El jugador de juegos


Le conocí en Baltimore, una tarde encapotada de mediados de otoño, cuando el viento húmedo arrastra las hojas de los árboles desde el mar. Es curioso que recuerde ese detalle ahora, tantos años después, pero debía ser octubre o algo por el estilo. Yo salía de ganar un torneo de poker en el casino local, como había hecho muchas veces, y esperaba gastarme una parte importante del premio en una semana de fiesta y descontrol. Incluso había escogido ya el yate que iba a alquilar y con el que pretendía alejarme de la ciudad en dirección sur, hacia el Caribe, las margaritas y las playas.

Realmente no se qué me llamó la atención de él, un hombre algo mayor y bien vestido que jugaba a solas al ajedrez en un parque. Quizás el hecho de que era el único jugador que había allí, en un día que ya requería un abrigo para poder moverse con comodidad por la ciudad. O tal vez el amor que destilaba cada vez que levantaba una pieza y hacía un cuidadoso movimiento, quedándose quieto luego durante minutos mientras analizaba la jugada del enemigo en respuesta. He de reconocer que me quedé embobado viéndolo jugar hasta que, al final, la partida terminó y con cuidado recogió sus fichas en el interior del tablero y se marchó.

Probablemente no me hubiese vuelto a acordar de ese hombre, ni estaría ahora narrando lo que ha sido de mi vida desde entonces, si todo hubiese quedado así. Pero, bella y cruel como es, Dama Fortuna tenía sus ojos puestos en mi. Fue a media mañana siguiente que esta historia daría el giro que sellaría mi vida, cuando camino del puerto donde iba a recoger el yate, lo vi jugando a las damas. Ropa nueva y limpia, recién afeitado y bien presentado, movía las fichas de ambos colores con la misma dedicación con el que el día anterior había movido las de ajedrez: cada movimiento una declaración de amor, cada respuesta un lance furtivo o un beso robado.

Yo no estaba en mi mejor momento, he de reconocerlo. La resaca hacía que me doliese simplemente pensar y notaba mi cuerpo pesado y poco reactivo a mis deseos. Esperaba llegar al yate y tumbarme en el camarote mientras el capitán lo sacaba del puerto y nos dirigía hacia el sur. Y esperaba no vomitar cuando eso ocurriese. Pero nunca llegué a hacerlo, aunque debería, ya que me quedé en el sitio, viendo como el hombre movía las fichas con pasión. Su piel negra contrastaba con fuerza cuando levantaba las fichas blancas, su sonrisa era ancha y honesta cuando respondía con el otro color.

Y me acerqué. Como el mosquito atraído por el fuego, que vuela hacia su muerte. Me quedé de pie a su lado viendo como iban desapareciendo las fichas de ambos colores a medida que los movimientos progresaban sobre el tablero, capturado en el silencio de la calle donde el viento barría de nuevo las hojas de los árboles. Callado hasta que la última ficha negra devoró a la última de las fichas blancas y, con ello, la partida terminó.

¿Juegas?

Eso fue todo lo que dijo mientras recogía las fichas, sin siquiera mirarme, pensando sin duda en la siguiente partida. Y yo acepté, claro, ¿cómo iba a decirle que no? Con mis veinte años había ganado miles de dólares, quizás millones, de torneo en torneo de distintos juegos, principalmente poker, ¿qué malo podía salir de aquello? Además, con mi resaca me vendría bien dejar de pensar en el sordo golpeteo que notaba en mi sien, y las damas no eran un juego complicado.

Pero no jugamos a las damas, sino que guardó ese tablero y sacó de un pequeño maletín un tablero de backgammon. Y jugamos a las carreras, mientras las fichas se desplazaban por los triángulos según los dictados arbitrarios de los dados. Estaba tan absorto en la partida que ni me di cuenta de que algunos transeuntes ocasionalmente se paraban a nuestro lado para vernos jugar, antes de progresar en sus quehaceres diarios con un encogimiento de hombros.

Un movimiento tras otro, la partida finalmente iba aproximándose a su conclusión. Y, con el sonido del caer de los dados, el juego llegó a su final. Me había ganado un viejo. Se rió con candor, diciendo que era cosa de la edad y la suerte, mientras me daba una palmada en el hombro con algo de condescendencia. ¿Qué mierdas era esto de que un viejo se riese de mí por haberme ganado a un juego de viejos? ¡Yo le enseñaría con el poker! Así que metí la mano en uno de mis bolsillos y saqué una baraja, poniéndola en el medio de nosotros.

Texas hold'em.

