Un Nuevo Fenix Bate sus Alas


La lluvia caía sobre la concurrencia como todos los días, sumergiendo la escena en su sombría cadencia casi musical. Pero ni toda la humedad del planeta empañaba la grandeza de los colores de las vestimentas, los ropajes de gala, las extrañas modas de cada uno de los rincones del Imperio, reunidos allí para la ocasión. Un hombre y una mujer encabezaban la recepción en el astropuerto, un padre y una madre que hacía mucho que no veían a su hija, acompañados por dos viejos amigos. Un antiguo Emperador y una Emperatriz extranjera, un Regente y un Almirante Imperial, rodeados de Condes y Duques, grandes y pequeños, de todas las Casas del Imperio, de altos ministros eclesiásticos de las órdenes de la Santa Iglesia, y los líderes de los más importantes gremios de Leagueheim y más allá. Y una multitud de ciudadanos y campesinos, unos libres y otros siervos de sus señores, todos reunidos bajo el aguacero para la recepción.

Desde lo alto, la nave descendió con grácil belleza, una barcaza de transporte que más pareciese una pieza de museo que la máquina de guerra que realmente era bajo la gruesa capa de decoraciones y emblemas. El Fenix, símbolo del Trono Imperial desde que este mismo se había constituido medio milenio atrás, claramente visible en su casco de metal bruñido y resplandeciente por el calor de la reentrada. Una temperatura tan elevada que hacía que la lluvia, al chocar contra el casco, se convirtiese en vapor, rodeando la lanzadera de un halo de humo y misterio muy apropiado para ella. Pues aquella pequeña nave de transporte era parte de la carga de la legendaria nave de guerra que permanecía en órbita, por encima de las nubes, invisible a quienes estaban en la superficie planetaria. La única nave del Imperio para la cual la distancia no era relevante, fuesen unos pocos kilómetros o centenares de años luz, capaz de llevar la Voz del Trono a todos los confines y, según se decía, también a muchos de los Mundos Perdidos.

Con cuidado, la lanzadera se posó en la superficie del astropuerto, engalanado con los estandartes del Fenix, de los Caballeros y de la Iglesia. Sus puertas laterales se abrieron con un siseo suave y casi musical, desplegando la escalera de descenso por la que apareció uno de los caballeros de la Casa Al-Malik, el hijo mayor del Duque de Istakhr, que en esta ocasión formalmente actuaba como heraldo. Un portavoz de una de las Grandes Casas imperiales, cumpliendo con elegancia el protocolo que de él se esperaba para un momento como aquel.

-A las honorables dignidades aquí reunidas, y en especial ante el Regente Imperial, la Gran Casa Al-Malik se complace en devolver a su hogar a la Majestad Imperial, Aurora hija de las Estrellas, Señora del Trono del Fenix, Emperatriz por la voluntad del Pancreator. Mi padre, el honorable Duque de Istakhr, Príncipe de la Casa Al-Malik, se complace en comunicar a todos los presentes el buen desempeño de la otrora princesa heredera del trono en sus estudios en las más prestigiosas de las universidades de nuestros planetas, con los más desarrollados y cultos maestros que la han acompañado en estos sus últimos años de formación. Nos hicisteis entrega hace tres años de una rosa a punto de florecer y nos complace devolveros una estrella de una belleza perfecta y sin igual bajo los soles. Sus maestros han quedado impresionados con su sagaz intelecto, su rápido entendimiento de las distintas cuestiones de la filosofía a la política o la teología, su interés constante por nuevos aprendizajes y la belleza de sus poesías. En nuestra Casa, que tanto valora esas cuestiones, se la conoce como Daw'alshams, la Luz del Sol, que se unirá al resto de títulos y renombre que ha recogido durante sus años de formación con las demás Casas Reales.-

El heraldo se vio interrumpido en sus palabras por los vítores espontáneos de la multitud al enterarse de las noticias. Gritos, aplausos y algarabía que llenaron el espaciopuerto sin importar la pompa ni la circunstancia, el protocolo o la etiqueta, movidos únicamente por el cariño que el pueblo tenía a su princesa, a la futura Emperatriz. Muchos en los mundos imperiales tenían sus esperanzas puestas en ella, en que continuase las reformas iniciadas por su padre cuando ascendió al Trono, y aquellas que su Regente había estado implantando en los años en que ella estaba educándose. Pero otros temían aquellos cambios que acrecentaban la inestabilidad imperial, especialmente en un tiempo que cada vez se volvía más tumultuoso después de los numerosos enfrentamientos internos de la Iglesia y de la venerable institución con el Trono en manos del Regente Imperial.

