Paraiso Perdido: Una oportunidad para juzgar
Su despacho/hogar estaba en ruinas, como todo en su vida. Las señales del combate de unas semanas atrás permanecían en paredes y muebles, como las cicatrices de un boxeador que tiene más ganas que talento. A ella, sin embargo, no le importaba demasiado, sino lo habría arreglado. Le dio un largo trago a la botella de whiskey, más vacía que llena, mientras observaba sus diagramas en las paredes. Había mucho trabajo por hacer, y como un sabueso que huele un hueso, no lo dejaría ir hasta haber hecho todo lo que tenía por delante. Antes hubiera sido distinto, antes en su cinismo lo habría desestimado todo como imposible pero, desde la llegada de su compañera, Angela había ganado una determinación que antes no había tenido nunca. Juntas eran capaces de hacer lo que la detective antes no habría ni soñado que era alcanzable.
Las quemaduras de la pared donde había estallado la granada le recordaban que los asesinos de niños aún estaban sueltos. Cobardes mortales que justificaban sus atrocidades bajo la pretensión de una falsa virtud, podrida para cualquiera que mirase bajo su superficie como la manzana llena de gusanos. Con su falsa fe, habían intentado acabar con ellas y habían fracasado, pagando su intento con cenizas y brazos. Pero su sentencia había sido la muerte y si no se hubiera interpuesto Jennifer, habrían servido sus condenas como correspondía. Lo dijeron las balanzas, y una vez emitido el juicio no había más que ejecutar la pena, en este caso la definitiva. Pero los mortales se habían escondido tras su fracaso, huyendo como ratas de un barco que se hunde, y no eran ya asuntos urgentes. Muerta la cabeza de la serpiente, el Arzobispo, y mutilado su líder, llorarían en sus cubiles mientras lamían sus heridas, probablemente maldiciendo en vano su debilidad y culpándola a ella de sus infortunios. El guardián del pedófilo pagaría, de eso no había duda, pero podía esperar. Los espectros de sus víctimas ya estaban descansando gracias a la ayuda de Darrell, sus pequeñas almas no habían tenido las vidas que merecían pero al menos la justicia había empezado a hacerse para evitar que sus finales fueran compartidos con nuevas víctimas. Era todo lo que ella podía hacer por ellos.
Su mirada, centrada en las fotos conectadas por líneas y palabras, danzaron sobre los jeroglíficos de sus pistas. El asesino en serie seguía suelto en la ciudad, cazando durante las noches de los sábados como una sombra letal que no dejaba pruebas incriminatorias ni pistas, como si nunca hubiese estado allí. Muchos no creían que se tratase de la misma entidad, pues el modus operandi cambiaba cada vez, pero algo le decía a la detective que sí eran obra de la misma mano. Un instinto en su interior, algo que su compañera desdeñaba como prueba demasiado endeble de culpabilidad, pero que para Angela era suficiente para seguir buscando en esa línea. La sentencia que esperaba a ese homicida era tan obvia como que al día le sigue la noche: si podía encontrar pistas sería entregado a la policía listo para una vida en prisión, si no era posible encontraría en la mano de la Segadora el final de su vida. Pero el culpable que merecía esa sentencia aún le eludía, no parecía haber elementos en común entre las víctimas, ni motivos ni patrones, nada que pudiese esclarecer quien era el autor detrás de esos actos de crueldad. La investigadora sospechaba que era un judío, cazando a sus víctimas con paciencia aprovechando su día libre, pero la comunidad hebrea en la ciudad era enorme y bastante hermética, lo cual dificultaba su investigación. Un hombre probablemente, de cierta altura, con alguna clase de poder sobrenatural que le permitía hacer lo que hacía: hielo, fuego, vísceras, danzando bajo su mano por algún motivo de momento desconocido. Eso por no hablar de los cadáveres recientemente encontrados en Staten Island, que quizás hablaban de otro asesino en serie suelto en las calles de la ciudad, uno más metódico y que había pasado desapercibido durante más tiempo...
Otro trago a la botella mientras una llamada de la policía resonaba desde la cocina. Sin duda era ilegal escuchar la radio de la NYPD pero era la única forma de conseguir acceso a cierta información a tiempo. Al principio su compañera se había ofendido ante hacer algo prohibido como eso, pero la había convencido con cierta facilidad: para hacer justicia a menudo había que romper la ley, esa era la máxima de este mundo corrupto y sucio. Era el absurdo de la vida humana, de los sistemas creados por los poderosos para controlar y manipular, al mismo tiempo que se protegían a si mismos. El mundo siempre había estado podrido, al fin y al cabo, y el demonio de su interior tenía que aprender que no era tierra de blancos y negros sino de amplios grados de grises... a menudo tirando a oscuros en la paleta. La voz de la radio llamaba por refuerzos, un nuevo tiroteo en el Spanish Harlem, donde la desaparición de Dwayne había dejado el territorio de sus Gangsta 10 a libre disposición de los Red South y los latinos no iban a dejar pasar la oportunidad. Ni partidos de baloncesto ni mierdas, a la hora de la verdad hablaban pistolas y bates de baseball, como siempre habían hecho, pero eran poca cosa para importar a Angela: peces pequeños en un estanque lleno de tiburones y ballenas asesinas, así que devolvió su atención a sus gráficos.
