Los renglones torcidos de Dios


La pantalla está completamente oscura a medida que, lentamente, se puede oir la música. Y entonces en el centro de la misma surgen las letras: KULT. Grandes, rojas, omnipresentes. Pero pronto se empiezan a corromper y desaparecer, con los últimos sonidos del primer coro y la entrada del bajo. 

La ciudad de Madrid se aproxima a la cámara, que vuela sobre las cercanías camino de la misma. En las afueras, se ve el Palacio de la Moncloa y la cámara adentra en el mismo, mostrando lo que prácticamente es una foto estática. Un hombre anodino está sentado al final de una mesa amplia, con otas personas igualmente vestidas sentados a la mesa. Pero con un flash de la imagen, la escena cambia. El hombre de pronto está sentado en un trono al final de la mesa, una corona de latón sobre su cabeza. Y el resto se arrodillan frente a él, apoyados en espadas oxidadas, mientras todo el suelo está cubierto de petróleo. 

La cámara abandona el palacio y avanza sobre campos verdes, al frente se ve el Palacio de Oriente y a su lado la Almudena. El brillo del sol parece disminuir a medida que recorre las distancias, sin detenerse,  hasta adentrarse por los pasillos de la iglesia, mostrando la imagen casi estática de un alto cargo eclesiástico rezando. La mitra la lleva sobre la cabeza, los ojos cerrados en concentración, las dos manos juntas rodeadas por el rosario. Pero tras un momento, la imagen revela que la mitra ha sido sustituida por una corona de espinas, y que un clavo atraviesa ambas manos por donde estaba el rosario con anterioridad. En vez de sangre, las heridas gotean semen, que cae sobre el suelo formando un desastroso charco.

La cámara sale de la iglesia y se adentra por las calles de la ciudad, donde las sombras crecen de modo antinatural, rodeando a las personas. Las alcantarillas tamborilean bajo la presión de lo que hay debajo. Pero alzándose por encima de las mismas, las enormes sombras de las torres de Plaza Castilla marcan el territorio. En una de las plantas superiores, un hombre perfectamente vestido fuma con soberbia frente al ventanal, observando la ciudad. Una mano a su espalda, la otra sostiene el puro y una sonrisa cruel adorna su cara. Pero el parpadeo de la pantalla muestran que es un cadaver el que fuma frente al ventanal y lo que sostiene no es un puro sino una bala.

De nuevo avanza la imagen por la ciudad, mostrando como oscuros insectos caminan entre las sombras y las alcantarillas supuran un líquido oscuro, negro como el alma de los habitantes de la misma, como sus pecados inconfesables. En el barrio de Tribunal la cámara se adentra en una residencia, mostrando una feliz familia donde una madre está dando de desayunar a sus dos hijos. Encantados, disfrutan de los cereales con leche que ella sirve en una perfecta estampa de cotidianeidad. Pero en un momento la imagen se transforma, mostrando que ella lo que les está sirviendo realmente son gusanos y otros insectos indeseables, que caen en los tazones que sus hijos devoran sin contemplaciones.

La imagen recorre las callejas en dirección al barrio de La Latina, al sur, mostrando cómo el mismo asfalto se retuerce entre las sombras. Un enorme ciempiés se retuerce entre las sombras a los pies de un bar. Allí, en otra casa, una pareja hace el amor con cariño. Él, sobre ella en posición del misionero, la besa con ternura y la acurruca entre sus brazos. Pero la imagen se retuerce rápidamente y al instante, él esta sobre ella, ahogándola con ambas manos mientras la fuerza sexualmente. La cara de ella está azul por la falta de oxígeno, pero brillantemente iluminada por los focos que dan luz a la escena para que las cámaras la graben en todo detalle 4K. Y de estas, goteando, caen chorros de oro. 

La calle está cada vez más cubierta por insectos, las sombras son más y más largas, las alcantarillas vomitan líquidos inconcebibles. Extrañas formas retorcidas se remueven más allá de la vista, en los resquicios, en los callejones. Y mientras la cámara avanza hasta llegar a la Gran Vía, estas formas parecen seguirla, invisibles pero siempre presentes. Se adentra allí en una sala de vigilancia, donde una mujer sentada en una silla observa tranquilamente las pantallas que tiene frente a ella. Pero ni unos pocos segundos dura esa imagen antes de transformarse en otra. Dispositivos de acero impiden que la mujer cierre los ojos y deje de vigilar las cámaras, mientras los cables de todos los objetos electrónicos que la rodean se insertan en su piel y reptan bajo la misma como serpientes. Ni siquiera grita cuando los líquidos anticongelantes sustituyen a su sangre.

La cámara se desplaza hacia el este, pasando por encima de la M-30 que repta como una enorme y voraz anaconda, alimentada por los inhumanos coches que circulan sobre ella. Y llega hasta el cementerio que allí se encuentra. Un grupo carga un ataud, solemne y cuidadosamente, en dirección al lugar donde finalmente pueda descansar. Mujeres y hombres por igual observan la funeraria procesión, callados, llorando, mostrando el dolor que cargan. Pero la imagen se corrompe en un flash, que muestra que muertos cargan el ataud y son otros cadáveres los que ríen tras sus vestimentas de luto. Del suelo, entre las tumbas, sobresalen los brazos de quienes abandonan la tumba y regresan al mundo de la vida, una oscura parodia de lo que una vez fueron.

Comentarios

  1. Este relato es una adaptación del opening de la primera partida de Kult, el juego de rol, que dirigí hoy mismo (30 de agosto). Ha sido un poco retocado y cuidado, pero básicamente es cómo fue.

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