En alas de ángeles: Décima parte (EF=43+)
La oposición del sacerdote fue vehemente, pero fútil. Nada sabía de fuerza y violencia, aquel planeta nunca había sido tocado por el conflicto al fin y al cabo. No se le hizo daño, pero si se lo apartó con firmeza del camino, mientras los dispositivos explosivos se colocaban en la base de la torre antigua. Cargas originalmente pensadas para minería tendrían ahora una misión completamente inesperada pero aún más importante: no una cuestión de recursos, sino de supervivencia.
La cámara se alza lentamente, alejándose de Eden en dirección a las dos grandes naves en órbita planetaria. En su puente de mando, la capitana Maeve Dugall Hawkwood lleva muchos días esperando noticias de su expedición planetaria, pero el silencio de radio ha caído como la losa de una tumba y no llegan ni informes ni voces o grabaciones de los exploradores. Y entonces los Oculatores ven en sus sistemas la explosión en cadena en la superficie, de enormes proporciones y corren con prisas a informar a la capitana.
Sensores y el telescopio de la bóveda de observación son dirigidos a ese punto, donde una columna de humo gris oscuro se alza alrededor de una de las enormes agujas que salen del interior del planeta. Esta se sacude con fuerza, de un lado a otro, se ilumina en algunos puntos y después nada. El polvo se asienta, la estructura permanece, y poco es visible en la zona de las detonaciones: las claras marcas de quemado en centenares de metros a la redonda, los restos tecnológicos de la lanzadera que habían detectando volando, y algunas otras pequeñas cosas. Nada más. Ni qué lo había causado, ni la gente que había a bordo de esa lanzadera.
Nada.
No es hasta horas después que los Oculatores informan de que la delegación de aterrizaje de la Angel Wings abandonaba su campamento temporal en el planeta y regresaban al espacio. Habían perdido contacto con la gente que habían enviado a la estructura, pero sabían que habían sido ellos los que habían creado la detonación. De la expedición imperial no sabían nada. Habían desaparecido unos días antes del poblado de lugareños, eso era todo.
Las órdenes de la capitana no se hicieron esperar. La Brave New World comenzó sus maniobras, los poderosos motores iniciando la aceleración que la alejaría de la órbita de aquel mundo maldito y sus secretos prohibidos. Las promesas de un edén que habían hecho los Decans eran falsas, aquel lugar había matado a su tripulación y el Imperio haría bien en mantenerse alejado.
También la GER Angel Wings comenzó sus propias maniobras. Comunicaciones entre ambas naves le indicaron a la capitana que la nave tenía planeado acercarse a otro de los mundos del sistema, alejado de ese infernal falso paraíso, y asentarse. Habría que terraformar, y sería duro y complicado sobrevivir. Quizás pudiesen construir una lenta pero útil ruta comercial con la otra estrella de Gwynneth, quizás podría haber un futuro conjunto. O tal vez no.
Mientras la nave imperial terminaba su última órbita en torno al mundo prohibido y comenzaba de nuevo la aceleración que la llevaría más allá de la esfera planetaria y al profundo vacío entre las estrellas, la capitana Dugall no podía dejar de pensar que acaso los meros mortales nunca deberían haber ido hasta la estrella azul. Lejos de la protección de una puerta santificada de salto, en el espacio oscuro donde moran demonios. Nada bueno podía salir de un lugar así. Sus sueños, sus ambiciones, sus esperanzas de exploradora habían desaparecido ante el encuentro con la realidad.
En los antiguos mapas de navegación de la Casa Hawkwood que había estudiado antes de iniciar la navegación, los autores dibujaban dragones y otros monstruos en las zonas entre las estrellas. Una advertencia de los peligros para aquellos que osaban desafiar esos espacios desconocidos. Nunca había comprendido por qué lo habían hecho, hasta ahora.
Había lugares, maravillosos y terribles, entre los astros, donde los meros mortales no deberían pasear. Lugares donde demonios y gigantes caminaban y los humanos solo podían morir. Prohibidos, indebidos, misteriosos, imposibles. Y la existencia de lugares así la aterraban ahora de un modo profundo, innegable, como nada la había asustado en sus tres décadas de vida. Solo la distante llama rosada de su propio sol, de su hogar, le daba algo de esperanza de dejar atrás la pesadilla de lo desconocido, y de lo incognoscible.
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