Ajusticiar a Don Corleone había sido fácil. Ninguno de sus guardias, perros y matones podía evitar que ella llegase hasta él y le enviase a donde los monstruos como él iban después de la muerte: no era el Infierno, desgraciadamente, pero esperaba que estuviese a la altura. Detrás de su muro de empresas falsas, abogados y planes, el mafioso estaba fuera del alcance de la ley humana, pero no de la mano de su compañera, como un rey enrocado al fondo del tablero que se queda sin sus protecciones. Con su muerte, además de los problemas en los que había metido al líder de las triadas con el documento que había entregado a la fiscalía en secreto, el submundo iba a sacudirse. Los Falcone tratarían de hacerse con el imperio de los Corleone, rusos y mejicanos aprovecharían la debilidad de chinos e italianos para ampliar sus territorios y en el caos cometerían errores. Las ratas se encargarían unas de otras, se expondrían a la luz y allí, bajo el foco, encontrarían la justicia que les correspondía. El problema, y la razón para actuar así, era quienes se movían detrás de ellos. Si algo la había sorprendido durante la condena del anciano mafioso era que su mansión se encontraba vigilada por espectros atados al mundo mortal por objetos de sus pasados, en manos de alguien. Había que investigar quienes eran esos cabalistas, hechiceros o lo que fueran, que tiraban de los hilos de la mafia, igual que otros entes sobrenaturales se movían detrás de las triadas.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por las voces que rompían el protocolo de uso de la radio, como una cacofonía de espectros hablando todos a la vez. Volvió hacia la radio su mirada mientras daba un último trago a una botella que, finalmente, encontraba su particular requiescant in pace al quedar más vacía que la caja al final de Seven. Hablaban de ángeles en televisión, de terremotos y finales del mundo. Una de las oficiales incluso estaba rezando o algo así, no sabía si en español o árabe. Alzándose de su escritorio donde había estado apoyada, dejando que la maltratada madera de Ikea descansase, se encaminó hacia la televisión que milagrosamente había sobrevivido a la debacle desatada en el despacho. Y en la pantalla el Primero se alzaba sobre la devastación de Los Ángeles en medio de un terremoto apocalíptico, como el agua que no quiere mezclarse con la sangre bajo ella. Y luego desaparecía, antes de que la grabación llegase al final y las sacudidas finalizasen, antes de que la voz de la presentadora retomase la narración de lo que fuese que los periodistas entendían que había sido aquello.
Lo primero que le sorprendió fue darse cuenta de que reconocía al Lucero del Alba, pero los pensamientos de su compañera con cierta frecuencia acababan mezclados con los suyos aún si la otra trataba de mantenerse al margen lo más que podía. Pero ver al otro demonio sobre la ciudad había sacudido a su viajera particular, que se removía inquieta. No eran pocos los crímenes y delitos de Lucifer, lo sentía en sus huesos, y aunque hubiese escapado al juicio debido durante las Guerras del pasado, no podría escapar por siempre. Pocos crímenes había peores que genocidio, y tanto el líder rebelde como el líder de la Hueste eran culpables de permitirlo e incluso fomentarlo. Como dos antiguos Hitlers de poderes cósmicos, tanto Miguel como Lucifer deberían enfrentar sus Nurembergs particulares, o encontrar una bala que morder en sus bunkers privados. La Creación entera había caído por los delitos de ambos, y de todos los demás que los cometieron en ambos bandos siguiendo banderas y líderes que no merecían tal adoración. Como seguidores del Flautista de Hamelin, se llenaron las bocas de sangre y vísceras en nombre del Bien y se ofendieron cuando se les confrontó con la realidad de sus atrocidades.
Y por eso su compañera estaba aquí, ahora, inquieta como un tigre enjaulado, caminando de un lado a otro dentro de los barrotes de su mente. Ella había pasado por el Infierno por oponerse a ambos lados, pues con Dios todo era "o conmigo o contra mi" y el Gran Bastardo era incapaz de ver que estaba tan equivocado como sus detractores. No era cosa de dar o no inteligencia a la humanidad, sino lo que se hacía con ella, y ambos bandos eran culpables de asesinatos, masacres, esclavitud, vejaciones, mutilaciones, tortura... y tantas otras cosas. Lo cual le recordaba que el Primer Asesino también había escapado su juicio, desapareciendo del Jardín al poco de golpear a su hermano con la quijada y derramar su sangre. Algunos rumores decían que había sido condenado por la Hueste, pero esa no era una condena válida, si esta creación era para los humanos, eran las leyes y normas de los ciudadanos las que debían juzgar y condenar a un asesino de los suyos como aquel. Pero hacía mucho que habría escapado a la sentencia, convertido en polvo por el tiempo, el más brutal e injusto de los ejecutores, la primera condena del Infinito Cabrón a la humanidad por un crimen que los mortales no habían cometido. Una de las Primeras Injusticias.
Uno más en un larga de fugitivos de la ley que se salían con la suya por trampas, corrupción y embustes. Una enorme procesión de asesinos y violadores, pederastas y traficantes humanos, que amparados por su influencia y poder se escapaban por las grietas sin que nadie pudiese hacer nada. E incluso cuando acababan cogidos, como Epstein, encontraban casualmente la muerte bajo vigilancia en prisión antes de poder entregar al resto de los culpables. Pero eso se había terminado con el regreso de su compañera al mundo, ahora la justicia ya no estaba ni ciega ni de vacaciones. Y el brazo de la ley podía llevar tiempo pero llegaría a todos aquellos que la rompían, un montoncito de cenizas de cada vez.
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