La Eternidad

Permanece sentado y escucha en silencio, que te voy a contar una historia. Mi historia. Es probable que no la creas, pero eso no es importante esta noche. Disfruta de la cena, que para eso está. 

Aunque no creas que llego a la treintena, en realidad mi nacimiento tuvo lugar en algún momento poco claro del siglo XI. Como comprenderás, en aquella época e hijo de mercaderes, no prestábamos demasiada atención a cosas como la fecha. Tampoco es que aquellas décadas fueran importantes, apenas recuerdo sombras y retazos: la cara de un primer amor adolescente, atender el negocio de mi padre con él como su aprendiz, conocerla una noche de borrachera... bueno, a ella si la recuerdo bien, eternamente grabada en mi mente: Lucrezia di Brigamo, la mayor belleza que había visto y la mujer que me hizo nacer de verdad poco antes de la Primera Cruzada, en el Año de Nuestro Señor de 1097.

No me mires extrañado, son viejos hábitos que a uno se le quedan. Ah, que no era por cómo dije la fecha... claro, claro. Escucha, aún has de aprender mucho esta noche.

Como iba diciendo, ella me dio el nacimiento de verdad, a la Sangre, como bisnieto del poderoso Narsés, Príncipe de Venecia, nombrador de dogos, Gran Obispo de la Herejía Cainita, Sacerdote Ceniciento de la extinta via caelli, Defensor de la Fé y tantos otros títulos acaparados durante siglos de poder y control. De Lucrezia y de mi antepasado aprendí a susurrar en los oídos de comerciantes y banqueros, a sobornar nobles y corromper sacerdotes. A tejer, con hilo fino y suave, redes de relaciones que extendían mi poder bajo los confines de la luna y del sol. Y a ellos vi trazar la caída de Constantinopla y la destrucción del Sueño en el Año de Nuestro Señor de 1204. Cómo destruir al más grande de los Matusalenes y la más bella de las ciudades, para alzar en el poder al Chiquillo de Narsés: Alfonso de Venecia, desde entonces Príncipe de Constantinopla.

Sin embargo, Alfonso era más orgulloso y ambicioso que hábil, más prepotente y pedante que poderoso. Y esto rápidamente le hizo ganarse la suspicacia de su Sire, que en el Año de Nuestro Señor de 1245 me mandó a Constantinopla para que informase de lo que el Príncipe tramaba contra Narsés. Mi lealtad era innegable, era el informante perfecto, y llegué a una ciudad que había despertado del Sueño a la Pesadilla, que décadas después de la invasión cristiana aún mostraba las señales de la guerra, las ruinas y el declive que ellas implicaban. Donde la superstición ortodoxa se oponía a la Veradera Fé católica. Sus poderosas murallas, ya violadas, se veían cada noche más amenazadas por el crecimiento de poder de sus enemigos, por las conspiraciones bizantinas en el palacio del Emperador y los tejemanejes de Alfonso contra su Sire.

Probablemente nunca se sabrá si fueron los manejos de Alfonso o el ascenso en poder de la rama veneciana de los Capadocio los que supusieron la condena de Narsés. Acaso, en su anciandad, simplemente había perdido la habilidad en el manejo despiadado del poder del mismo modo que la Historia lentamente olvidaba a la Herejía Cainita menos en unos pocos fieles que aún quedamos. Pero el desgaste en las conspiraciones contra Venecia indudablemente implicaron que esta no acudiese a la ayuda de Constantinopla cuando la Roma de Oriente más lo necesitó, siglos más tarde. 

No me mires así, apenas ha comenzado. Entiendo el horror de tus ojos, pero aún no has oído nada. Come, disfruta y escucha, deja de removerte que, por mucho que luches, no vas a conseguir levantarte de esa silla ni abrir la boca.

Como decía, Alfonso fue quien me nombró Primogénito del Clan en la ciudad en el Año de Nuestro Señor de 1368, marcando con ello mi creciente poder. Fue como representante del Clan que acudí al Castillo de Sombras a rendir pleitesía a Gratiano cuando este usurpó el trono de su padre medio siglo más tarde. Ante su bandera y enseña poderosa postré todo el poder de una Constantinopla que se acercaba a toda velocidad a su ocaso anunciado, mientras las fuerzas otomanas crecían en las fronteras y robaban tierras que antaño habían pertenecido al Imperio.

