Paraiso Perdido: Una oportunidad para redimirse
Las cenizas se entremezclaban con la suciedad del callejón, una lata de Coca-cola retorcida y envejecida, huesos que se descomponían aceleradamente, ropas manchadas de sangre y un conjunto de medallones más horteras que impresionantes. En ese mismo lugar, instantes antes había un vampiro, no uno demasiado poderoso, pero sin duda uno que se creía invencible, el rey del mambo. Margaret bajó el brazo que sostenía la pistola, cuyo cañón aún humeaba por el portento que había hecho instantes antes, su calor contrastando con el fresco de la noche neoyorkina. Las dos muchachas, más jóvenes que bonitas, en esa complicada edad en que eran libres de moverse con libertad pero no tenían la cabeza suficiente como para evitar meterse en problemas en la ciudad, permanecían bajo el embrujo del nomuerto, idas y desconectadas de sus propios cuerpos. La Caída no sabía si volverían en si o no, ni tenía modo alguno de romper el encantamiento al que las habían sometido. Tampoco importaba demasiado, como ellas había millones.
El arma fue guardada en su funda bajo el abrigo, todavía cálida tras lo ocurrido. Sin duda no tenía la capacidad de destrucción que había tenido su espada a dos manos de tiempos de la Guerra, pero era innegablemente más transportable y discreta, y eso era importante en estos tiempos. Los encantamientos que tenía habían sido puestos en ella por Elías, unas semanas atrás, a cambio de un favor que a Margaret le había costado devolver, pero no podía hacer su misión sin un arma en condiciones. Aún así, en noches en que no la usaba, se sentía sucia por lo que había tenido que hacer, pero se sentía justificada en ocasiones como esta en que cumplía con su función.
Armas, la prueba del error que todos habían cometido en su deseo de proteger y cuidar a los primeros humanos. Lo único que habían inventado estos era la atrocidad, la quijada contra la cabeza que marcaría la destrucción de tanto y tantos. La ira y el odio sin límites, patrimonio y reino de los mortales, que había infectado a los elohim como una insidiosa y perniciosa idea convertida en enfermedad. Y ahora que los demonios habían pasado una eternidad en el Infierno, habían demostrado su brutalidad con el mal que se hacían continuamente unos a otros, pues la única cosa que dominaba la estirpe de Caín era el asesinato. Había sido un error darles la iluminación contraviniendo la voluntad divina, el Plan sin duda hubiera llegado a mejores resultados, pero ellos se habían creído que sabían mejor que Dios lo que era necesario y ahora todo lo que quedaba eran callejones y monstruos.
Las sirenas de la policía se aproximaban con rapidez mientras Margaret abandonaba el callejón. Probablemente nadie notaría la desaparición de un vampiro como aquel, sumidos como estaban los suyos en una guerra en las sombras entre los nomuertos judíos y los demás. Una serie de combates que se endurecerían con el tiempo a medida que la tensión y las presiones crecían, desde el enfrentamiento en los túneles de metro de unos días atrás a lo que estuviera por venir. Cubrirían la ciudad de sangre, con su asqueroso olor metálico, compitiendo con las heces y orines de los desechos de los humanos. Más y más muerte, el legado y regalo de la maldita rebelión.
Se habían equivocado y ahora, tras el encierro, la demostración estaba alrededor de todos ellos. En los fallidos y deficientes humanos, en los escasos monstruos que se movían entre ellos, en los altos rascacielos que buscaban alejarse de la suciedad de su propia existencia. Y con la Hueste completamente desaparecida, hacer su trabajo quizás le sirviese de camino de vuelta a Su Gracia. El débil cuerpo mortal que usaba como ancla creía en los valores de la falsa religión cristiana, pero entre sus lecciones Margaret encontraba cierto solaz en la idea de que luchar contra el mal era un camino a la redención. La absolución, el perdón, eran alcanzables con un disparo adecuado. Poder abandonar este horror, este tumultuoso mundo retorcido donde todo resto de su Luz estaba perdido, mutado, transformado en una mueca sarcástica, en un insulto, un engaño.
Las luces de la calle iluminaban su discurrir, entre los restos abandonados de una hamburguesa a medio comer por la que competían dos voraces ratas. Sus pasos se detuvieron cuando en su bolsillo sonó su teléfono móvil. Un mensaje de uno de sus sirvientes mortales, un agente del Primer Precinto de la ciudad. Toby le escribía "tienes que ver esto" y le mandaba un vídeo. No era un video largo, el audio eran ruidos terribles y comentarios sorprendidos. Un terremoto, y Lucifer volando sobre la ciudad de Los Ángeles. Era innegable que esa era su forma, ahí estaba el gran enemigo de Dios, el culpable de la Caída de todos, al guiar con su falso ejemplo.
Devolvió el teléfono a su bolsillo mientras el coche patrulla pasaba a toda velocidad camino del callejón que había dejado atrás. Sus ocupantes ni siquiera se fijaron en la mujer blanca y bien vestida que se alejaba, no era sospechosa de ser una criminal, y lo cierto es que Margaret tampoco se fijó en ellos más que para constatar que sin duda pronto habría reportado otro código 13-14. Uno más en una ciudad cruel, nuevas víctimas de los pecados de demonios y humanos, un número infinito de pecados cotidianos y terribles.
Pero ahora se abría un nuevo camino. Si era capaz de destruir al traidor, entonces podría presentarse ante la Hueste cuando llegase el Final con la cabeza bien alta. Si Dios la perdonaba o la destruía, ambas opciones le parecían correctas, pues habría hecho su trabajo y su deber para intentar deshacer los pecados del pasado. Si Lucifer había huido de su apresamiento y derrota, no sería capaz de escapar de la venganza de la espada de Margaret. Si otrora había sido su escudo, su guardiana y protectora, ahora sería su ejecutora y verdugo. Pero la pistola de Elías no sería suficiente, necesitaba un arma más poderosa si quería enfrentarse al Primero. Sin la espada flamígera de Miguel o la guadaña final de Uriel, tendría que encontrar algún otro alijo o depósito de las armas de la Guerra de las Atrocidades.
Alzó una mano para detener un taxi que pasaba cerca, sus ruedas deteniéndose sobre charcos oleosos de aceite o gasolina vertida por el descuido de los mortales. Rastrear los antiguos arsenales que hubieran sobrevivido, ocultos, al Encierro sería sin duda complicado, pero había tiempo y tenía contactos. Ahora había un objetivo, un motivo para vivir, una función que cumplir de nuevo, un propósito. Una segunda oportunidad, para poder enderezar sus errores del pasado. El tiempo no importaba, al fin y al cabo, ella existía antes de que el tiempo mismo fuera inventado...
Nada detendría su espada final, pues esa era la senda de la verdadera fe, reencontrada entre los desperdicios y deshechos del mundo.
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