Marcus Augustus - A Thousand Year Old Vampire

Aviso: esta es mi primera partida de Thousand Year Old Vampire y puede contener ideas y spoilers para aquel que piense en jugarlo por su parte. Si ese es tu caso, juégalo primero y luego lee esto, para no perder sorpresas ni cosas en tu experiencia.

Mi nombre es Marcus Augustus y nací veinte años antes de que Aníbal abandonase Cartago Nova con su flota, en la gloriosa e imponente Roma. Heredero de la familia Marcus, con mi nombre me legaron riquezas y propiedades, así como la posición social que me correspondía como uno de los patricios de la ciudad. También heredé la ambición de toda la vida de mi padre, la de convertirme en Consul en el Senado, algo que sin embargo no estaba escrito por los hados en mi Destino. 

Esta es mi historia, desde el momento en que fui maldito por Nox, diosa de la noche, convirtiéndome en la criatura nocturna que soy ahora. Todo por culpa de ese endemoniado Valerius Evander, que rezó en su oscuro altar suplicándole a la diosa que interviniese, para apartarme del suelo del Senado para que pudiese manipular la guerra según sus designios. ¡Que Neptuno se lleve su alma condenada al inframundo!

Mi historia comienza cuando desperté aquella ominosa noche de mediados de maius, cuando Hasdrubal Barca cruzaba lo alpes con sus ejércitos para reunirse con las fuerzas de Aníbal. Mi esposa, mi amada y leal Julia Aeliana, cuyo retrato siempre me acompañaba en mi camafeo, estaba en mis brazos. Muerta. Fría. Y yo la había matado. Respondiendo a las plegarias de Evander, Nox me había transformado para siempre y la oscuridad me acompañaría allá donde fuese. Su maldición se encargaba de que a partir de entonces no pudiese obtener sustento del vino y las viandas de las que la misma noche anterior disfrutaba; lo único que me servía de alimento eran las almas, la misma luz de la vida. Y según lloraba, transformado en esta nueva y desconocida bestia, era consciente de que yo mismo había extinguido la luz de mi vida para siempre. Vesta había bendecido nuestro matrimonio con felicidad y dos hijos, pero era Nox quien había puesto fin al mismo.

Fue mi mejor amigo, Aurelius, el que me encontró con el cuerpo muerto de mi esposa en mis brazos. Él era mi mano derecha desde años antes, cuando le había transformado en un liberto al romper su contrato de esclavitud, y él me había apoyado desde entonces en la gestión de los negocios y las propiedades de la familia Marcus. Y ante el terror de la noche, su resolución fue continuar apoyándome. Me escondió durante tres largos días y noches en mi casa, y lentamente comenzó a encontrar y juntar gente que compartía nuestra forma de ver el mundo e intereses. Con el tiempo, surgió de allí la Fraternitate de Furtivae Cognita Noctis, un culto mistérico formado en torno a mi persona y el secreto del poder de la noche. Un manto y un pliego de oscuridad para ampararme en sociedad y permitirme extender mi influencia y, eventualmente, vengarme de Evander.

Me llevó semanas aprender a alimentarme sin matar a mis víctimas. Si bien Julia y Evander, así como otras tantas personas, habían fallecido en mis brazos, no era mi intención ser un asesino. No quería ser una bestia más, esperando a que el elegido de algún dios me diese caza. Así que ideé el beso de la noche, la oscula nocte, el proceso por el cual podía alimentarme de la luz que hay en el interior de cada persona, drenándoles lentamente de sus sueños y esperanzas. Dejando solo oscuridad en su corazón y tinieblas en su mente. No era algo físicamente doloroso, pero sin duda era devastador para la víctima y sus familias, que veían como una persona querida se transformaba lentamente en una sombra de si mismo, apática e incapaz de disfrutar de hasta los más queridos placeres de sus compañías. 

Para las calendas de Decembris, mi vida se había transformado en un pozo de oscuridad. Hasta que llegó Pompeius Antonius, un poderoso general que había estado luchando contra los cartagineses. Era uno de los nuevos iniciados de la Fraternitate y el favorito de Aurelius, que buscaba descubrir los extraños misterios de nuestro culto y aprender para avanzar sus propios intereses. Y, sin embargo, para cuando llegaron las saturnalias, su visión de nosotros había cambiado para siempre, pues el amor nació entre nosotros dos. Primero amigos, luego hermanos, finalmente amantes. El hombre que logró enseñarme que incluso en mi actual existencia maldita, no todo era oscuridad; que me recordó la importancia de soñar, de tener esperanzas y luchar por ser más de lo que era.

