La Edad Oscura 27: ... se Hace a través del Fuego

 

El Imperio arde. Fuego en Hargard donde las flotas imperiales se retiran de la derrota. Fuego en Stigmata donde el Árbol Mundo avanza imparable. Entre las conspiraciones de los al-Malik hay llamas, igual que en el dogmatismo de los Li Halan. Y en Sagrada Terra el Sínodo Sagrado fuerza un cambio de Syneculla al Patriarca de la Iglesia, cambiando la política del órgano hacia una posición más ortodoxa e inflexible, que da alas a la Inquisición. 

Pero no todo está dicho en Hargard. Un nuevo plan, una aproximación, un escudo. Anatema, usar una nave sagrada como escudo ante el enemigo, pero todo es válido cuando el objetivo es vencer. El fuego de la flota Vuldrok converge sobre la Emperador de los Soles Exhaustos que remolca la otra nave. Sus escudos caen y salta no a salvo y a la retaguardia, sino detrás de las líneas enemigas donde los poderes que yo he concedido a Seth se transforman en un abordaje sin cuartel a la nave de Rauni Ukonvasara. Y mientras, las estrategias brillantes de Lisandro garantizan el debilitamiento de la flota Vuldrok que ve sus posiciones arrasadas sin cuartel.

Y es que la tercera batalla de Hargard no fue equilibrada, no fue una victoria pírrica, fue una victoria total y aplastante. Con Rauni muerta en el puente de sus nave, con sus cuatro conexiones, las naves de los Vuldrok huyen de vuelta a los mundos más allá pero la guerra no ha llegado a su fin. Pero la guerra no ha acabado, pues el poderoso thane Sigfaddir se niega a rendirse a la evangelización, a la pérdida de la identidad Vuldrok, al Imperio invasor. La entrada a Valhalla y la muerte es preferible, y es justamente eso lo que encuentra al final de la espada de Lisandro Castillo cuando, desnudos sin armaduras ni escudos se enfrentan en duelo singular. Y, de un golpe certero y brutal, el Imperio impone el futuro sobre los bárbaros. 

Los Vuldrok se guían por la gloria y el renombre y la caída de Rauni en el espacio y Sigfaddir en tierra acaba la guerra. Pero pese a las celebraciones, los sacrificios han sido muchos y la Emperador de los Soles Exhaustos necesita profundas reparaciones pues incluso su antigua reliquia revela la Oscuridad controlada de su interior. Pero pese a ello se regresa a Byzantium Secundus, donde la Inquisición ha comenzado a presionar para ir detrás de los Talebringers por sus trabajos con tecnologías prohibidas y heréticas, con conocimientos que deben ser olvidados para mantener la pureza del alma y la cordura. Y el Emperador, escudo de Seth para esta última batalla antes de abdicar, solo puede ganar cierto tiempo antes de quedarse sin fuerzas y recursos. 

Si en la lucha contra la Oscuridad, el tiempo es el aliado de los mortales, en la lucha por el Imperio es el enemigo a batir. Solo dos meses aguantará el orden, dos meses para conseguir los apoyos necesarios para un plan demente que cambiará el universo para siempre. Dos meses para encontrar la espada perdida de San Lextius, el caballero que acompañó al Profeta, y devolver un símbolo que garantice la fe de los fieles. Dos meses para garantizar el apoyo de los Gremios y de los Decados al nombramiento de Aurora como Emperatriz y Seth como su valido hasta que sea mayor de edad.

Pero el nuevo Duque de Ptah-Seker encuentra su feudo sumido en la creciente oscuridad de la pobreza, la miseria, la enfermedad y el enfriamiento del sol. Y el Guildmeister de los Talebringers encuentra más difícil convencer al Guildmeister del Muster de la necesidad de un cambio que podría ir contra sus beneficios. Y el apoyo del Inquisidor Marcello Orlando, inflexible en su fe, puede resultar un problema pues suyos son los documentos que condenan a Lisandro y Seth a la hoguera y no parece dispuesto a marchar en busca de una espada perdida. Y el apoyo de la Suprema Orden de Ingeniería depende de lidiar con un dios forjado de la máquina, sin las impurezas de la carne pero con la inteligencia mezquina de un disminuído, de un niño, de una entelequia que no funciona. 

Porque el Fenix necesita fuego para renacer. Sea en el fuego de la batalla, en el ardor de la pasión religiosa o en la pasión de los conflictos políticos. Es el fuego el que nutre al pájaro ardiente, el que le da su esencia, el que templa su alma. Y nosotros somos tan parte de ese alma, con nuestro fuego propio, como aquellos que se arroban esas palabras como suyas. 

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