El Negro Desierto del Tiempo


Solo los locos y los desesperados recorren la Senda del Dolor en busca de sabiduría. Solo los perdidos y descarriados se adentran en la Ruta sin Camino en busca de destino. Solo los soberbios y profetas caminan la Vía de la Llave en busca de su puerta. Solo los arrinconados y los héroes recorren la Carretera de la Pérdida en busca de un arma.

Sombras y recuerdos, porvenires y señales. Ignorantes cual parpadeos ante la Eternidad.

Pocos son los que desafían las negras cenizas que cubren Nowhere en busca de su Gárgola. Y menos son los que la encuentran y vuelven para contarlo. Pero aquellos que lo han hecho nunca hablan de lo que han visto, de lo que han encontrado ni de lo que han perdido. La última en adentrarse entre las Sombras para buscar la Luz lo hizo hace más de veinte años, una monja, una hereje, una mujer quemada a manos de la Inquisición. Nadie lo ha vuelto a intentar, acaso nadie lo vuelva a hacer nunca.

Pero aquellos que siguen la estela de la Gárgola desde la distancia, sin atreverse a desafiar al desierto para partir a su encuentro sincero, informan de cambios. Mira a una posición distinta, lentamente reajustando sus ojos para alinearse a un punto desconocido en importancia y connotaciones. Los profetas hablan en sueños dementes que se prepara para algo, los adivinos tiran sus runas y señalan sabidurías olvidadas que la estatua todavía recuerda, las augures viajan en delirios por los retazos de los esbozos de lo que la entidad deja plasmada en sus mentes fragmentadas. Se dice que ve el futuro, el pasado, lo ve todo y nada, y que aúlla su odio a las estrellas indiferentes y más frías cada día.

La Santa Iglesia dice que es todo superstición, los retazos mistificados por los fácilmente impresionables. Restos de una civilización extinta antes de que la humanidad abandonase la Santa Tierra, alienígenas que nunca supieron de la pureza de las enseñanzas del Profeta Zebulon. Sus pecados y sus fracasos fueron tan graves, en su orgullo y su fiereza, que erigieron puertas entre las estrellas y estatuas monstruosas y tantos otros portentos, pero sin la guía de una fe verdadera todos los prodigios de la tecnología se vuelven contra sus creadores. Y de ellos, ahora solo quedan retazos, fragmentos, recuerdos, como la monstruosa y colosal estatua que se yergue en el negro desierto. El pecado castigado con la destrucción, el olvido, la ignorancia y la ignominia.

Las tribus del desierto no siguen las enseñanzas de la Iglesia. La dura vida en la tierra quemada y cenicienta tiene otros aprendizajes, otras sabidurías, otras necesidades. Ellos no desafían ni se aproximan a la estatua, al Fal-ashian, la Cara de los Muertos. Ellos no buscan sus sueños ni sus retos, pues la Lassatan no tiene piedad y el Rostro de la Ira solo sabe de violencia. La dejan tranquila, en su eterno aullido, pues saben que se erigía antes de que la humanidad llegase a ese rincón perdido del Imperio y seguirá allí mucho después de que el último humano haya desaparecido. Pues hay cosas antiguas y terribles, poderosas y oscuras, de entre las cuales los Anunaki son las más crueles, y la humanidad solo palidece como monos a su lado. Ni la fe en la palabra de Zebulon ni la presencia de escudos de energía nos pueden guardar de aquello que hizo que los gigantes dejasen de caminar entre las estrellas y solo su recuerdo quede.

Así que ella espera, sola, en la tormenta y en la calma. En la tranquilidad y la violencia. En la distancia y la cercanía. En lo que fue y lo que será. En el dolor y en el placer. 

Ve y recuerda. Piensa y siente. Cambia y permanece. Es y no es.

Hasta que llegue su tiempo.

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