primera vez que sentí sus pechos no fue con el placer que imaginaba,
pues más bien sentía miedo de haberme aventurado demasiado lejos y
romper la magia. Pero no lo hice, así que con mayor confianza comencé a
acariciarlos y sentir sus formas. Bueno, eran pequeñitos, y no había
mucho que sentir y explorar, pero me gustaron. Eran suaves, tranquilos, y
con cada uno de los roces a sus pezones ella dejaba escapar un pequeño
gemidito que me decía de alguna forma que lo estaba haciendo bien.
Ella respondió tocándome el culo, y fue extraño sentir una mano por primera vez dando vueltas por mis glúteos. Aunque bueno, todo estaba siendo bastante diferente de lo esperado, así que aquello simplemente se unía a la plétora de cosas nuevas que estaba experimentando. Y decidí que yo también quería probar su trasero… así que acariciándole la barriga, llegue a su culo. La verdad es que era más redondeado de lo que había imaginado por culpa de las amplias faldas que ella solía llevar, y el notar que sólo llevaba una braguita me hacía sentir que estaba en un contacto más directo. Al menos, no había tela debajo de ellas, como en el caso de la camisita y el sujetador.
Fue
ella quien tomó la iniciativa de nuevo, ya que yo me hubiera podido
pasar horas explorando su cuerpo sin ir más allá. Pero quizás ella
estaba más caliente que yo (¿eso sería posible?) o más bebida (eso era
probable, ya que ella había bebido vodka y yo cerveza), pero con un
frenesí inesperado separó sus labios de los míos y se desabrochó la
camisa, que voló más allá de la mesilla de noche poco después. ¡Cuanta
carne azul a la vista, y yo tenía sólo dos manos! Y, más importante,
¡ella quería ir hasta el final! ¿Estaría yo a la altura? ¡Era hora de
comprobarlo!
Llevé
ambas manos a su espalda para desabrocharle el sujetador con un
movimiento de muñeca… pero fallé. Estaba claro que no era tan fácil
soltarlos endemoniados broches como parece en las películas, así que
tuve que dejar de dármelas de experto, y de besarla para poder asomarme
por encima de su hombro y concentrarme por completo en aquel malvado
brochecillo blanco. Y, aún así, con una sonrisa entre tímida y
condescendiente, fue ella quien acabó por sacarse las copas blancas, los
tirantes de florecillas, y el odiado brochecillo. ¡Sus pechos estaban
libres!
Si
antes sus pezones habían estado sensibles, ahora con el contacto directo
mucho más. Con el tiempo, he aprendido que ellos y su cuello son las
partes más sensibles que tiene, pero entonces no lo sabía e investigaba
para ver qué efectos tenían mis roces… y, desde luego, esa noche no se
me ocurrió que en el cuello unos besitos podían darla placer…
Pero
la desaparición de todo lo que llevaba arriba me animó a quitarme yo
también lo que llevaba. Ya que ella estaba de acuerdo, al fin y al cabo,
no había espacio para que yo dudase. Así que con unos retortijones y
giros sobre mi mismo, me despojé de todo lo que llevaba encima en unos
segundos, excepto los calcetines, a los cuales no di ninguna
importancia. Ella se sonrojó al verme desnudo, y yo hice lo mismo,
quedándonos callados unos segundos el uno frente al otro.
Ya
no había vuelta atrás, así que armándome de valor le acaricié la
mejilla y su sonrisa me tranquilizó. ¡Adelante! Quitarle las braguitas
besándole las piernas mientras lo hacía sí que se me ocurrió, y ella me
sonrió desde arriba, disfrutando de la nueva sensación de unos labios
allí. Pensé en acercarme a su coño, lo reconozco, pero en el último
momento me dio algo. No sé si fue asco, timidez, inseguridad…
probablemente un poco de las tres y más, así que me subí al terreno
familiar de sus labios.
Sin
embargo no nos besamos mucho más rato, sino que ella con su mano y un
asentimiento me dio a entender que estaba lista. Así que me coloqué
sobre ella, en la posición de misionero, y me preparé para penetrarla…
lamentablemente, resultó que aquello también era más difícil de lo que
parecía, y aunque estaba más empalmado de lo que había estado en mi
vida, no encontraba el camino hacia el nuevo mundo. Tuvo que ser ella la
que, con la mano temblando de miedo, me la pusiese a la entrada del
pasadizo.
Pensé
en empujarla a lo bestia, penetrarla hasta el fondo. Le dolería, pero
sería breve y después podría continuar placenteramente para ambos. Pero
no fui capaz. La idea de hacerla daño me dolía a mi, de modo que entré
muy lentamente, como un ciego que debe palpar todo lo que le rodea. Y,
cuando había resistencia de algún tipo, me detenía inseguro, esperando. A
veces, era simplemente que lo tenía demasiado cerrado, de modo que unos
segundos allí permitían que se dilatase y yo continuase; otras que
estaba haciendo presión de la forma equivocada, y estaba chocando contra
uno de los laterales.