Pero la destrucción de Lucian no fue la única señal de que el XV fue un siglo aciago, lleno de portentos inesperados. A él le sucedieron la destrucción de Capadocio a manos de Giovanni y la de Tzimisce con la espada de su propia progenie. Todos ellos sumergidos en las mareas en alza de la Revolución Anarquista y las hogueras del Santo Oficio. Por suerte, la mano de este no se extendía a Constantinopla, pero esta tenía mayores problemas que los monjes fanáticos. Noche tras noche, el poder de los Assamita crecía, hasta que su fuerza fue imparable y consiguieron lo imposible: la destrucción final de la ciudad y su conquista, en el Año de Nuestro Señor de 1453. Los historiadores hoy en día marcan el final de la Edad Media con ese hecho, para los que lo vivimos es un año marcado a sangre y fuego en la memoria. Por mucho que tejimos y destejimos, ninguna ayuda llegó a la ciudad más grande de la cristiandad y su hora de necesidad se convirtió en la de su defunción.

Sin embargo, pragmáticos como eran los otomanos, los Banu Haquim fueron magnánimos con aquellos de nosotros que sobrevivimos a la toma; así, aceptaron que mantuviésemos cargos y posiciones siempre y cuando aceptásemos su poder absoluto en la ciudad, cuyo nombre pasaría a la posteridad como Estambul. Del Sueño nada quedaba y el futuro se alejaba de nuestras manos en una ciudad donde los míos teníamos las manos atadas con irrompibles lazos de seda. Pese a ello,  he de reconocer que no les guardo excesivo rencor: la guerra y el poder siempre implican ganadores y perdedores. Son los cristianos traidores los que merecen mi odio, por abandonarnos cuando los necesitamos.

El paso de las décadas no cambió el hecho de que éramos prisioneros en una jaula de oro. Así que aproveché la posibilidad de ir en representación de los míos a la Convención de Thorns para escapar de mi prisión. Mientras se decidía la creación de la Camarilla y la consecuente aparición del Sabbat, yo sólo pensaba en un lugar a donde huir. Y ningún lugar mejor que la joya de la corona Lasombra: Castilla. Me esforcé en tejer lazos y alianzas durante la Convención, que me aseguraron una posición poderosa en la Corte de Toledo cuando me mudé a ella poco después. 

Y allí se repetía la misma historia: Sire contra Chiquillo, como los ángeles decretaron que sería durante toda la eternidad. Monçada tejiendo los hilos de la joven Isabel mientras su Sire Silvestre de Ruiz tiraba de los hilos del Rey Alfonso VI. Con el reino dividido en una guerra civil sangrienta entre los partidarios de la primera y los de la beltraneja, yo aproveché para hacer fortuna. Siglos de práctica en las conspiraciones bizantinas me habían más que preparado para jugar a Sire contra Chiquillo y aprovecharme de la enemistad de la que Monçada saldría vencedor cuando Isabel I accedió al trono.

Ya se que aquí no os enseñan historia europea, pero el ocaso del Imperio Bizantino marcó el ascenso del Imperio Otomano y del Español. Sobre las picas de sus Tercios, el oro de las Américas y el despiadado control de sus Antiguos, la Corona de Castilla y Aragón forjaría el primer gran imperio que no vería nunca ponerse el sol en sus tierras. Y con la fuerza de sus tercios viejos fue como yo conseguí ser Príncipe de Nápoles, cuando esta finalmente pasó a manos españolas tras domar a los Estados Papales y a Francia. Fue una etapa agradable, todo lo feliz que pueden ser las décadas temiendo las traiciones de mis propios Chiquillos, las injurias francesas y los mercenarios venecianos y papales. Décadas de mujeres bellas, riquezas y poder, de actuar como embajador en Flandes al servicio de un Monçada que, aunque en público se llamase a si mismo Obispo, en privado se autodenominaba Emperador. 

Si te sigues agitando así vas a acabar haciéndote daño y no vas a conseguir nada. Así que abre bien los oídos y deja de mirarme como si estuviese loco... sólo los Malkavian lo están. 

Como iba diciendo, como muchos otros, yo nunca me uní formalmente al Sabbat y siempre preferí la antigua jerarquía. Sin embargo, mi asociación con Monçada inevitablemente forjó mi pertenencia a la secta y mi eterna enemistad con la Camarilla. Sólo una guerra más para quien dirigía combates desde el Mediterráneo a la conquista de las Américas, de Flandes al lejano Oriente. Oh si, éramos lo suficientemente viejos para ser poderosos, lo suficientemente jóvenes como para ser despiadados y ambiciosos, y lo suficientemente listos como para ser todo eso con éxito. 

