El tiempo antes del tiempo

Hoy en día, los historiadores se afanan meticulosamente para catalogar las épocas del pasado, los eventos y el orden en que tuvieron lugar. Los arqueólogos hacen comparaciones, pruebas del carbono-14, análisis de restos del mismo periodo... todo con el expreso deseo de descubrir la historia de nuestros antecesores, desde los tiempos inmemoriales en que dejamos atrás al mono hasta el ayer. Pero, por mucho que lo intenten aparecen las incoherencias, contradicciones, imposibilidades. Faltan piezas, eslabones perdidos que deberían estar en algún sitio y que, sin embargo, no lo están. Y surgen esqueletos que creemos que corresponden a ciertos dinosaurios y enormes reptiles.

Pero todo esto se debe a que es un intento futil. Los hechos no se produjeron en ese orden, ni exactamente en ninguno en particular, solo se produjeron. Y no se dieron lugar en el año x, o durante el reinado de tal o cual, sino que se dieron en ese espacio nebuloso del tiempo mítico, en el cual se forjan las leyendas. Porque las leyendas del presente, son hijas de leyendas que hace mucho cogieron polvo y se olvidaron, pero que hubo un tiempo que fueron tan vivas y tan llenas de carne y sangre como tú o como yo.

Los antiguos griegos, que se llamaban a si mismo o helenos o aqueos, consideraban que el tiempo era una degeneración. Desde la edad de oro en que los dioses celebraron la titanomakia y desterraron a los Titanes al Tártaro, a la edad de plata en que arrasaron la Atlántida por su orgullo, y Troya por haber secuestrado a una reina. Hoy en día miramos atrás y no encontramos la Atlántida por ningún lado, e incluso los más sesudos tienen problemas a la hora de localizar y contrastar los restos de Ilión. Podemos imaginar por las recolecciones de la época cómo fue el Coloso de Rodas original, igual que podemos reproducir cómo dijeron que fué el Mausoleo de Halicarnassos, aún cuando de él lo que queda sean simples ruinas.

Pero la clave para entender esta aparente contradicción requiere un salto de fe. Como siempre, cuando los dioses están involucrados. Y, como sabéis, ellos siempre lo están.

En la antigüedad, en el tiempo previo al ascenso de Roma, incluso antes de los triunfos de Alejandro Magno, Cronos apenas había sido apresado. Pudo haber ocurrido siglos o milenios antes o pudo haber tenido lugar apenas unas semanas antes, es irrelevante porque, con él recientemente encerrado en el Tártaro, el tiempo no fluía como lo conocemos. Sí, a cada día le seguía otro día, a cada año otro. Pero era el sol el que giraba en torno al mundo, porque Ra lo llevaba todos los días desde el amanecer al ocaso y porque las civilizaciones pre-aztecas ya realizaban los sacrificios necesarios para alimentar a los primeros soles. 

Sin embargo, todo esto ocurría sin un orden claro de eventos, pues en el tiempo mítico las cosas no estaban organizadas como nosotros creemos ahora con nuestras cronologías, con nuestras pruebas del carbono-14. Igual que muchos de los huesos de dinosaurios que encontramos son, en realidad, los restos de las muchas criaturas mitológicas que poblaban el mundo de la antigüedad, desde dragones a basiliscos, medusas y otras quimeras, las cronologías que ahora construimos distorsionan los hechos como tuvieron lugar, al intentar ordenar el tiempo mítico con las normas estrictas del tiempo científico. 

Los historiadores se afanan en narrar cómo la estatua de Zeus, en Olimpia, se construyó después del Partenón y, sin embargo, a mi me fue narrado que fue al revés. Lástima que ya no quede estatua a la que poder hacerle una prueba del carbono-14, que sin duda iba a lanzar un resultado que dejase perplejos a los científicos de medio mundo. Pero no solo eso es cierto, sino que Moisés no vivió y lideró a los hebreos siglos antes de que esa estatua se construyese, sino que en cierta medida ocurrió al mismo tiempo, porque el tiempo era mítico. Solo nuestra actual fe en la ciencia y en los estudios ha hecho que esos dos eventos se distanciasen en las cronologías, porque la realidad es que ambos tuvieron lugar al final de la edad de plata, a comienzos de la edad del bronce, cuando el tiempo histórico lentamente estaba consolidándose como la fuerza de las cadenas que apresaban a Cronos. 

Por eso sabemos tan poco de faraones como Psamtik IV, cuya existencia se extrapola de algunos escasos restos encontrados posteriormente. Y aunque hablan de revoluciones contra los persas por la independencia egipcia, no recuerdan que ese periodo revolucionario encontró entre las mismas a la revolución hebrea que lideraría Moisés, porque hoy en día entendemos que eso ocurrió siglos antes de la época en que debió reinar Psamtik IV. Por eso, muchos dirán que las páginas que ahora vas a leer son ficción, son historias para entretener y divertir al lector con aventuras exóticas en tiempos olvidados e imposibles. 

