La Perfección

En silencio y a oscuras, el auditorio espera. Una luz ilumina de nuevo al director, como el mesías que les va a guiar por la noche, y a un golpe suave de su batuta entran los violines. Sobrios, recios, gloriosos, oscuros. Iluminados en un rojizo suave, como el útero de la oscura madre que va a alumbrar a la majestuosidad. A lo largo de la noche ya habían sonado Brahms, Mozart, Wagner, y Haydn, incluso el otoño de Vivaldi había jugado con sus hojas al viento. Pero ninguno se comparaba con la maravillosa oscuidad, grandilocuente, siniestra, perfecta de aquella obra. Beethoven. Su Quinta Sinfonía. La cumbre de su sublime trayectoria.

Había gente en el público que había protestado porque tocasen la misma pieza en todas las ocasiones, pero no ella. Ella no se sentía ofendida porque la Sinfónica de Berlín decidiese regalarle los oídos con su obra favorita. La había escuchado millones de veces, por distintos directores, distintas orquestas, en distintas ciudades y épocas, como un gourmet que saborea las variaciones locales de su plato favorito. Y nunca se aburría de ella. A oscuras, sonreía suavemente, con ese suave arqueo de sus perfectos labios que sólo se tiene cuando acuden a la memoria los recuerdos gratos, los bellos momentos del pasado.
Se la conocía por muchos nombres. Algunos la llamaban Helena, pues se decía que su belleza rivalizaba con la de la causante de tantos estragos en la Ilíada de Homero. Otros la llamaban por su nombre, Helga, considerada por demasiados la femme más fatale de Berlín. Pero ella, cuando estaba a solas, se seguía refiriendo a si misma como Euterpe. Era su esencia, solo ese nombre podía comprenderla.
Pocos entendían como ella la belleza perfecta de una obra musical, la danza interminable, el juego de los sentidos. A menudo, los demás la consideraban banal y superficial, atada a cosas de poca importancia como la sucesión de los sonidos. Pero eran ellos los atados a lo temporal, con sus vacíos juegos de poder que repetían los esquemas de El Príncipe, de Maquiavelo; sus continuas peleas por la gloria, la riqueza, la posición y el respeto. Eso eran cosas inferiores. No podían competir con la solemnidad incorruptible de la danza de los violines o los conjuntos de viento, la ejecución sobria y poderosa dirigida por Karajan. No, cuando ellos y sus luchas mezquinas fueran polvo olvidado por el tiempo, la gente seguiría escuchando a Beethoven y maravillándose ante la perfección de uno de los momentos cumbre de la historia de la música. Sino el momento.
Por supuesto que conocía a los actuales, desde Billy Holliday a Queen, de Madonna a Nirvana, de las Spice Girls a los coros del ejército soviético. Y a los antiguos, las voces polifónicas del Renacimiento, el canto gregoriano de la Edad Media, la música tradicional irlandesa, y las canciones incluso más antiguas que la mayoría habían olvidado. Pero ninguno había alcanzado el pináculo, la maestría, la perfección que suponía Beethoven.
En una de esas bagatelas fílmicas que sólo Melpómene podía considerar arte, un personaje japonés decía: "podrías emplear toda tu vida en buscar la perfección de una única flor, y no la habrías malgastado". Curiosamente, quizás fuese el único personaje en la historia de ese "arte" que jamás hubiese entendido la Verdad, la trascendencia, el sentido de la existencia: la búsqueda de la perfección.
Pero erraba en el lugar. La perfección no se encuentra en el exterior, en la naturaleza, sino en las creaciones humanas. Es un proceso que hay que moldear, trabajar, forzar,... como los alambiques de un alquimista medieval, tratando de convertir plomo en oro. Coges la carne mortal y efímera de una persona y la inspiras, la guías, la sugieres, hasta convertirlo en un Dios inmortal y eterno a través de una obra que supere las mezquindades y debilidades de la carne. Cierto, en ocasiones era necesario el dolor y el sacrificio para destilar la perfección única de cada individuo, pero si el sufrimiento de una persona era el precio por una eternidad de perfección, que así fuese. Nada podía compararse con aquel momento, de simple perfección, en que Beethoven, atribulado y apasionado, le mostró la que iba a ser su obra maestra, dudando de la perfección de cada una de sus notas. Y las horas siguientes en que, a solas, envueltos en la pasión del momento histórico, discutieron cada uno de los arrebatos de los violines, los cambios de tempo, las luchas de los distintos discursos musicales. Jamás nadie podría interpretar la Sinfonía con la perfección con la que sonaba en la mente del músico, tal y como se lo transmitió directamente a ella.
Como dijo Rutger Hauer en un film barato, aquel momento sería "lágrimas en la lluvia" tan pronto ella se fuese, pero esas lágrimas perdurarían eternamente. Como la Valkiria que Wagner hizo cabalgar hasta el fin de los tiempos, esa sucesión de notas arrancó a Beethoven de la línea del tiempo y lo hizo más grande que cualquier otro, que cualquier reino mezquino y débil, que cualquier imperio destinado a caer.
Y ella, a solas en su palco, rememoraba en intenso detalle aquella noche, rodeada de las partituras de aquella obra maestra, mientras los violines se acercaban al colofón final. Su ventana al pasado se cerraba de nuevo. Le seguía Tchaikovsky en el programa, y aunque el ruso era increíble, el momento álgido del concierto ya había pasado. Todo lo que siguiese, por perfecto que fuese, ya no alcanzaría la sublime cumbre de Beethoven y sonaría deslucido y pobre en comparación.
En silencio, ella se puso en pie y abandonó el auditorio. Fuera la esperaba un joven, pero sería poco más que un entretenimiento. Quería llegar a convertir la música clásica en moderna, reunir ambas esencias, pero ella podía ver en su corazón que no tenía suficiente pasión y fuerza en su interior para una obra como aquella. Mientras, en el interior comenzaban a danzar los cisnes en una de sus suites más famosas, ella se sentó en el coche con una sonrisa. Devoraría la pasión del joven, por supuesto, lo auparía por encima de lo que jamás llegaría por si mismo y, una vez destilado, lo dejaría caer. La carcasa daba igual, una vez obtenida la sublime esencia de su interior.

Comentarios

  1. Este relato fue escrito 1l 4 de Julio de 2012, y desde luego mejora si se lee con la Quinta Sinfonía de fondo. Aunque imagino que, si estáis leyendo este comentario, es que ya habréis terminado el relato y ya es tarde.

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