Pero la Historia es más voluble que la voluntad de los mortales y como a todo Imperio, el español tenía su muerte anunciada sobre los cadáveres de los viejos tercios, los abusos de poder de una nobleza y un clero que no daban palo al agua y la enemistad de todo un globo lleno de quienes perferían que muriésemos a que viviésemos. Odio, envidia y rencor me arrebataron Nápoles en el Año de Nuestro Señor de 1713, cuando el Tratado de Utrech puso el Reino en manos de los germanos y, con ellos, de Hardestadt y la Camarilla. Hardestadt el Joven, por supuesto, que siglos antes ya había devorado a su Sire el Viejo; como te dije, la historia siempre se repite.

La pérdida del Imperio y de Nápoles y la caída de Europa en manos de la Camarilla me animaron a cruzar el Océano. En pleno Siglo de las Luces, como hoy día se conoce al XVIII, viaje por El Perú, Méjico y finalmente llegué a América del Norte. Oficialmente era un Templario del Sabbat por aquel entonces, pero realmente nunca me interesó demasiado la jerarquía de una secta más joven que yo ni sus ideales absurdos. ¿Que los Antediluvianos nos oprimían? ¡Desde luego, era su Derecho como Señores Feudales! Pero el XVIII traía consigo aires de cambio de nuevo en formas nuevas de hablar: derechos de la ciudadanía, legitimidad, democracia, representación... Entre corsarios y poetas, cañones y caballería, el destino se decidía con sangre, como siempre ha sido.

Fue en 1735 que me reencontré con mi Sire Lucrezia en la pequeña y poco importante ciudad de Nueva York. Si, yo la conocí cuando solo era una pocilga en el exterior del mundo, muy alejada de las torres de cristal y acero que se ven por las ventanas, sólo el rincón olvidado de una Inglaterra cuyo poder era inigualable en el mar. Y, con Inglaterra, Mithras y, a través de él, su nieto Hardestadt, cabeza de la Camarilla al menos de nombre mientras Cainitas más antiguos y poderosos que él la manejaban en la sombra. 

Pero me estoy adelantando, decía que me encontré con mi Sire. A Lucrezia, como normalmente ocurre con los míos, el Tiempo la había tratado bien, haciéndola más poderosa y sabia. Había permanecido en Venecia desde que me abrazó y hacía siglos que no nos hablábamos, después de estar enemistados por el control de los reinos que hoy forman Italia, que yo entregaba a Monçada mientras ella ponía al servicio de los Giovanni primero y después de la Camarilla. Y allí estaba, en Nueva York, como una de las más célebres Antitribu, ayudando a establecer la presencia de su secta en la ciudad, entre los vampiros nuevos y emigrados, muchos de los cuales eran Sabbat. 

El enfrentamiento era inevitable, ya dije que la Historia se repite, así que no te sorprendas. Ella representaba el poder de los Ventrue, de Inglaterra, de la Camarilla: aquello que no había acudido a salvar Constantinopla y que había provocado la caída de Napoles. Así que era natural que, con el paso de los años, nuestra enemistad se enconase. No diré que yo inicié el Motín del Té porque sería mentir, yo seguía en Nueva York en vez de estar en Boston, pero sin duda mi mano no se encuentra lejos del comienzo de la Guerra de Independencia. Hoy dicen que es una lucha por la libertad y la democracia, por conseguir representación en el parlamento británico y poner el poder en manos del pueblo. Se que eso es lo que te han enseñado, a valorar a tus Padres Fundadores y sus legados: Washington, Madison, Lincoln...

Si, veo el asco en tu mirada mientras pronuncio los nombres de tus ídolos. Pero yo estaba allí, yo los conocí y los traté: hombres de carne y hueso con debilidades fáciles de explotar para quienes llevamos siglos haciéndolo. Marionetas en guerras más antiguas y odios más encarnizados, en una Yihad eterna que marca el paso de las eras. Atrapados en el enfrentamiento entre Lucrezia y yo. Como comprenderás, al ser nosotros los que estamos sentados en esta mesa de cena, ella no salió triunfadora. Pero no me adelantaré, paso a paso. Y no, gracias, cenaré más tarde, ¿has probado el capón? Es un plato que ya no se prepara así, pero me recuerda a siglos mejores.

Lucrezia huyó a Londres mientras se firmaba la Declaración de Independencia en el Año de Nuestro Señor de 1776. Pero, pese a su derrota, la Camarilla había sabido cambiar de bando a tiempo y su control de los nuevos Estados Unidos de América crecía. Yo aproveché mi nueva fama como revolucionario para llevar la guerra contra la Camarilla hasta su casa: París. El ambiente era convulso y aproveché el regreso de Tocqueville para adentrarme en las oscuridades de la que una vez se llamó la Gran Corte, sede del poder de una desaparecida Monarca Salianna, heredado por su poderoso hijo François Villon. 