-Os damos las gracias a vos, a vuestro padre el Duque de Istakhr y al Príncipe Fa'adim Anuch de Criticorum por vuestra labor, vuestra hospitalidad y vuestro saber estar. Y por devolvernos a nuestra hija, convertida ya finalmente en una mujer por completo, una que ocupa no solo el centro de nuestro corazón, sino del corazón de los súbditos de todo el Imperio.-

Las palabras de Alexius Hawkwood se oyeron claramente pese a la lluvia y la algarabía general, pues la multitud calló rápido cuando el antiguo Emperador tomó la palabra. Desde que había abdicado, compartía su tiempo entre Bizantium Secundus y su planeta natal de Delphi, pero cuando se encontraba en la capital imperial pasaba más tiempo que nunca con las gentes del planeta, lejos de los asuntos que tradicionalmente le habían atado tanto a la corte imperial cuando se sentaba en el trono. Y, se decía, que siempre que volvía a Bizantium lo hacía con una nueva cicatriz de batalla y una o más historias que contar de su servicio como uno de los Maestres de la Orden del Fenix. 

-Almirante Imperial, Duque de Sutek, nuestras espadas se ponen a vuestra disposición ahora que nuestra vigilia por la protección de Daw'alshams ha terminado. Desde ahora la protección y seguridad de la Emperatriz queda en vuestras manos.-

El alto Duque recibió la espada ceremonial del heredero de la Casa Al-Malik con una pose y gesto formal en exceso. Aquellos que lo conocían bien sabían que bajo su educación ardía un fuego todavía contra la Casa que tenía enfrente, por antiguas ofensas a su honor que nunca se habían saldado. Pero el Hereje Infernal, por otros conocido como el Renacido, el Portador de la Espada de Fuego no dejaría que sus desavenencias personales entorpecieran el momento. Demasiado habían luchado y sacrificado durante años para llegar hasta aquí como para permitir que se interpusiesen cuestiones personales.

Y es que, cumplido el protocolo, de las escaleras descendieron portaestandartes y nobles, poetas y maestros, danzantes y caballeros. Todos formando parte del séquito que rodeaba la menuda figura que, paso a paso, descendía por la escalinata de vuelta a su planeta natal. La Emperatriz, sonriente y desenfadada, vestía a la moda de Istakhr, pero su traje había sido confeccionado por unos sastres de Severus, mostraba las enseñas obtenidas durante su tiempo en Veracruz y Delphi, y tenía los motivos tradicionales entrelazados que tanto gustaban a los Li Halan. Y aquí y allá, pequeños detalles de universidades y gremios, de historias y leyendas, se entretejían en complicados encajes hasta rodear el círculo sagrado, símbolo de su fe en el Pancreator. 

Pero, por mucho que su vestimenta, cuidadosamente confeccionada para aquel momento, contase la historia de quien era y había sido la rubia muchacha que la vestía, más que sus ropajes su presencia se manifestaba en su forma de moverse. Distante de lo que dictaba el protocolo, la muchacha recogió los bajos de su falda y corrió bajo la lluvia, dejando atrás a su séquito y sus caballeros, hasta abrazarse con su madre y su padre bajo la lluvia, sonriendo y riendo con el reencuentro. 

Si bien debería haber sido el Regente Imperial el encargado de darle la bienvenida formalmente, el Guildmeister de los Talebringers debería esperar a que la espontaneidad de la Emperatriz se apaciguase. Por su sonrisa y su conocida tendencia a la informalidad y las rupturas selectivas de protocolo, no parecía precisamente molesto por el discurrir de los eventos, jalonados por un vigoroso aplauso de la multitud presente, encantada de ver a la futura Emperatriz comportarse como un ser humano. 

Ante sus ojos, en ese abrazo, un periodo se terminaba y uno nuevo comenzaba. Casi dos décadas al frente del Trono Imperial llegarían a su final en breve, cuando en las próximas semanas se completasen los ritos y ceremonias propios de la coronación, empezando por una nueva votación de los Cetros. Pero el discurrir de la misma estaba claro, carente de la tensión y los juegos que habían acompañado las otras ocasiones en que se habían reunido las grandes dignidades imperiales para hacer uso de sus votos en el pasado. Sin los juegos de poder que habían llevado a que se aceptase su plan inicialmente, ni el desequilibrio y desajuste inestable que había enfrentado cuando los Li Halan habían exigido una nueva votación ante algunas de las reformas, y tan cerca habían estado de terminar con su Regencia unos pocos años atrás. 

Ahora, ese tiempo terminaba. Su historia ahora sería la de ser el acompañante de la Emperatriz, y acaso ella pudiese reunir a la dividida población del Imperio y lograr que los soles de nuevo brillasen. Pero en aquel momento, la muchacha que se aferraba a sus padres contando historias de lo que había pasado en los últimos meses separada de ellos, era ajena al enorme peso que pronto recaería sobre sus hombros. El peso del futuro y la misma supervivencia del Imperio y de la humanidad. Eso podría esperar, sin embargo, a que la lluvia escampase y el momento llegase, a la transferencia del Trono y las responsabilidades, a la destructora carga que era el Imperio sobre los hombros de cualquier mortal que osase pensar en hacer de él un lugar mejor. Y de aquellos, eternos, que aún se movían en su sombra.

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