Cronicas de las Tierras de la Bruma 45: Los Monstruos de la Mente

 

Hay monstruos que se mueven en nuestras mentes, fruto de nuestro miedo, de nuestras dudas, de nuestra malicia. Pero también los hay tan externos como las indiferentes estrellas que nos iluminan esta húmeda noche, aquellos venidos de otros mundos y planos, terribles y oscuros. Y otros, invisibles, capaces de despertar a una ciudad entera de golpe tras sus pesadillas oscuras y no recordadas. 

Así es como despertó Nueva Catán, cubierta en el frío sudor causado por algo olvidado. Zarel y Gnaven rápidamente salieron fuera a tranquilizar a los ciudadanos mientras Aurora preparaba sus planes de clonación e inmortalidad. Pero en su exploración por el exterior encontraron el zigurat de Antinogenes, el Adivino, iluminado y subieron hasta el mismo. Pues el despertar había sido tan poderoso que lo había extraído de sus pesadillas y recuerdos, que hacía más de un mes que le habían sumido en un extraño coma. Y les habló de que aquello que había causado esas pesadillas moraba o actuaba desde el mundo de los sueños y solo encontrarían respuestas allí dentro. 

Con la llegada de la mañana, las oraciones dirigidas por Zarel desde su iglesia se encontraron sorprendentemente llenas, a diferencia de nuestro puchero de la cena. Pero la revelación de que San Akinetos era un gusano terrible había continuado debilitando los pilares de la fe de la población en el Aeon y los habitantes de Nueva Catan buscaban respuestas en nuevos lugares, nuevos santos, nuevas ideas. Aurora encontró la llegada de Antonius, o Jorge como realmente se llamaba, a su torre de hechicería, el primer aprendiz que osaba atreverse a buscar en Aurora una mentora. Hablaron también con Ragnar para organizar el apoyo del Reino a la candidatura de Gnaven a la Presidencia de Nueva Catan. 

Y entonces partieron hacia Assur Na'filem, la tan postergada capital de los elfos. De camino allí, sin embargo, se cruzaron con Savirie que les advirtió que caminaban hacia una prueba diferente a las habituales, donde el acero no sería necesariamente la solución. Donde escogerían cosas que condicionarían el porvenir del bosque, donde habría esperanza pero también pérdida. Y se despidió, prometiendo encontrarse con Aurora en su torre, tal como tanto tiempo atrás habían flirteado con hacer. 

La grandiosidad de la Ciudad del Fenix, la capital del reino de los elfos, es difícil de describir. La belleza de sus carreteras, los centenares de miles de habitantes haciendo su vida, los edificios legendarios, los palacios en la isla... y la extraña pirámide invertida que se vislumbraba, oscura, en el lado opuesto de la ciudad. Caminaron por sus calles, extrañados al ver a los elfos salir con curiosidad al verles pasar, pero analizasen a quien analizasen, todos eran malvados. Y todos los observaban en silencio, pues era una ciudad donde no existían ya conversaciones. 

El silencio fue roto por un elfo de la Casa de la Luz, uno de los peones de los ilícidos que manipulaban y controlaban su mente. Aun hoy es desconocido cual de los seres manejaba a aquel elfo, peor si que lo que siguió fue una extraña conversación en la biblioteca de la ciudad, uno de los edificios más majestuosos que los elfos jamás construyeron. Lo que se habló y en qué términos no lo sabemos con exactitud, pero si que fue una conversación extraña, donde surgió un pacto o un acuerdo no basado en la confianza sino en la existencia de objetivos comunes y enemigos compartidos. Seguro que, en más de un momento, hubo la fuerte tentación de acabar con la vida del elfo poseído y con los ilícidos que tiraban de los hilos invisibles detrás de él. Que habría el momento de duda de los costes que tiene pactar con el enemigopues el camino al Inframundo está lleno de buenas intenciones. Sabemos que se preguntó por sueños y pesadillas, y Milia ató lo ocurrido la noche pasada con lo que, semanas atrás, había ocurrido con la familia que se había suicidado desde la muralla.