Mis palabras rompieron el silencio y le sacaron una sonrisa. Y, con el hábito de la experiencia, comencé a barajar para repartir las cartas. Apostamos, jugamos cartas, subimos las apuestas, nos la jugamos. Mano a mano, carta a carta, jugada a jugada, la partida fue progresando. Unas manos las ganaba yo, otras las ganaba él, de modo que el montón de fichas de ambos lados del tablero cambiaban con frecuencia de manos, pero no de modo decisivo. Pero él no perdía la sonrisa, disfrutando del juego tanto como había hecho con los anteriores, con ese obsesivo amor que en este caso mostraba a los naipes blancos que destacaban entre sus manos.

Gané. Era mi juego, lo tenía controlado, no era algo que no pudiese pasar, y él demostró el mismo placer por la partida que había demostrado en todas las anteriores. En cambio, yo me sentía vacío. El dolor de cabeza se había ido con la resaca, pero la victoria no me sabía completa. Al fin y al cabo, estábamos apostando bellotas de un árbol cercano. Así que apostamos de verdad a una segunda partida y, aunque él me dijo que no jugaba dos veces al mismo juego, yo le presioné para sacarle otra partida. Lo iba a desplumar. Iba a ganarle y sacarle todo lo que llevase encima, no por el dinero, sino por borrarle esa estúpida sonrisa de la cara. Así que ni presté atención al valor de las fichas que nos apostamos, yo tenía mucho más dinero que ese, lo único que me importaba era ganar.

De nuevo las manos de cartas fueron pasando, con victorias de ambos jugadores. Pero solo fue una ilusión, con cada mano su sonrisa me desconcertaba más. Me hacía imposible leerle y me hacía sentir cada vez más y más perdido. En cambio, con cada jugada, él parecía leerme mejor y sus dientes blancos se hacían ligeramente más visibles con cada mano completada. Al final, todas las fichas estaban de su lado y, cogiendo el maletín, se puso en pie para marcharse.

Nos vemos el mes que viene, como acordamos.

Sus palabras me sacaron del estupor mientras él se alejaba en aquella fría mañana. No había canjeado las fichas por el dinero que le debía, había dejado todo sobre la mesa. Pero algo se había llevado, y yo no sabía exactamente el qué. ¿Qué habíamos acordado? No lo recordaba, solo recordaba el vacío interior ante la victoria, la ira cada vez mayor que despertaba su sonrisa, el golpeteo de mi corazón en mi pecho a medida que latía con fuerza. ¿Qué acababa de pasar?

No le di muchas más vueltas, al fin y al cabo, el mes que viene no tenía ninguna intención de estar en Baltimore, sino que probablemente estaría en un torneo de altas apuestas en Las Vegas. Me olvidé del viejo loco del parque mientras caminaba hacia el yate, y terminé de hundir su recuerdo bajo litros de alcohol y pequeñas montañas de cocaína. 

No volví a pensar en él hasta que salí del Caesar's Palace y lo vi de pie, esperándome, a la salida del casino. 

¿Jugamos?

Sus palabras, escasas como siempre, sonaron de pronto como un trueno bíblico o como una antigua maldición que pesaba sobre mi. Iba a sacar mi baraja por inercia cuando negó con la cabeza y me guió en silencio hasta un pequeño bar fuera del Strip, lejos de las estridentes luces de neón de los grandes casinos. Y, con cuidado, desplegó un tablero de la Oca, las fichas de colores, los cubiletes con los dados. Me dio a escoger y cogí el amarillo, mi color favorito, todavía intentando entender qué demonios estaba pasando allí. ¿Cómo me había encontrado? ¿Qué cojones quería de mi aquel viejo?

El sonido de los dados llenó el aire, y verlo mover el cubilete me hizo recordar su sonrisa. Maldita y endemoniada mueca que, de nuevo, afloraba a sus labios. Las tiradas se sucedieron, las fichas avanzaron pasando por puentes y ríos, ciudades y laberintos. Cada movimiento suyo era una declaración de pasión absoluta por aquel juego, una entrega total al momento y al desplazamiento de las fichas por las casillas. Y, al final, fue su ficha la que se encontraba en el centro.

Con su sonrisa permanente, fue recogiendo el tablero y abandonó el local, dejándome allí a solas, intentando entender qué acababa de pasar. 

La siguiente vez fue en México D.F., justo un mes más tarde. Aparentemente me tocaba elegir juego y elegí el Blackjack. Perdí, siendo yo la banca y siendo el jugador. Y su sonrisa... París en febrero, Bangkok en marzo, Londres en abril, Tokio en junio. Los meses se fueron sucediendo y, con ellos, los juegos. Nunca dos veces el mismo, una vez escogía él y la otra la escogía yo. Y siempre su sonrisa, que solo hacía más dolorosa la derrota.

