La Muerte

Ellos susurran a mi alrededor. Puedo escuchar sus palabras con claridad, hablando de tiempos pasados para siempre. Este me habla de su pequeña hija muerta durante las inundaciones de su casa, hace casi un siglo; allí la otra llora su propia violación y muerte en las calles de Génova. Y aquella otra, sólo susurra su nombre. Otros se unen al coro cacofónico de lamentos y protestas, de llantos y deseos rotos. De sueños perdidos.

A mi lado, el reloj de arena deja caer el último grano y se hace el silencio. Todos me observan, en silencio angustioso, mientras notan como la fuerza del ritual está completa. Sus esencias, sus poderes, sus libertades y conocimientos, lentamente son succionados por el pequeño objeto que tienen frente a ellos, algo que recuerda a cada uno el momento de su muerte: un vaso de agua, unas bragas, una muñeca rota.
Se desdibujan lentamente y, durante un último segundo, el agua se congela, las bragas se hielan, la muñeca exhala un aliento helado. Y luego, todo regresa a la normalidad en un instante, sin transición, a medida que la magia del ritual se disipa y todo queda como era.
Pero yo sé que están ahí, como lo están tantos otros. Cada uno encerrado en su objeto y cuidadosamente ordenado y catalogado en sus anaqueles de la pared. Anaqueles negros y pulidos, suaves, repletos de recuerdos y bagatelas, simbólicas para aquellos atados ya a mi voluntad. Cincuenta y tres, para ser exactos. Bueno, cincuenta y nueve tras esta noche.
Y, con cada uno de ellos, mi poder crece. La sangre en mi interior aumenta de poder, de energía, de capacidad a medida que perfecciono mis conocimientos y habilidades. Y pocos se me pueden comparar ya en todo el planeta. No es orgullo ni prepotencia, es la simple verdad: soy uno de aquellos cuyo poder se susurra en las leyendas de terror.
De entre los mios, sólo yo entiendo la verdad del tiempo eterno que nos es concedido. La futil lucha contra el mañana, el trabajo del hoy, el recuerdo del ayer. Con un vistazo puedo exigir las memorias de casi una sesentena de vidas, aquellas más interesantes y valiosas. Exigir su obediencia para que cumplan con mis órdenes y deseos. Dominarlas y tomarlas como deseo para mi propio crecimiento y engrandecimiento.
Otros pueden alimentarse de sueños, de deseos, de ansias, de necesidades. Débiles, ciegos a la verdad suprema: que todos ellos no son más que el reflejo distorsionado de la única realidad: la brevedad del tiempo mortal, la inevitable llegada del Segador. Y, cada vez que viene, yo soy el que está ahí para recibirle, y robarle aquellos que considero que valen la pena. Los demás pueden vivir de la lujuria del amor o del odio, de la envidia o la codicia... yo, yo sólo pruebo el mayor de los festines: la propia muerte.
Pues es alimentándose de ella como uno puede alcanzar la verdadera iluminación, el poder absoluto, y el dominio del mundo. Sólo dominando y sometiendo a la muerte misma a nuestra voluntad podemos ir más allá de las debilidades de la carne, las imperfecciones de la mente, la volubilidad del espíritu. Sólo ella da la claridad de visión para ver más allá del miedo al final inevitable que ensombrece todos los aspectos de la vida.
Y sólo quien se alimenta de ella, quien se enfrenta a ella y la derrota, puede ser verdaderamente inmortal.

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