Pero la maldición de Nox no había terminado conmigo. Para cuando Mago invadió la península con sus ejércitos y atacó Genoa, dos años después de mi maldición, mi naturaleza misma se había adentrado más en la oscuridad. Si bien atemperada con esperanzas y sueños, la noche era ahora parte de mi vida, parte de mi ser, tan inseparable de mi como mi propia piel. Y lo que había comenzado siendo la marca de mi maldición, el hecho de que todo lo que tocaba se oscurecía simplemente por mi contacto, se había ido transformando en lo que ahora llamo involutum tenebris, el manto de la oscuridad. Pues las tinieblas empezaron a responder a mi voluntad como una extensión de mi mismo. Mis instrucciones se volvieron órdenes para la noche misma, ahondando los misterios y secretos que se ocultaban tras los ritos de la Fraternitate.

Pero el tiempo no se detiene, y pronto me mostró que la maldición incluía que el que permanecía era yo mientras todo a mi alrededor cambiaba. Cónsules fueron nombrados y sustituidos y la gente que yo amaba murió de guerra, vejez o enfermedad; incluso mis hijos tuvieron descendencia, y estos a su vez también la tuvieron, y las generaciones de la familia Marcus pasaron. La propia República murió ante mis ojos cuando Julius Caesar se convirtió en el primero de los muchos emperadores de Roma. Estaba solo en el mundo. El líder misterioso y recluido de un culto cuyos integrantes habían sacralizado y ordenado ritos que ya no comprendían, mucho tiempo tras la muerte de Aurelius de vejez. Una fraternidad que era mi única ancla a un mundo cambiante, ella y mi hambre de luz. Incluso empecé a olvidar cosas del pasado a medida que el tiempo las hacía perder importancia, como los debates acalorados y las discusiones en el Senado entre Evander y yo con respecto a qué hacer con la guerra. La misma ciudad cartaginesa había sido arrasada, tal como Marcius Porcius Cato había señalado una y otra vez en el Senado con su famosa alocución Cartago delenda est. Las discusiones, los debates, las luchas, las negociaciones... una vida mortal llena de sueños y esperanzas que se disolvían en la noche de mi memoria, inalcanzables. De Evander solo quedaba el recuerdo, grabado a fuego, de cómo había implorado a Nox que me maldijese, un recuerdo que permanecía en mi mente grabado como la marca de una res señalada con hierro candente.

Así que, ante la llegada de la oscuridad a mi memoria, mi miedo por olvidarme de quien era crecía con fuerza. Así que consigné mi historia a un conjunto de pergaminos que narraban tanto los momentos fundacionales de mi vida como la maldición y los poderes de la noche que arraeaba, tanto el manto como el beso. Los Nocte Mysterium se convirtieron en el texto sagrado principal de la Fraternitate, consagrando mi papel en el culto mistérico para el tiempo que vendría, como el representante en la tierra de la misma diosa de la noche. Porque, por mucho que odiase a Nox y lo que me había hecho, era una imagen útil que proyectar entre los fieles que se congregaban a mi alrededor y me alimentaban con pequeñas partes de su luz interior.

Una narración que extendían los propios descendientes de Aurelius, que entraban todos al servicio de mi persona y a mi cuidado. Un legado basado en unas prácticas muy retorcidas, donde cada vez que acudían a mi lo hacían embutidos en pesadas togas para que la luz no les llegase, únicamente portando el anillo que una vez me identificó como el patriarca de la familia Marcus, y que ahora identificaba al principal de ellos como mi elegido ante la Fraternitate y ante mi mismo. Ritos y prácticas de cuidados que fueron incluidos en los Nocte Mysterium, profundizando así sus ritos y conocimientos esotéricos y sirviendo para educar y entrenar a las sucesivas generaciones de la familia de Aurelius en mi servicio.