Era un inigualable nido de serpientes, de traidores, espías y cortesanos, de ambiciosos, aventureros y arribistas, prostitutas, músicos y filósofos. Era una ciudad de luces en el Siglo de las Luces, pero también una de sombras que se encaminaba a su mayor oscuridad. Mi posición como revolucionario me acercó a los círculos de los Brujah anarquistas y me uní a ellos un tiempo, susurrando en los oídos de la nobleza y el pueblo contra los abusos del Rey Sol. No fui yo quien ideé el lema de "Libertad, igualdad y fraternidad" que pasó a la posteridad, pero digamos que se inventó durante una cena en mi casa. El resto es Historia: la Revolución Francesa del Año de Nuestro Señor de 1789 y el comienzo del Terror que le siguió. 

La Camarilla estaba herida, pero la caída de los Toreador de Francia no consiguió menguar el poder de los Ventrue de Inglaterra. Así que huir fue la única opción cuando mi posición fue delatada, como la de tantos revolucionarios, durante los años que precedieron a la decapitación de Robespierre. Yo no estaba ni cerca de los galos cuando Napoléon llegó al poder y creó el poderoso pero efímero imperio con el que pasaría a la posteridad, apenas un parpadeo ante mis ojos inmortales. Muchos han visto mi mano en su caída pero, lamentablemente, he de reconocer que no formé parte de ella.

Al contrario, yo seguí la pista de Lucrezia de vuelta a Nueva York, una ciudad muy cambiada para cómo la recordaba: una urbe de creciente poder y presencia, próspera y poblada, que recibía oleadas de inmigrantes como animales acuden al matadero. Calebros era Príncipe, un débil novena que creía que podía con los hilos de los maestros como yo. Pero a mi ya no me interesaban las ciudades, las semillas de la revolución me habían enseñado que no valía manipular nada por debajo de los Estados y los Imperios. Las ciudades, por poderosas que fueran, apenas eran engranajes menores en un tapiz mucho más vasto y amplio. ¿No entiendes la palabra tapiz? Ya no os enseñan nada en estos tiempos y deja de removerte, que si te agitas luego es menos placentero.

Así que, de nuevo con los Brujah, el Sabbat comenzó a planear el final de la hegemonía de la Camarilla y, en el Año de Nuestro Señor de 1861, iniciamos la Guerra de Secesión cuando los Estados del Sur siguieron nuestras sugerencias y se separaron del Norte. Lamentablemente, elegimos mal y, en el choque de voluntades, Lucrezia salió vencedora en esta ocasión y el norte conquistó al sur. Ni siquiera mi pequeña venganza, cuando me encargué de la muerte de Lincoln en el teatro, consiguió sacar el mal sabor de mi boca ante la derrota.

Pero la estrella de Estados Unidos estaba en alza a medida que se acercaba el final del siglo y, con él, se aproximaba el ocaso del Imperio Británico. Por supuesto, yo dormía por aquel entonces ya largas siestas de décadas y fue durante una de estas que tuvo lugar la Primera Guerra Mundial. Desde mi refugio, yo salí a un mundo que ya observaba el declive de Europa y el ascenso americano como una realidad innegable, y donde cada vez más antiguos abandonaban el viejo continente para venirse al nuevo mundo. Siempre me sorprendió que los asesinos del Príncipe Ferdinando en Serbia se llamasen a si mismos la Mano Negra... pero claro, como mortal que eres no entiendes las implicaciones de ese irónico giro de la Historia.

La Segunda Guerra Mundial si que la viví, con los carteles de reclutamiento y la producción masiva de tropas y equipamiento para una guerra en dos frentes: primero el Pacífico y luego Europa. Pearl Harbor no me sorprendió ni impactó, mi segundo nacimiento había sido durante la Primera Cruzada y había visto sangrías mucho mayores que la del puerto atacado por los japoneses, pero las implicaciones estaban claras a mis ojos. Llevaba siglos jugando a ese juego y parecía que, por primera vez, los kuei jin querían participar. Lástima que la Camarilla los aplastase y ganase la guerra de Oriente, hubieran sido graciosos compañeros de juego. Aunque esta guerra me dejó un amargo regalo: la destrucción de Mithras en Londres durante los bombardeos y, con él, del gran Ventrue que había llevado a la pérdida de Nápoles.

