El Museo de los Textos Perdidos

Hay un callejón en la cúpula principal de la ciudad de Valles-New Shangai; un callejón que a simple vista no parecería nada especial, apenas una zona pavimentada entre varios edificios de oficinas que le niegan la poca luz que pueda llegar al fondo del valle de día. Sin embargo, todos los habitantes de la zona y cada vez más lejos a través de las redes de reputación han oído hablar de él y lo llaman el Museo de los Textos Perdidos porque, en algún momento, en eso se ha convertido.


Lo cierto es que nadie sabe cómo empezó. Algunos sugieren que algún movimiento artístico poco después de la Caída comenzó a dejar sus textos ahí, disponibles para aquellos que mirasen con realidad aumentada; otros cuentan que no, que simplemente fue cosa de un vecino que dejó un texto aburrido mientras esperaba, o quizás un amante despechado dejando un poema a una amada que le había rechazado. 

El caso es que ahora, mirando frente a mi en la noche iluminada por los neones de la zona y los displays de realidad aumentada que llenan de datos mis ojos, es innegable ver los miles de páginas de textos escritos, apilados unos sobre otros. Fragmentos de historias, relatos breves, poemas, descripciones... no nos llevemos a engaños, la inmensa parte son pura basura digital que no vale los bits de almacenaje que ocupan en la mesh pública. Una historia escrita por un quinceañero que no sabe juntar dos palabras sin faltas de ortografía, o un poema cursi de un recién enamorado con tanto tópico que es fácil a cualquier buscador encontrar las referencias de las que ha sacado su contenido, decenas de comienzos de relatos que nunca fueron terminados, descripciones de personajes o situaciones... incluso allí, en la zona más oscura del callejón, se encuentra la sección de relatos de terror, llena con los recuerdos de la Caída o de cosas imaginadas.

Sin embargo, entre las miles y miles de páginas conservadas en ese pequeño rincón de Valles-New Shanghai, a veces se pueden encontrar pequeños tesoros. Recuerdos narrados con maestría, un fragmento de la imaginación de alguien que transmite belleza a cualquiera que se conecte a su feed de datos, un poema capaz de sacar lágrimas al más duro de los policías de la ciudad... en resumen, una colección de historias que cobran vida ante nuestros ojos para cualquiera dispuesto a abrir su mesh y dedicarles un rato. 

Así, siempre ocurre que, como esta noche, haya un pequeño grupo de curiosos congregados aquí. Cinco o seis transhumanos leyendo textos, comentándolos con sus allegados que puedan estar conectados a ellos, dejando que sus musas se los lean con perfectas entonaciones o quizás algun depravado leyéndolo por si mismo a la vieja usanza. A un lado de ellos está el mendigo, incluso en esta época post-escasez, el deshecho de una hypercorporación que tras años de servicio esclavo apenas le pagó lo suficiente como para comprar el cuerpo más barato y una conexión barata a la mesh; el proyecto de alguien que no pudo ir más allá de eso, deshechado por todos los demás. 

Y luego estoy yo, por supuesto. Algunos me consideran casi el guardián de este sitio y ocasionalmente me dan algunos créditos o algún voto positivo en alguna red reputacional por ello. Nada más lejos de la verdad, yo no estaba aquí cuando empezó ni lo protejo, yo solo me he quedado atrapado aquí desde el día en que morí... o, al menos, el día en el que el mundo murió para mi. 

El día en que se colgó en la pared el texto en el que me decía adiós.

Aquí está, en el grupo J, página 317. Todos los días lo leo, una y otra vez, el momento en que dijo adiós y se rindió. Antes de borrar sus datos, de dar de baja sus seguros de resleeving, de borrar sus copias de seguridad, de destruir su stack y, a la vieja usanza, tomar algo de lo que nunca despertaría. El día en que ya no lo pudo soportar más. 

Ahora solo me queda ese texto. Uno entre miles de historias, poemas y descripciones. Pero ese, ese único y breve texto, ese es el final de mi vida.

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