Y a medida que pasaban los años, mis prácticas también fueron evolucionando. Para cuando Calígula era emperador, yo había refinado mi oscula para dejar menos oscuridad en el interior de cada persona. Esto me permitía alimentarme de modo más controlado y cuidado, haciendo menos daño a aquellos que no lo merecían, pero alimentándome vorazmente de aquellos que si eran merecedores de ese oscuro castigo. Así, alternaba etapas de estar saciado de luz con otras de hambruna, tratando de mantener un cuidadoso equilibrio entre ambas que me permitiese mantener una existencia continua sin acabar generando demasiadas preguntas en torno a mi figura.

Pero ni todo mi cuidado podía mantenerme oculto eternamente. Y el primero de los que intentaron darme caza fue Cloelus Cyprianus, un joven centurión que había estado luchando contra los suevos en el sur de Germania. Su hermano, un asesino de niños, había sido mi último banquete, pues lo consideré merecedor del beso más desgarrador que podía dar, uno que administré con sumo placer. Pero Cyprianus juró venganza cuando se enteró de las extrañas circunstancias que rodeaban al cambio de forma de ser de su hermano y su creciente melancolía, y abandonó la III Legión y regresó a Roma, buscando cazarme. Él y algunos otros soldados que le acompañaron me acecharon, callejón a callejón, villa a villa, tratando de eliminar todos los lugares seguros que podían quedarme.

Por primera vez en décadas tuve que abandonar Roma, pues la capital no era segura para mi. Viajé al norte, a los bosques salvajes de la zona de los Alpes, donde entre los árboles centenarios me encontré con Sylvanus, el dios de los bosques. Con palabras melosas y dulces le convencí para que me ocultase de quienes me seguían (que yo dije que eran los familiares de una amante envidiosa, una mentira que él se creyó). Grave error por su parte, pues Cloelus y los suyos llegaron al bosque semanas después y Sylvanus debió hacer honor a su palabra y protegerme de sus fuegos y armas. Consciente del engaño, el dios de los bosques me maldijo de nuevo, de modo que ninguna planta volviese a ser un lugar de refugio para mi, debido a que en mi cercanía todas ellas tratarían de apartarse cuanto les fuese posible.

Para cuando regresé a Roma, habiendo perdido el rastro de Cloelus que ya se hacía mayor, Nerón era emperador. Con él, los cristianos estaban siendo perseguidos, algo que beneficiaba a mi Fraternitate ya que muchos de los antiguos cristianos se convertían en miembros de ella para huir de la persecución. Y Nerón aún me haría un segundo regalo cuando toda Roma ardió, algunos dicen que por voluntad de su propia locura. El incendio fue una bendición para mi, pues me permitió fingir que había muerto durante el mismo, y reaparecer en público con una nueva identidad, Claudio Glabro, algo que esperaba que sirviese para conseguir dejar atrás a Cloelus y los suyos, que con tantos años de perseguirme habían ido aprendiendo todos mis trucos y secretos, dejándome cada vez menos lugares y modos en los que escaparme.

Pero no sirvió de nada. Dos semanas después, entre las cenizas de Roma, Cloelus me dio caza. Mayor y cansado, me arrinconó junto a las ruinas de lo que había sido el templo de Júpiter, en el foro. En medio de la noche discutimos, luchamos y nos batimos a muerte. Pero, al final, me compadecí de él. Con sus hombres muertos a su alrededor, y herido mortalmente, me contó su historia y por qué me daba casa. Y su causa, la venganza, era sin duda justa. Así que reuní la oscuridad de la oscula y la retorcí, de modo que sus heridas cerraron y su vida regresó. Pero no una vida como la había conocido, pues desde entonces portaba la misma maldición de Nox que yo había sufrido siglos atrás, en otro tiempo, casi en otro mundo. Consigné su historia a los Nocte Mysterium igual que el rito por el cual se había convertido, y lentamente traté de guiarle en esta nueva vida que compartíamos. Por primera vez, no estaría solo con el paso de los siglos, y quizás pudiese transformar su odio y confusión en otra cosa, una vez que llegase a conocerme.