Sin embargo, cuando esa conversación terminó había surgido una extraña alianza para destruir a los contempladores, los aboleth y hasta los innombrables quori, y acaso incluso las oscuras entidades que habitaban incluso más allá de todos ellos. Los contempladores serían los primeros objetivos, para demostrarse mutuamente ambos colectivos que avanzaban juntos, pues cuatro poderosos contempladores tenían en sus manos oscuros designios. Uno amenazaba con devorar el Árbol de la Vida de los elfos, un plan que los ilicidos también habían compartido; otro habitaba en el Templo del Fuego, alimentándose de las emociones de la llama; otro en uno de los Templos de los Ancestros al norte, cercano a la torre de Mordenkainen, antiguo enemigo de los ilicidos; el cuarto avanzaba hacia el árbol de Fauna y la población de halflings que el Nuevo Cisne había conocido en sus viajes perdidos en tiempos pasados. Fueron a estos, inocentes y como niños, a los que el Nuevo Cisne marchó a defender primero.

Antes hablaron brevemente con Fauna, creyendo que volverían a hacerlo con el tiempo aunque eso nunca ocurriría de nuevo. Y fue camino de esta primera conversación que Talon notó que su petaca, donde guardaba el líquido del Caldero para reanimar muertos, estaba caliente. Y, al abrirla, de su interior solo brotó agua, límpida y cristalina. Un portento fruto del poder de Fauna para eliminar cualquier discusión o disensión, muerte o destrucción y sustituirla por pasiones más positivas.

Pero eran estas mismas pasiones las que hacían que el contemplador avanzase, voraz, a devorarla entera. Su rastro, como pronto encontraron nuestras heroínas, era uno de desolación, muerte y apatía. Donde ojos invisibles las seguían a su paso y la voluntad de vivir se alejaba con temor. El contemplador estaba muerto y vivo a la vez, igual que los que lo acompañaban, y su mirada extraía la vida misma de aquello en lo que se centraba mientras el bosque, retorcido, se volvia un arma en sus manos. Pero ni eso, ni sus poderosas miradas, ni su portentoso blindaje fueron capaces de prevenir que su vida terminase bajo el violento ataque del Nuevo Cisne, destruido en una lluvia de fuego, aterrorizado de aquello que él mismo veía por última vez y la posibilidad de ser devuelto a la novida. 

Regresaron con el cadaver junto a los ilícidos de Assur Na'filem y estos prometieron cumplir su parte y que sus agentes presentes en Nueva Catan abandonarían la misma. Pero Talon tenía otros planes e informó de esto de modo sutil a Ingrid, y escogiendo sus palabras con cuidado, le indicó cómo podía acabar con esas monstruosidades devoradoras de intelectos. Recogieron el Caldero del palacio del gremio y lo llevaron al bosque de los halfling, buscando que Fauna acabase con la maldad que lo habitaba, el espíritu devorador que cada vez se volvía más poderoso. Entre la caída de las últimas hojas del árbol se libró una batalla muy diferente a las anteriores, pues el caldero solo buscaba sobrevivir, huir, alimentarse del genio de Milia... pero cada uno de sus gestos fue anulado por la espada de Talon, cada vida que peligraba fue protegida por las palabras de Zarel, cada una de sus libertades cercenadas por la magia de Aurora y Milia. Y, finalmente, el Caldero cayó y el espíritu de la devoración que lo habitaba para siempre fue transformado en un espíritu afable y cariñoso. 

Pero eso tendría un precio, la vida de Fauna, cuyo servicio protector de su gente llegaba al final. Como auguraba Savirie, cada camino incluía siempre la pérdida. Y los halfling ahora abrían los ojos a un mundo donde la inocencia era un riesgo, donde caer de los árboles podía tener un coste altísimo, donde el pudor importaba y el sexo no podía solucionarlo todo. Donde las amenazas eran reales, no solo palabras incomprensibles de las que hablaban las integrantes del Nuevo Cisne.

Ya habrá tiempo de hablar de todo ello más adelante, sin embargo, a medida que nos aproximemos al final del Ciclo del Fuego y el comienzo del Ciclo de la Oscuridad. Ahora descansemos antes de que la noche de paso a la mañana y debamos retomar nuestro peregrinaje.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Un mundo de tinieblas

El poder de los nombres

Tiempo de Anatemas 27: La senda de la tinta y la sombra