No tengo problema con eso. Ya se que las historias escritas con la tinta de las leyendas son difíciles de entender en el presente porque el mundo se ha alejado mucho del tiempo mítico. Ya no estamos en la edad de plata, ni siquiera en la de bronce, nos encontramos en la del silicio y entendemos el mundo de forma muy distinta a como lo hacían nuestros antepasados. Pero igual que los hechos de mis anteriores novelas son diferentes a cómo los periodistas narran esos mismos eventos, los hechos que os relataré ahora son diferentes al modo en que los historiadores los explican. Porque, cuando las leyendas chocan con la ciencia, el relato de lo que ocurrió y cómo ocurrió se distorsiona y la magia real se convierte en teorías, en fábulas de la época, en metáforas. 

No lo fueron.

El león de Nemea existió realmente hasta que Herakles acabó con él. Ulises tardó diez años en regresar a Ítaca por enfurecer a Poseidón. Jasón lideró a los Argonautas para recuperar el Bellocino de Oro y la esfinge puso a prueba a muchos. Teseo se enfrentó al minotauro realmente, igual que las estrellas guiaban la toma de decisiones de los persas y nadie podía hacer daño a un gato por temor a la furia de Bast. Porque, del mismo modo que los héroes fueron reales, vivieron y murieron, los dioses también lo fueron. Aún lo son, como ya sabéis, pero en aquel tiempo no había duda. Participaban del día a día de la gente, los sacrificios de los templos los alimentaban, y su furia sacudía el mundo. No existía una tormenta como resultado de un proceso físico de las nubes, sino que era literalmente el resultado de la ira de Zeus. 

No era una metáfora. No era una alegoría. No era una explicación mitológica a un proceso físico que no comprendían. No era una forma de sentirse seguros y en control como respuesta a lo desconocido. Era, simplemente, la realidad.

Si sigues leyendo estas páginas, acepta eso. Deja de lado tus nociones presentes sobre el tiempo, los coetáneos y el orden. Olvida la ciencia que explica los eventos. Camina más atrás, al subconsciente que todos tenemos, que todavía hoy se sobrecoge cuando una tormenta estalla sobre nosotros porque, por una razón que nos negamos a aceptar, una parte de nosotros sigue reconociendo en ella la furia de Thor. 

Deja atrás la era del silicio y camina conmigo al final de la edad de plata y el comienzo de la edad de bronce. Cuando la Hélade se encontraba en su apogeo, cuando Persia era la cuna de la sabiduría y el conocimiento, cuando Roma aún estaba intentando descifrar cómo se imaginaba a si misma y Cartago jugaba juegos de poder en el Mediterráneo, cuando Egipto se encontraba ya en el declive tras su dominio durante la edad de oro. Camina conmigo por el tiempo en que los vaticinios del Oráculo de Delfos los hacía una pythia que era la voz de Apolo, cuando las olimpiadas marcaban el favor de los dioses y el honor y la gloria de los héroes importaban más que una larga y feliz vida. 

Porque de nada sirve haber vivido si tu nombre no se escribe con la tinta de las leyendas en el libro del Destino. Esa fue la verdad que la decisión de Aquiles todavía refleja con intensidad, cuando escogió marchar a la guerra por Ilión sabiendo que no volvería de la misma pero su leyenda sería eterna.

Esta historia está escrita, sin duda, en esa tinta. Cuando relata cómo aquella mañana soleada vio la llegada a Olimpia de la delegación ateniense, entre la que se encontraban héroes como Kairós y Sofía cuyos nacimientos habían sido señalado por portentos; cuando la encargada de recibirlos en la entrada del recinto sagrado fue la joven Elektra, hija misma del Rey del Olimpo. Y cuando, como ellos, fueron llegando las delegaciones de ciudades e islas lejanas, como Creta de donde venía el joven y silencioso Io que quería narrar las historias sin ser protagonista de las mismas, aunque tuviese la sangre de Hades. Y la roja delegación espartana, liderada por la fiera Alastair que ambicionaba participar en unas olimpiadas que eran solo para hombres. O la regia Sappho que llegaba del norte, de Macedonia, y que la historia ha olvidado el papel central que su vida tuvo en la de Alejandro Magno. Y la maliciosa Thekla, hija de Afrodita, siempre acompañada por el brutal Damokles cuyo toque era equivalente al roce de la muerte misma. Y de los demás, que uno por uno, iban presentándose, desconocedores de que las olimpiadas que daban comienzo iban a marcar el futuro de una manera que la historia, aún hoy en día, aún sufre los ecos de esos eventos...

Extracto de la introducción de la novela The Dawn of the Bronze Age, de la famosa periodista y escritora griega Mila K. Papadopoulos, precuela de su aclamada trilogía The Day the Sun Didn't Rise donde, una vez más, engarza con su habitual elegancia y belleza la historia y los eventos conocidos, con la magia y los dioses. Nominada a numerosos premios, incluyendo el Nébula, la nueva novela se encuentra disponible en todos sus proveedores habituales de ficción histórica.

Comentarios

  1. Este relato fue escrito el 28 de diciembre de 2020, pero corregido y dado su forma final el 2 de enero del año siguiente, aunque la verdad es que tuvo pocos cambios entre una versión y la otra.

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