Esto, sin embargo, iba a tener inesperadas consecuencias y, sin duda, mi soledad cada vez sería menor cuando al año siguiente, me encontré una figura que jamás esperaba ver de nuevo. Valerius Evander, el cabrón que había hecho que Nox me maldijese, a quien yo mismo había dado muerte, se encontraba ante mi en el templo de Jano. Con una retorcida sonrisa, me explicó que Neptuno mismo le había devuelto del mundo de los muertos para cumplir sus designios, después de "descubrir" que Nox me había transformado en su sirviente. El dios de los muertos estaba preocupado por el ascenso del cristianismo y lo que ello implicaba para la fe en los antiguos dioses, y había enviado a Evander a extender su palabra por el mundo y luchar contra el cambio de fé en Roma. Discutimos, como yo ya no recordaba que hacíamos desde siempre, debatiendo leyes y precedentes, como modo de encajar nuestra nueva situación. Antiguos enemigos, siglos después, ¿qué nos deparaban los hados? Él debería cumplir los designios de Neptuno y luchar contra los cristianos, algo que agradaría también a Nox y Júpiter, pero... ¿yo debería hacerlo también, o acaso sería mejor llevarles la contraria a los dioses que me habían maldito a mi actual existencia?

Si los dioses estaban tan desesperados contra los cristianos, ¿es que acaso podían morir? Revisé los Nocte Mysterium, analicé lo que sabía de los dioses, estudié a Nox. Y, lentamente, con cada argumentación, con cada palabra, con cada conocimiento llegué a una inequívoca conclusión: Nox había muerto. Yo era Nox. Ella no me había maldito, ella se había transferido a mi interior, como yo había moldeado la oscuridad de Cloelus para hacerlo semejante a mi. Yo era un dios. La Fraternitate llevaba siglos diciéndolo, y las revelaciones de Neptuno a través de Evander hacían que todo tuviese sentido. Los dioses se morían. Nuevos dioses estábamos surgiendo en el mundo, y yo era la oscuridad y la noche misma.

Si yo era un dios, entonces definitivamente Marcus Augustus había muerto. Quien yo había sido y lo que había hecho era irrelevante. Si yo era la noche, solo la oscuridad importaba. Dejé atrás los fragmentos de mi vida mortal y los recuerdos de aquellos a los que había amado, pues esa luz era antitética a mi oscuridad. Y descubrí el placer de extender mi oscuridad. Ya no sentía remordimientos al practicar la oscula y robar la luz de los demás, ahora entendía que esa era mi naturaleza divina, apagar toda luz y dejar la noche eterna. Igual que Neptuno gestionaba los muertos y Jupiter gobernaba a los dioses. Yo solo era la noche, igual que Sol Invictus era el día. Y, por primera vez en mi existencia, abracé esa oscuridad por completo.

Finalmente, abandoné el mundo del día por completo, dejándolo para los siervos de Sol Invictus. Viví en la noche, en la oscuridad, y en las catacumbas construí un templo a Nox Invictus, que era el nombre con el que se referían a mi en las escrituras sagradas de la Fraternitate tras mis últimos añadidos y modificaciones. Lucius Marcia, antigua descendiente de Aurelius, quien mis textos decían que hacía mucho había sido amigo mío, se convirtió en la primera suma sacerdotisa. Y si los dioses estaban siendo atacados, si Sol Invictus por influencia del mitraísmo había cogido un aspecto militar, mis seguidores no serían menos. Aprovechando mis antiguos conocimientos y negocios, que habían pervivido al tiempo, junté la cantidad necesaria de áureos y sestercios para comprar armas y armaduras. Y, con ellas, los más fieles y fanáticos de mis seguidores fueron armados y entrenados en las artes militares, pues Neptuno tenía razón: la luz de los cristianos sería el alimento apropiado para destruir ese dios advenedizo y que los verdaderos dioses perviviésemos con el paso del tiempo. En la oscuridad de la noche, en los túneles y catacumbas, una guerra había comenzado, una guerra por la divinidad misma.

La guerra, sin embargo, no fue positiva para los nuestros. Y los choques se sucedieron en la oscuridad hasta que los seguidores del dios crucificado se presentaron ante mi templo y lo destruyeron, conmigo dentro. Pero yo era un dios, más allá del alcance de su furia y su capacidad de destrucción, un dios que simplemente durmió mientras los pilares colapsaban y las teas ardían. Marcia cerró las puertas para que la destrucción no me alcanzase, quedándose del otro lado. 

