La Edad de Plata 1: el Final de la Era de Plata

 

En aquellos tiempos, los dioses decidían los designios y vidas de las personas desde cosas tan pequeñas como el momento apropiado para hacer la cosecha, al destino de los grandes imperios. Pero desde los ziggurats más elevados a los templos de Baal, desde las antiguas pirámides del desierto a los templos de marmol de las acrópolis, sus designios son opacos a los mortales, meros títeres en sus cuerdas de fe y poder. ¿Y qué pasa cuando se enfrentan, me diréis?
 
Entonces es cuando surgen las leyendas. Desde Herakles, atado por los designios contradictorios de Zeus y de Hera, a los romanos asimilando panteones a medida que conquistaban el mundo. Las leyendas, escritas con su tinta, son eternas pues su tinta está hecha de sangre, de sudor, de lágrimas y de ícor. Y al final, el Destino del mundo mismo está escrito con esa tinta única que hace que todo avance. 
 
Pero al final de la Era de Plata, al comienzo de la era de bronce, todo eso iba a cambiar. Porque algunos de sus hijos decidieron que las viejas soluciones no eran suficiente, que nuevos caminos podían ser hollados. Desde las cercanías de Cartago el rumbo de un barco, entre la guerra y la sutileza, se decide por la dirección de caída de un tridente, guiado por la sabiduría de Atenea. Y en los palacios de los sátrapas persas, el devenir de otra guerra se decide entre los augurios negativos de las estrellas y los oráculos, y las demandas contrapuestas del honor y la ley. Porque, cuando las reglas cambian, el mundo cambia con ellas, y el antiguo equilibrio se tambalea... desde Egipto a Grecia, de Cartago a Persia, de Roma a India, todo el futuro se escribe con esa tinta. Y esa tinta especial, mágica y única, está escribiendo palabras nunca antes escritas.
 
Porque así es como se tejen las leyendas, en los tapices de las moiras, en las cuerdas de Neith, en las estrellas de los cielos.

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