Sin
embargo, al final, di con una pared que no encajaba en ninguna de esas
categorías. El himen. La miré a los ojos, llorosos, y esperé dudando.
Ella simplemente me abrazó y me besó, armándome de valor. El grito de la
rotura, sin embargo, fue menor de lo esperado, y aunque sangró no fue
tanto como había leído en algún relato. Quizás simplemente había puesto
demasiada imaginación. Empujé hasta el final y la besé, durante largos
segundos, uno dentro del otro.
-¿Te has puesto condón?-
Aquello
fue un shock. Sólo entonces cuando me acordé de ellos, ni se me habían
ocurrido antes. Había sido todo tan rápido, o tan lento, que nunca había
esperado que acabase así. Con un tirón que la hizo algo de daño, la
saqué alarmado y me levanté corriendo. ¿Dónde tenía los pantalones?
¿Bajo la mesilla? No, esos eran los calcetines y los zapatos. ¿En el
techo del armario? Demasiado improbable.
Finalmente
los encontré bajo la cama, y en el bolsillo derecho el condón que
siempre llevaba, por si se cumplía una fantasía inesperada estar
preparado. Jamás había imaginado realmente que ocurriría, era más un
juego conmigo mismo… y sin embargo, ¡en ello estaba! Me lo puse con
rapidez, gracias a la experiencia obtenida de usar un par de ellos en
pajas solitarias ante la televisión, y volví a la cama. La mancha roja
en las sábanas me impresionó enormemente, pero la sonrisa y los brazos
abiertos de Mónica me devolvieron a mi lugar.
Entré
de nuevo en ella, y la besé de nuevo. Me gustaban sus labios,
decididamente. Salí, y entré, de nuevo repetí el proceso, y otra vez. En
cada uno de mis viajes por su interior, lentamente iba aprendiendo cual
era la dirección correcta, y aunque a menudo apretaba de manera
equivocada, más o menos conseguí un movimiento fluido. Sin embargo,
aquel movimiento tan aparentemente sencillo requería toda mi
concentración, y tuve que dejar de besarla. Sin embargo, por sus
pequeños gritos (de dolor o placer no sabría decir, esperaba que de lo
primero) supe que ella tampoco estaba con demasiadas ganas de besos.
Lentamente,
sus grititos desaparecieron, sustituidos por un resoplido profundo
parejo al mío, y miradas a los ojos. Y, cuando finalmente parecía que ya
dominaba el asunto, una gran urgencia me apareció y creció en mi
interior. Aceleraba inconscientemente el ritmo, y cuando me daba cuenta
trataba de frenar para no hacerla daño. Pero era inútil, mi cadera tenía
marcada la velocidad a la que deseaba ir, y cada vez era más rápido.
Así que entre empujones y tirones, finalmente me corrí en el interior
del condón y caí sobre ella derrumbado y extasiado. ¡No sabía que algo
en la vida pudiera ser tan bueno! Era como el chute de alcohol, mezclado
con lo mejor del apalanque y descanso de los porros, junto con ganar
una partida contra el rival más odiado, y darte cuenta de una gran
verdad de la vida… pero mejor.
Caí
sobre el colchón, saliéndome de ella, y sólo entonces me di cuenta de
que ella parecía no haber acabado. Todo había sido unos pocos minutos, e
imaginaba que aquello era poco. Así que, tímidamente, llevé mi mano a
su coño y acaricié allí como mejor pude. Ciertamente, no fue muy bien,
hasta que ella, recuperando el tono, me guió con su mano, enseñándome
cómo hacía cuando estaba sola. Y así, acariciándola y besándola, llegó
ella también.
Después
de eso, nos dormimos, el uno abrazado al otro, sintiendo de nuevo su
respiración sobre mi pecho… pero de una forma nueva, sin presiones, sin
dudas, simplemente los dos juntos, de modo natural. Casi no se sentía
como si nos hubiéramos separado. Lo curioso era que me parecía más guapa
que nunca, y eso que no tenía puestas sus gafas, ni sonreía como solía
hacerlo, y su melenita estaba pegada a su cabeza por causa del sudor.
¿Dónde estaría su belleza entonces? No lo sabía, quizás no lo supiera
nunca, pero era tan guapa que hacía palidecer a la luna a su lado.
Llevamos
tres meses saliendo juntos desde entonces. Muchos dicen que el primer
amor es el mejor, ¡y no me extraña! ¿Puede haber algo mejor que lo que
siento cuando la veo caminar hacia mi? ¿O cuando me coge la mano?
Este relato fue escrito el 2 de Junio de 2009.
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