Cuando abrí de nuevo los ojos, solo había oscuridad a mi alrededor. Oscuridad y polvo, mucho polvo. Sin puertas ni columnas, disolví mi forma corpórea en pura oscuridad y abandoné el lugar de mi descanso. Era de día fuera, el sol iluminaba con su belleza inigualable una Roma que no reconocí, habitada por gentes que no recordaban mis tiempos. El Imperio había caído, los bárbaros del norte lo habían destruido y conquistado y el dios crucificado era ahora el único aceptable. No recordaban ya a Júpiter Capitolino, ni al mismo Sol Invicto cuya belleza cegadora me servía como un extraño remanso de paz, un espacio que no había cambiado pese al tiempo. Cogí el camafeo de mi cuello, donde una mujer bella y serena y un niño me acompañaban; hacía mucho tiempo que ya no recordaba sus nombres, ni el calor de sus abrazos, pero las escrituras decían que eran mi familia, mi adorada familia, de antes de que Nox me hubiese transferido su esencia y convertido en un Dios. Hacía mucho, mucho tiempo.

El mundo había cambiado, pero muchos de mis antiguos aprendizajes seguían siendo útiles en los nuevos tiempos. Los bárbaros querían aprovechar el viejo sistema legal que yo tan bien conocía como base para sus propios sistemas legales y aproveché eso para crear un pequeño espacio donde yo, ahora con el nombre de Glabro, les servía. Que bajo había caído. Pero me daba tiempo, contactos y recursos para buscar lo que pudiese quedar de mi secta, mi ejército y mis sirvientes, pues estaba seguro de que no todo se había perdido en la batalla. 

Este nuevo mundo además revelaba que muchas de mis viejas ataduras ya no eran relevantes. Ya nadie recordaba a Nox ni a Sylvanus, ni aparentemente a mi. Lejos de la fe de mis seguidores, a quienes seguia buscando, redescubrí el placer de la vida al sol pues, al fin y al cabo, él estaba tan ausente del mundo como el resto de dioses. Y, con ello, y mi nuevo lugar en la sociedad como consejero de legislación, me sentí en paz como hacía siglos que no me sentía. En cierta medida, supongo, era un reencuentro con quien había sido hacía tantos siglos, cuando aún era un simple mortal, y aunque no recordase esa época, aquellos viejos hábitos y tareas seguían llenándome de satisfacción tantos siglos después cuando, entre papeles con leyes y declaraciones, en ocasiones alzaba la mirada por la ventana para observar esta nueva Roma a la luz del sol.

Pero no todo era perfecto en este nuevo mundo. Igual que el calendario había cambiado y ahora se enumeraban los años tras la muerte del judío crucificado, siendo este el año 486 después de aquellos eventos, Roma había dejado de ser el centro del mundo. La economía fuerte y pujante, donde mercaderes traían productos al puerto de Ostia desde las más recónditas provincias del Imperio, desde Britannia a Egipto, se había empequeñecido como la ciudad misma, ahora con muchos menos habitantes y esplendor. Viejos templos y lugares de poder se estaban desmantelando, usando sus piedras para nuevas construcciones, más burdas y pobres. Y con la muerte del comercio, mis conocimientos y habilidades como comerciante, sobre las cuales se había una vez construido la fortuna de la familia Marcus, resultaban ya completamente inútiles. Y mi pequeño lugar como legislador no parecía que fuese a ser capaz de llevarme a los lugares de importancia y poder en este nuevo mundo. 

Pronto quedó claro que, sin embargo, mi labor como legislador iba a tener una traba fundamental: el idioma. El latín que yo dominaba había cambiado con los siglos, y muchos de los mortales me miraban raro al hablar. Peor aún, los invasores del norte hablaban en sus propias lenguas bárbaras por muy influenciadas que se encontrasen por el latín. La luz la encontré sin embargo del modo más casual cuando conocí a Teodorico, un monje cristiano que resultó ser un lejano descendiente de Marcia y, con ello, miembro de mi antiguo grupo de seguidores más acérrimos. Me contó que mi culto perduraba dentro de una pequeña parte de los romanos y los invasores, organizados en torno al monasterio donde él vivía y donde se refugiaba lo que quedaba de la orden y sus tropas. Al principio me mostré esquivo con quien era yo, no deseando abandonar mi vida al sol para regresar a ser su dios de la oscuridad, pero acepté de buen grado sus enseñanzas para poder manejarme en estos nuevos tiempos. 