Pero al dominio americano sólo se oponía el soviético, enrocado en una estructura centralizada y autoritaria que tan fácil me era entender. No en vano, los mortales sólo habían replicado lo que los inmortales llevábamos haciendo toda la eternidad. ¿Te sorprendes? No se de qué, vuestra Historia apenas es un reflejo de la nuestra, de nuestras voluntades y deseos. Vosotros sólo sois pequeños despojos, notas a pie de página en una narración que a vosotros os es ocultada por la Mascarada.

Pero hablaba de la Guerra Fría. No es sorprendente que tanto Lucrezia como yo tuviésemos ambos importantes posiciones de poder. Ella era miembro de la poderosa sexta generación y yo de la séptima, en un mundo gobernado por débiles novenas o décimas. Pero nuestras ambiciones estaban muy por encima de simples ciudades o principados, así que dejamos a los inútiles jugar con esos cargos cuya importancia era cosa del pasado. Ella quería crear una maquinaria todopoderosa con capacidad de acción por todo el país, mucho más allá de las ciudades, los Justicar y demás... y lo hizo, pues su mano guió la creación de la Agencia Central de Inteligencia y fue nombrada Guardiana de la Mascarada. Por supuesto, durante décadas eso implicó que ella estuvo más pendiente de lo que ocurría del otro lado del Muro de Berlín que de lo que yo hacía; esa debilidad fue su caída.

Corría el año de Nuestro Señor de 1972 cuando Nixon vio airearse el escándalo del Watergate que, finalmente, supondría su final. Aunque hoy en día se lo conoce como un caso de corrupción política al más alto nivel, lo cierto es que los documentos filtrados incluían muchas más cosas, verdades que los mortales no debían saber. O eso opinaba la Camarilla. Lucrezia, con su atención dividida entre la URSS y la Mascarada, no vió venir mi golpe. Veo en tu mirada que querrías saber si tuve algo que ver con el Watergate... dejémoslo en que siempre me he llevado bien con los medios de propaganda y publicidad, desde mucho antes de que Maquiavelo hablase de su importancia para conseguir el temor de los súbditos.

Como decía, a Lucrezia le llegó su final bajo mi mano. La Historia se repite de nuevo, como ves, y su sangre es el más sublime de los regalos que jamás he probado. Fue mi tercer nacimiento, ahora como miembro de la sexta generación. Obispos y Arzobispos se apartaban de mi paso por mucho que, oficialmente, yo sólo fuese un Templario y más de una vez y de dos se rumoreó que yo era miembro del supuestamente inexistente gobierno del Sabbat en la sombra. He de reconocer que no lo he sido, seamos sinceros, pero el poder y el temor que inspira mi nombre me permite ciertas licencias.

Y así es como llegamos a la actualidad. La CIA que creó mi Sire ha crecido en poder, igual que lo ha hecho la Camarilla. Siguen dominando el mundo en la sombra, ocultos a vuestros ojos, mientras nosotros conspiramos para destruirlos. Algunos lo hacen por ideales, por luchar contra la opresión y vengarse de los poderosos. Esos son estúpidos, fáciles de manejar y manipular. La Historia me ha enseñado algo con los siglos: sólo el odio es importante, tener un enemigo, alguien que te obligue a moverte y a mantenerte en forma, atento al mundo que te rodea. Sino, lentamente, los jóvenes acaban buscando tu destrucción. Por eso hace siglos que no Abrazo a nadie y sigo portando conmigo esa espada que ves en la pared, legada a mi por un Príncipe de una ciudad que ya no existe, cuando yo fui nombrado Primogénito por primera vez.

Veo el miedo en tus ojos ahora que se acerca el final del relato. Sabes muchas cosas por las que seres de siglos de existencia matarían o pagarían, secretos ocultos a quienes se creen poderosos y apenas son legajos, verdades escondidas a los ojos de mortales e inmortales, redes de relaciones y favores. Como comprenderás, todo ese conocimiento tiene un precio. Veo que has terminado tu cena, supongo que ahora me toca cenar a mi.

¿Por qué te lo he contado, te preguntas? Bueno, es sencillo: hace siglos que el reflejo se me escapa, las cámaras me ignoran y mi propia existencia es una sombra al mundo. Sólo así, recordando, puedo mirarme cara a cara y recordar quien soy y por qué hago lo que hago. Sólo rememorando la caída de Constantinopla recupero la desazón, la pérdida de Nápoles me trae de nuevo el odio, la Guerra de Independencia me recuerda la ambición. Y ahora, todas ellas residen en ti y eres tú el que me las vas a devolver.

Así que, por favor, acércate y ladea la cabeza. Te aseguro que disfrutarás cada último segundo.

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