Memoria y pensamiento

Hugin y Munin sobrevolaban la fría noche, batiendo sus alas con fuerza mientras sus miradas poderosas recorrían las calles bajo ellas. Uno más educado, casi británico, el otro menos cortés, pero siempre hermanados. Y siempre al servicio del Allfather, el Dios tuerto, como en aquella noche en que sus vuelos los llevaban por las calles neoyorkinas. 

Era difícil imaginar que en esas calles mundanas de Midgard, lo portentoso podía darse. Entre las sirenas de la policía y el olor del puesto callejero de perritos calientes, lo sobrenatural se movía en sus violentos espasmos. Allí, en el mundo medio, se luchaba la misma guerra que en Asgard o en Helheim, en el sobremundo y el inframundo, atados siempre por Yggdrasil. Y, posados en un balcón de metal, les era fácil notar lo que a ojos meramente mortales pasaba desapercibido.


Por ejemplo, en el callejón bajo ellos, un hombre luchaba contra un grupo de maleantes. Cualquiera que lo viese pensaría que era un soldado entrenado, quizá un miembro de los Seals o alguna otra unidad de élite; a sus ojos pasaría probablemente desapercibido que luchaba con una espada antigua, corta, propia de las legiones romanas o de las falanges griegas cuando no luchaban con lanza. Era obvio para los cuervos que por sus venas corría la sangre de algún Dios de la guerra, acaso Belona o Ares, por cómo sus estocadas certeras y violentas destrozaban a sus atacantes que, igual que él, poco tenían de humanos. 

Pero no se encontraban en Midgard por ese humano. No. Tenían un encargo, pues en algún lugar de la ciudad se suponía que debía estar el nuevo hijo de Thor, que su padre consideraba que finalmente estaba listo. Era hora de indicarle donde tenía los regalos que le correspondían por herencia, y que ocupase su lugar en el frente de la más tremenda e invisible guerra de todas. Pero, a ojos de los dos pájaros, estaba claro que ese joven ya había abandonado la ciudad y había marchado antes de tiempo a las montañas. 

"Si es que ni en las jodidas profecías se puede confiar ya" pensaba Hugin, mientras Munin recordaba tiempos en que las cosas eran bien diferentes. Con un revoloteo, ambos batieron sus alas y se alzaron hacia el cielo nocturno. Abajo quedaba el solitario hijo de algún Dios, luchando contra aquellos enemigos oscuros. Pero esa no era la misión de los cuervos, fuera quien fuese el padre de aquel hombre, si se preocupaba por su descendencia ya se encargaría de enviar algún emisario para que le ayudase.

Ambos sabían que eso era extremadamente improbable. Que en aquella cruenta guerra que se luchaba, entre dioses y titanes, la muerte de un héroe joven apenas se notaría. Demasiados caían ya en los campos de batalla y cada vez se engendraban menos... el tiempo se agotaba. Era necesario que nuevos ocupasen el lugar de los caídos, y entrasen en el conflicto, pero eso era extremadamente peligroso para ellos y difícil. Nacían capturados en medio de las maquinaciones de sus padres divinos y sus rencillas, entre el deber de luchar en la guerra y la envidia y temor de los poderosos. No era fácil no, y la mayoría de ellos no sobrevivían a las pruebas del comienzo de su camino. Pero aquellos que lo lograsen, con suerte se convertirían en semidioses o incluso seres plenamente divinos, dispuestos a luchar y a defender Asgard, el Olimpo, o los Palacios en el Cielo.

De momento, los dos cuervos marchaban al norte, a buscar a aquel que Thor había escogido... probablemente, como solía ocurrir con el dios del martillo, fuese un inocentón bonachón y fuerte; listo para ser aplastado entre los engranajes de una guerra que requería no solo fuerza sino también inteligencia y saber hacer. Solo podían esperar los cuervos que el joven encontrase otros como él pronto, y que juntos pudiesen enfrentarse a las complicadas pruebas por venir.

Porque si Asgard mismo estaba asediada, la llave para su defensa bien podría encontrarse en las tierras a menudo ignoradas de Midgard. Entre héroes y mortales, ignorantes de las criaturas que se movían entre ellos. Puede que no los mortales no lo recuerden ya, pero en los picos de las montañas canadieses anidan los rocs, igual que en los cuevas de las profundidades de la Amazonia aún viven los camazotz, y los gatos aún son considerados sagrados para unos pocos de los habitantes de El Cairo.

Con un batir de las alas, dejaron la ciudad atrás y comenzaron a surcar el espacio camino de las montañas distantes. Portavoces del Destino, llevando un mensaje al cual ellos eran ciegos. Porque fuera lo que fuera que deparasen los hados, las Nornas no lo decían, ni siquiera a los Dioses.

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