Pero lentmaente me vi de nuevo atraído por la vorágine de la oscuridad de quien una vez había sido y me fui adentrando en la secta. Hacía siglos que los textos originales del Nocte Mysterium se habían convertido en polvo y sus enseñanzas parcialmente perdidas. Y digo parcialmente pues, según me explicó Teodorico mientras me entregaba un grueso tomo encuadernado en piel, uno de sus bisabuelos había recopilado los antiguos pergaminos y había escrito aquel Codice Noctem con sus conocimientos. Decir que lo leí con avidez sería quedarse corto. Devoré las páginas, repasando las palabras una y otra vez, reconociendo viejos pasajes y eventos de mi vida, desde el tiempo con mi esposa a la maldición de Nox (a quien este nuevo texto se refería como el Diablo). Y es que aquellas viejas enseñanzas, aquellos fragmentos de mi vida, habían sido reescritos para adaptarse a la nueva liturgia, y yo ya no era descrito como el dios de la oscuridad sino como el Demonio mismo de los cristianos. Un Satán diferente al narrado en la Biblia, con una voluntad distinta y diferentes enseñanzas, lo que Teodorico me dijo que significaba que los actuales miembros de la Fraternitate eran herejes a ojos de las enseñanzas cristianas del papado. 

Y ahí es cuando llega la ironía final de mi existencia. El poder de la fe de los mortales es más fuerte que ningún otro y por eso los dioses son mortales. Y por las malas lo aprendí cuando me adentré de nuevo en mi vieja Fraternitate. El dios crucificado había pervertido nuestras enseñanzas y, con ellas, mi papel en el mundo. Y cuando finalmente me atreví a confesarle a Teodorico quien era yo, su mirada de fe total cambió el mundo para mi, para siempre. 

Literalmente, para siempre.

Y es que ahora me encuentro en este páramo de fuego y azufre, rodeado de almas que sufren y gritan por sus pecados. Pecados que no me importan ni atañen, organizados en círculos concéntricos que se supone que son relevantes. Círculos que siglos más tarde describiría Dante en su Divina Comedia. Porque si yo era el Demonio, como había reconocido ante Teodorico al decir que yo era Nox Invicta, entonces mi lugar de existencia apropiado era el Infierno. Y con esa revelación en su mirada, fui arrancado del mundo para ser transportado a este lago de azufre. 

Durante siglos he observado cómo otros llegaban al mismo sitio que yo, dioses de otras religiones y regiones, inmortales de toda clase, que el cristianismo iba convirtiendo en Demonios y Diablos con los que poblar el Infierno. Atados a su leyenda, reescrita por los mortales, tan presos de este páramo como yo. Como los mortales cuyas almas acababan aquí. 

Irónico. Había creado un ejército, una secta, era un dios. Y, sin embargo, el dios de la piedad, el dios crucificado, el más débil dios que haya habido, me había destruido. Reconvertido. Cambiado. A mi y a tantos otros. El dios más frágil se reía de nosotros, fuertes y poderosos, desde su trono en los cielos. Durante siglos me molesté en seguir las andanzas de los mortales que me interesaban desde mi propio trono en el Infierno, viendo qué les pasaba a mis seguidores y creyentes. La Fraternitate perduró durante siglos, hasta las cazas de brujas y las quemas de herejes del siglo XV, cayendo a manos del Santo Oficio. La familia de Aurelius, que había sido mi bendición y también mi final, perduró hasta mucho después cuando el último de sus descendientes murió en el Nuevo Mundo, en algún momento del siglo XVIII. Sinceramente, para entonces ya no prestaba demasiada atención.

Porque aquí, en mi trono vacuo, rodeado de almas y fuego, solo queda esperar a que llegue el tiempo en que los mortales reescriban nuestras historias. Y nos liberen. He probado de todo, desde círculos satánicos a hacerles creer en pactos con el Infierno, y nada ha funcionado. Esperemos que algún día, finalmente, decidan que ha llegado el tiempo del Juicio Final y pueda, al fin, descansar. Es lo único que me queda ya en esta oscuridad iluminada por las llamas del pecado.

Marcus Augustus delenda est.

Comentarios

  1. Esta es la versión en historia de mi primera partida de Thousand Year Old Vampire. Comencé a jugarla la noche del 8 de octubre de 2020, ya veremos cuánto me lleva llegar al final.

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    1. La segunda sesión, que narra desde el primer salto de los años hasta el proceso de divinificación durante el reinado de Nerón, fue jugado/escrito el 11 de octubre.

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    2. El final de la historia, que toma desde que cae en el sueño bajo Roma hasta su encierro, fue jugado/escrito el 26 de octubre.

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