La Buena Nueva

La gente cree que los ángeles son buenos, bellos y nos quieren. Que hablan con la voz de un padre protector, como Constantino Romero, y se preocupan por nosotros. Que benevolentemente nos guían por el buen camino, nos guardan de los males y luchan contra la Oscuridad del Maligno. Yo también lo creía, pero no hay nada más lejos de la verdad.

Son silenciosos, porque no necesitan comunicarse ya que siempre van a hacer lo más apropiado. No gesticulan, no transmiten ideas, no son comunidad porque todos son iguales, cualquier diferencia simplemente los alejaría de la perfección que encarnan. No tienen ideas propias, ni personalidades diferenciadas, porque no serían óptimas. No tienen debilidades, no cometen errores, son maquinalmente excelentes en todas sus facetas, inmejorables. Son, simplemente, Sus Herramientas.
¿Cómo se esto? Porque yo estaba allí cuando descendieron sobre Toledo en una columna de luz prístina. Sus espadas llameaban (¿por qué iba a tenerla sólo Miguel? No sería óptimo), sus togas ondeaban, y los aros de brillante luz solar rodeaban sus cabezas como fragmentos de estrellas. Vinieron a traer la Buena Nueva, a asegurarse de que Su Plan se cumplía.
Y esta era que nos había llegado el fin.
Metódicamete, en silencio, sin dudas, sin compasión, sin comprensión... simplemente, comenzaron a deshacer la Creación que ellos mismos habían contribuido a levantar. Las gentes protestaron, o se les unieron, o lucharon contra ellos. Todo dio igual.
La ciencia-ficción narraba el final de nuestra tierra a manos de robots, alienigenas o nuestras propias armas, las historias de terror lo achacaban al regreso del Maligno... pero nada de eso era cierto.
Simplemente, era hora de cerrar el local. No era personal, era trabajo.
Las casas desaparecieron, las murallas, los supermercados, las torres de la catedral. Lentamente, silenciosamente, una tras otras, mientras ellos se dispersaban por toda la Creación. Lo único que se oía eran los disparos y las protestas de las personas, hasta que ellos también simplemente callaban y dejaban de existir. Uno de ellos se encaminaba directamente hacia mi pequeña iglesia de barrio. Y, simplemente, pasó de largo. En su maquinal perfección, algo lo había hecho rodearme y dejar la iglesia suspendida en la nada conmigo dentro.
En aquel momento no lo entendí. Quizás tampoco lo hago ahora. Sólo sentí la tristeza de la pérdida más completa de todo lo que me era querido, e incluso de la misma posibilidad de muerte y de reencontrarme con Dios. Pero, sobretodo, sentía la más profunda de las soledades, la del hermitaño que no lo es por voluntad propia sino por designio de otro, exiliado para siempre de su mundo. Recé porque me llegase el fin como a los demás, y mis rezos fueron negados durante los seis días que llevó deshacer la Creación.
Ahora sólo queda este eterno séptimo día, y la ignorancia del por qué. El único significado que le puedo dar es que Él quiere que quede alguien para relatar quienes fuimos, qué hicimos y por qué. Y, por eso, he cogido este papel y aquí comienzo mi historia, nuestra historia, la historia de un lugar llamado Tierra.

Comentarios

  1. Este relato lo ideé el lunes 18 de camino a la Universidad, y desde entonces lo he reescrito varias veces porque nunca queda exactamente como lo había imaginado. Finalmente, hoy día 21 de Noviembre, he decidido que basta ya de darle tantas vueltas, y aquí está.

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