El coste de la piedad

La gloriosa basílica del santuario formaba el círculo que era símbolo del Pancreator. En las paredes, las estatuas de santos recibían al peregrino que accedía a ella por uno de los cuatro pasillos laterales, cada uno con el nombre de uno de las cuatro virtudes favoritas de los seguidores del Aeon. Y la circular sala central estaba dominada por un bello conjunto escultórico en mármol, rodeado de las miles de velas que los fieles iluminaban durante sus plegarias y súplicas.

La leyenda decía que aquella estatua estaba inspirada en una más antigua, de tiempos pre-reflectivos, que solía estar en el Vaticano. Lamentablemente, durante tiempos de la Primera República había sido comprada por una de las corporaciones y llevada a algún mundo donde no volvería a ser vista. En honor a aquella original, a esta se la conocía como La Piadosa y representaba al Profeta yaciente, su gesto de miedo y dolor pues la Oscuridad atenazaba su corazón. Estaba tendido en el regazo de Santa Amalthea que, con gesto cariñoso y maternal, vertía de su sagrado grial el agua que curaría al portavoz divino. Y ambos, cual halos, llevaban el símbolo de la puerta de salto tras sus cabezas. 

Fennil había visto el cáliz verdadero durante su estancia en Grail y sabía que era más modesto que el representado en la estatua. Licencias artísticas, supuso, de quien la hubiese esculpido. Con la tranquilidad y eficacia de quien lo ha hecho miles de veces, cogió una de las varillas de madera y encendió una vela, acompañándola de una oración por todos aquellos que sufrían en los Mundos Conocidos. Desgraciadamente, pronto habría más, muchos más, pensó mientras se arrodillaba en uno de los reposaderos de madera.

La llamada a la cruzada había sido hecha finalmente y el Sínodo para la Cruzada estaba formado. Para sorpresa de algunos, ninguno de los miembros del Santuario de Aeon estaba incluido en el mismo ni era consultado para esas cuestiones militares. Y la orden religiosa no podía permitir eso, pues si se soltaba a los avestitas libremente para quemar y matar sin control, el dolor se esparciría por las estrellas y con él, el pecado. Pues pocas fuentes hay más claras para pecar que la desesperación y el dolor. Así que la sagrada Ketcharch Sakhya de Artemis había abandonado sus meditaciones y oraciones para poner en movimiento a los miembros del colectivo y prepararse para lo que estaba por venir.

Diversas naves hospitales habían partido ya de Artemis para buscar los lugares donde más conflictos surgirían y atender a los necesitados cuando fuese posible. Los alojamientos del planeta también habían sido reabiertos y remozados, pues se esperaba una afluencia de suplicantes similar a la masiva llegada de ellos durante la Guerra Imperial. Y a Fennil se la había enviado de vuelta a Urth, al planeta donde ya había servido como representante y donde había quemado la mayoría de sus favores para organizar el Concilio de Grail. Pero alguien tenía que moderar la cruzada y tratar de evitar que sus excesos destruyesen a los inocentes y a la pequeña gente, que sería quien más lo sufriese.

Era una misión que detestaba. Los salones y palacios del Vaticano se habían vuelto más fríos y duros con el paso de los años y las intrigas anidaban en escondrijos y recovecos, como pequeños demonios tentadores. Pero sobretodo, porque sabía que no solo tendría que luchar por los desfavorecidos, sino por su orden misma. Cuando comenzasen los conflictos, el Santuario atendería a ambos bandos por igual, como siempre hacía. Sin embargo, esta no era una mera guerra de la nobleza donde los dos ejércitos son igualmente legítimos, sino que a ojos de la Iglesia era un conflicto entre la verdadera fe y el enemigo, la Oscuridad misma, en forma de excomulgados y herejes. 

Y si algo tenía claro Fennil es que los Hermanos de Batalla eran cualquier cosa menos el enemigo. Tenían pecados y desviaciones, pero que lanzase la piedra el que no los tuviese. Ella, desde luego, no estaba libre de los mismos, y el Santuario era a menudo considerado herético por los seguidores más ortodoxos de las enseñanzas de los Evangelios Omega, especialmente los cerrados de miras del Templo de Avesti. Había sido un error de la Iglesia, siglos atrás, haber aceptado a aquellos exaltados en su seno y haberles dado la legitimidad a sus interpretaciones extremistas e integristas, pero ya era tarde para cambiar aquello. Como tantas cosas. La triste base de la historia de la humanidad, siempre llegando al punto donde el tiempo se había acabado para hacer las cosas bien y deshacer los errores del pasado, que se acumulaban como losas sobre los mortales.

El Cardenal Oma de Apshai mantenía su silencio desde hacía más de un lustro. Sin embargo, las noticias que llegaban desde su espacio señalaban que no solo la puerta de salto a Vau se hallaba inaccesible, sino que ahora también la de Vril-ya lo estaba. La antigua especie alienígena se aislaba de los Mundos Conocidos, temerosos acaso de la oscuridad que traería la guerra por venir. O, quizás, por otros designios y motivos insondables para los meros humanos, puestos en marcha años atrás con el abandono de la capital por parte de su embajador. Allí, en Byzantium Secundus, seguía habiendo un grupo que buscaba conseguir acceder a ese espacio en busca de la estrella de Aurora. No habían conseguido el uso del Emperador de los Soles Exhaustos cuando eran tiempos de paz, menos lo iban a conseguir ahora. Quizás aquella llama perdida y la esperanza que representaba era lo que el Imperio necesitaba para salir del profundo valle en el que estaba adentrándose, abarrotado de tumbas por doquier. 

Sea como fuere, allí entre los murmullos de los creyentes con sus súplicas de sanación a La Piadosa, Fennil sabía que su propia paz espiritual también llegaba a su final. Siempre había sido optimista, algunos incluso dirían que inocente o crédula, pero los meses recientes le habían pasado una dolorosa factura y no había tiempo para tratar sus padeceres en medio de tanta miseria. Odiaba Urth. Y los fracasos de Grail habían sido un poderoso golpe del que a duras penas se había conseguido volver a levantar. Uno que, como los pecados del Imperio, llovía sobre mojado. Su vida era una sucesión de golpes de los que cada vez era más complicado alzarse.

Y allí, en el relativo silencio de la basílica de su Santuario en el Vaticano, no pudo menos que reconocer ante si misma y ante Santa Amalthea, que acaso no tuviera ya las fuerzas para intentarlo. Para volver a luchar contra la Iglesia, a moderar a los extremistas, y a cuidar a los desvalidos. Porque, en el profundo espacio de su corazón, empezaba a tener que aceptar que no servía de nada. Que, al final, era la oscuridad del pecado la única vencedora y la luz del Pancreator no era suficiente.

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