La Dama de Negro
Las calles de aquella zona de Barcelona permanecían prácticamente en
silencio. Sólo el chillido de las gaviotas en el cielo y el traqueteo
del pesado carromato de madera rompían la quietud del sudario que
descansaba sobre ella. Entre crujidos, el vehículo avanzaba por las
callejas guiado por un hombre de mediana edad vestido con unos ropajes
marrones y bastos; él azuzaba a la vieja mula que hacía desplazar la
pequeña superficie de madera con postes y ruedas. Tras ella, avanzaba
otro hombre, similar al primero aunque algo más joven, y que se cubría
la nariz y la boca con un paño mojado para tratar de disimular el hedor.
En el carro viajaba la muerte. Cuatro personas, quietas y pálidas, sin
vida ya en ellos, yacían allí tal como los dos hombres los habían
arrojado, con los miembros dispuestos de formas antinaturales. Brazos y
piernas doblados o estirados que mostraban los bultos delatores de su
final, los bubones. Y es que uno de los Cuatro Jinetes estaba suelto en
Barcelona, y Peste era su nombre.
Un lamento de desespero los atrajo a una de las casas de la calle, ante
la que se detuvieron. Era la voz de una mujer, probablemente joven, que
clamaba a los cielos por la razón de su infortunio mientras lloraba.
Ambos habían visto escenas semejantes repetidas a lo largo de los
últimos cinco días de infierno, de recorrer las calles de la ciudad en
busca de los muertos y moribundos. El más joven se acercó a la entrada,
dejando a su padre descansar apoyado contra el carromato.
Le llevó unos segundos ajustar su visión de la brillante mañana
barcelonesa a la semipenumbra de aquella tumba. Sin embargo, no tenía
que ver demasiado, como toda casa de campesinos estaba compuesta de una
única habitación con escasos muebles. Los lloros venían del lateral
derecho, acompañados del zumbido de las moscas. En efecto, la dama era
joven, muy joven, casi una niña. Apenas debía haber tenido su primer
sangrado. Estaba tumbada sobre la figura de un hombre mayor, quizás su
padre, rígido como una estatua, y ella lamentaba su partida de viva voz.
El joven entró con paso tranquilo y decidido, y se aproximó a ella que
alzó unos ojos enrojecidos por el llanto y el dolor. Pensó en darle
alguna palabra de consuelo, algo que la ayudase, pero no le quedaba ya
ninguna, no después de cinco días recogiendo a los hermanos, madres,
hijos y tías de la gente de la ciudad. No tras cinco días en el
infierno. Sólo caminó hasta ella y la apartó con algo de fuerza al ver
que ella se resistía a ser separada de su padre. Tirada en el suelo, la
joven no pudo más que ver como el hombre cogía a su padre por las
muñecas y lo arrastraba hacia el exterior. Se puso en pie y lo siguió,
intentando detenerlo y empujarlo, y él la lanzó con más fuerza contra la
pared en respuesta.
Allí quedó ella, tirada y desmadejada como la muñeca rota que era,
mientras su padre era lanzado sobre sus funestos compañeros del último
viaje. El carromato estaba lleno y lentamente se dirigió hacia el
exterior de la ciudad, entre puertas cerradas y ventanas selladas. Nadie
quería ver, nadie quería oír, y sobretodo nadie quería recibir la
visita de la dama de negro. Abandonaron la ciudad por la Puerta de San
Bartolomé, y avanzaron hacia el sur hasta la pequeña iglesia que era su
destino.
Entraron en el camposanto, mientras el rechinar de las ruedas cortaba el
silencio de las tumbas. Avanzaron sin detenerse hasta el borde de la
llaga en la tierra, y vaciaron en ella los cadáveres cargados. Abajo,
los cuerpos cayeron sobre otros que habían corrido el mismo destino.
Padre e hijo se presignaron brevemente, y dieron la vuelta al carromato.
Por la tarde, el párroco de la iglesia oficiaría misa por todos los
muertos en ese día y los sepultarían a todos. Eran demasiados como para
hacerlo uno por uno, y su entierro comunal era la única forma de
manejarlo. Ni siquiera se ponía nombre en las fosas para que se supiese
quien estaba en cada una, ya no importaba.
Se alejaron, dejando los restos putrefactos al sol, y se encaminaron de
vuelta a Barcelona, a por más pasajeros. Como Caronte, ellos los
llevaban a cruzar el umbral final. Y, con cada viaje, un poco más de
ellos moría. Era el quinto día. Y aún quedaban muchos para que llegase
el final del infierno desatado con la llegada del Vittoria al puerto y su carga de especias y muerte. Dios castigaba a Barcelona, como pronto castigaría a toda Hyspania por sus pecados.
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