El castillo de naipes


La imagen era desoladora. No por carnicerías salvajes o ingentes muertos, por pobreza o escasez, o muchas de las otras razones que la gente solía asociar a esa palabra. Lo era por la pérdida que representaba. 

El salón principal de la Liga, presidido por la extraña gárgola annunaki, se encontraba prácticamente vacío. 

Unos años atrás, aquella sala bulliría con actividad ante los eventos que se estaban desarrollando por los Mundos Conocidos. Las posiciones centrales ocupadas por los líderes de los grandes gremios, nombres de gente ambiciosa, rica, inteligente y con trayectorias legendarias a sus espaldas. Melissa Winters de los Reeves, Cagliostro Janizary del Muster, Wavefinder Lucetta de la Suprema Orden de Ingenieros, Zale Gailbreath de los Charioteer... incluso Oliver Lords de los Scravers, que muchos esperaban cuando lo eligieron Leaguemeister que fuese un pelele había demostrado ser un tigre oculto. Y en el medio habría estado ella, Lydia Clayton, de la Comisión, manteniendo todo unido y guiando el destino de Leagueheim con guante de seda en puño de hierro. Alrededor de esas posiciones habrían estado otros gremiales legendarios por derecho propio aunque sus gremios poseyesen menor influencia. Desde Seth de los Talebringers a Navasti Asahame de las Cortesanas... incluso la infame Meredith Quince de los Slayers había estado alguna vez allí aunque no fuese habitual.

Ahora casi todos aquellos asientos permanecían vacíos, las pantallas de sus computadoras tan silenciosas y apagadas que bien podrían haber estado muertas. Urias Endrin hablaba desde la tribuna, el Leaguemeister repitiendo un discurso que otros habían escrito para él pero que nadie se molestaba en escuchar. Él sin duda era un títere pero, lo peor de todo, es que era uno de tan poco valor que nadie se molestaba en tirar de sus hilos ya. No, al menos, nadie de importancia. 

Lydia dejó su mirada pasear por la sala, mientras las palabras vacías llenaban los huecos. El asiento de los Reeves estaba ocupado por un miembro menor del gremio que dormitaba en su puesto. Zale Gailbreath había puesto una excusa de última hora y el lugar de los Charioteers se encontraba vacío, como lo estaba el de la Suprema Orden, que nadie ocupaba desde el ascenso de Fractal Iridios al cargo de Didact. Lords sí que se encontraba en su asiento al frente de los Scravers, pero era una sombra de si mismo, pues todos sabían que poco tiempo le debía quedar dirigiendo su gremio. Como le había pasado a Janizary, cuyo asiento ahora estaba ocupado por uno de los mercenarios de Ertalia de Cadavus, que usaba el display digital para leer documentación o ver mapas o alguna cosa similar, Lydia no lo podía ver desde su posición. Vryla había mandado a una de sus lugartenientes a representar a los Talebringers, las cortesanas no se habían molestado en enviar a nadie a ocupar su asiento y por supuesto los Slayers no habían comparecido. Y como ellos el resto de los gremios menores, desde Pedagogos a Apotecarios, Herreros y Prospectores. Todos representados por peones, tigres de papel o asientos vacíos.

La Liga se moría.

Era una certeza casi absoluta para Lydia, que era de las pocas que seguía haciendo esfuerzos por mantener a los gremios unidos. Pero los intereses eran demasiado dispares, las rencillas y los problemas demasiado antiguos. Había demasiada sangre derramada entre aquellos que deberían estar allí, demasiado dinero perdido, demasiadas oportunidades que se habían dejado pasar. Ya casi había desaparecido la Liga hacía unos años, pero en negociaciones de última hora, Lydia la había conseguido salvar. 

Pero esto era distinto, esto era peor. 

No se trataba de una crisis de egos o un problema concreto, era simplemente desinterés y desidia. Incluso una reunión trascendente como aquella, en que la Liga debía decidir una postura común ante la declaración de una cruzada, era recibida con ausencias y desinterés. El futuro de todos ellos pendía de un hilo y ni siquiera eso conseguía llenar el salón como ocurría antaño, cuando las pantallas iluminaban las docenas de caras que seguían las discusiones con activo interés. Ahora solo había palabras vacías de una cabeza hueca sentado en el puesto de poder. Un movimiento atrajo su atención, cuando el mercenario se alzó de su asiento y se dirigió a la salida del lugar, aburrido ya de cualquier cosa que hubiera estado mirando. Ni siquiera eso despertó al banquero cuyos ronquidos suaves comenzaban a llenar la sala.

Y ella se quedaba sin piezas y recursos para poder cambiar la situación. Cada uno había sido gastado en crisis anteriores, cada favor ya había sido devuelto, cada petición hecha demasiadas veces. Los chantajes ya no funcionarían, como no lo harían ninguna otra de sus herramientas. Ni todos los pájaros de fuego del Imperio podían cambiar los deseos de aquellos cuyas fortunas eran tales que las corporaciones de la Segunda República las hubiesen envidiado. 

Fuera como fuese, en lo que estuviese por venir, cada gremio, cada Decano, cada sede estaría solo ante la guerra y el conflicto. Las promesas antiguas de unidad que habían logrado someter a la Casa Hawkwood a los intereses gremiales habían perdido su valor y Lydia empezaba a entender que ya nunca volverían. Quizás luchar por salvarlo ya era inútil, era mejor cambiar de dirección y comenzar a defender sus propios intereses como siempre, y después los de la Comisión. Si los demás querían que la Liga desapareciese, tal vez era el momento de dejarles tener razón.

Con parsimonia y elegancia, Lydia cerró su sesión en la computadora, recogió sus cosas, y abandonó la sala. Acaso nunca más volviese a poner pie en ella.

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