Para el final del segundo año de hacer esto, me sentía cada vez más atrapado. Me pasaba el mes entero planenado el siguiente juego que yo pudiese escoger, aprendiendo de los maestros, preparándome para el enfrentamiento. Y, puntual como un reloj, allá estaba él, listo para jugar a algo difente cada vez. Desde la ruleta al monopoly, de Life a HeroQuest, de ajedrez a los chinos. Daba igual el juego, daba igual la estrategia, daba igual cuan bien lo preparase, su sonrisa siempre era la misma. Amaba claramente todos los juegos, amaba el jugar, y cada vez me arrastraba más al fondo, una derrota de cada vez.

Año a año fui abandonando mi vida, aprovechando el dinero que había hecho con el poker para encerrarme en mi casa y estudiar juegos obsesivamente. Tenía que ganar. Tenía que borrarle esa estúpida sonrisa de la cara. Y tenía que hacerlo porque la única cosa que importaba era eso, porque no sabía las consecuencias: no sabía qué habíamos acordado, tantos años antes. Solo sabía que solo necesitaba ganar a un juego, cualquier juego, una sola vez, y todo terminaría. Su sonrisa, sus apariciones, el miedo constante al rodar de los dados... todo se iría.

Por supuesto que intenté huir. Cogí vuelos imprevistos el día antes del día de la partida solo para encontrarlo esperándome en el aeropuerto. Salí en barco el día que tocaba jugar solo para verle acercarse en otro yate. Me metí en zonas en guerra y conflictos serios solo para encontrarme que él tenía un tablero preparado en la tienda de campaña de un señor de la guerra africano. Y así, puntualmente, año tras año, derrota a derrota, su particular canción de amor a los juegos me hundía a mi en la más profunda de las simas.

Cuando me resultó obvio que a los juegos no podía ganarle, intenté buscar otras ventajas. Comprende a tu enemigo y llegarás a la victoria, al fin y al cabo. Así que transformé las paredes de mi piso en complejos diagramas donde anotaba hasta el último de sus gestos, llevaba registro de todas las partidas que habíamos jugado, analizaba hasta la más nimia de las señales. Y luego, cotejaba todo esto, intentando crear un perfil de mi adversario. ¿Era un jugador agresivo o tranquilo? ¿Arriesgaba o jugaba sobre seguro? 

Derrota a derrota, mes a mes, de invierno a verano, el perfil del jugador se volvía cada vez más borroso. Cada partida parecía completamente diferente, con distintos gestos y formas de jugar. Como si fueran personas diferentes por completo, imposible de comprender, imposible de prever, imposible de derrotar. Y, partida a partida, la lista de juegos que aún no habíamos jugado se iba acortando y su sonrisa ampliando.

Es imposible vencerle, ahora lo se. No es humano, no se lo que es, pero no es humano. Y se ha decidido a destruirme por alguna razón. He arrancado los escritos y diagramas de mi pared y me he centrado en lo último que me falta por descubrir: ¿qué habíamos pactado, en aquel distinto y lejano otoño? He probado de todo, desde la hipnosis a las drogas alucinógenas. Cualquier cosa para lograr recordar qué demonios habíamos apostado, qué voy a perder cuando la última de las partidas termine con su inevitable victoria. Qué esconde mi destino, atrapado en su maléfica sonrisa de dientes blancos como la muerte. 

Y nada ha funcionado. Sea lo que fuera que apostamos en su momento, me ha eludido todos estos meses. Ahora solo queda un juego por jugar, el más antiguo de todos, el juego de los reyes de Ur, abandonado hace milenios. Pero es un juego, es un mes más de vida. Es una oportunidad más de revertir lo que se avecina inevitable, sea lo que sea. Es una última ocasión y esta vez voy a hacer trampas. He contratado un asesino con un rifle. Cuando nos sentemos a jugar y cojamos los tetraedros que funcionan como dados, él va a morir. Es la única salida. Estoy listo.

Así que me armo de confianza, salgo por la puerta de mi piso y ahí está, delante de mi, sonriendo con la misma tranquilidad de siempre.

¿Jugamos?

Comentarios

  1. Este relato me ha sacado de la cama. Estaba yo tan tranquilamente durmiendo hoy a las 18:30 y soñando algo vagamente relativo a la partida de demonio de hace ya unos años, cuando me desperté y mi mente me exigía dar forma a estas palabras. Así que aquí está, escrito casi tan febrilmente del tirón, tal y como el personaje protagonista vive, este 30 de noviembre de 2020.

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