Justicia y fe


La tensión se palpaba en la amplia sala de madera, llena de humo de pipas y de la propia chimenea. En una esquina un bardo itinerante tocaba algo, esperando ganar algo para pagar su estancia, pero nadie le prestaba atención. Todo eran miradas de desconfianza, huidizas, cabezas volcadas sobre las mesas para susurrar, cuchillos escondidos bajo amplias capas y hachas de leñador apoyadas contra las sillas. Y el silencio cayó cuando, de golpe, la puerta se abrió y un muchacho adolescente, pelo alborotado y cara congestionada por la carrera, se encontraba ante ella.

-¡Lo ha hecho, lo ha hecho!- Pedro, el de la Juana, gritó y la taberna entera se puso en movimiento.

Las bebidas quedaron en las mesas, olvidadas, mientras con recelo y miedo, los lugareños salían con prisas. Alfonso "el Grande", el líder de los leñadores, intentó poner algo de orden meneando su hacha, pero la mayoría le ignoró a él y su afán de protagonismo. Todos sabían que estaba tan asustado como cualquiera de ellos. 

La débil luz de la mañana les recibió entre los gritos de la muchedumbre que se estaba juntando de todo el pueblo. Algunos portaban hoces y aperos de labranza, rodillos de amasar el pan y martillos de herreros. Juana, la madre del muchacho, arengaba a la multitud desde un lateral, subida a un cajón con su ropa descolocada por el esfuerzo.

-¡Es una bruja, todos lo sabemos!- gritaba la mujer - Fue llegar ella y su familia al poblado hace unas estaciones y nuestros campos han dejado de producir. ¿Verdad Benjamín, que tu granja ya no saca ni la mitad de calabazas? ¿No es cierto Aurora que les has escuchado hacer ritos satánicos en las lunas llenas? ¿Es que acaso no lo sabemos todos? Son herejes, enemigos de la fe, y la Madre nos ha dicho a todos que estos tiempos de Cruzada, tenemos que defender la fe. ¡Pues es hora de hacerlo, aquí y ahora!-

Los gritos de la congregación aumentaron con sus palabras, agitando las manos y sus herramientas mientras rodeaban a la familia que, tirada en el barro, miraba a su alrededor suplicando sin ser escuchada. Del otro lado del antiguo edificio de piedra y alabastro que servía de ayuntamiento, los hermanos Cuchilleros traían a rastras a dos alienígenas, sus caras cubiertas de tatuajes y marcas extrañas y demoniacas.

-¡A estos también! ¡Los sucios alienígenas son los culpables de todos los males!- gritó el más pequeño de los hermanos y la multitud respondió enardecida.

Jasmina la Cordelera estaba pasando una soga por encima de las vigas del voladizo del ayuntamiento, al final de la cual oscilaba el nudo del final. La Madre Fionna ald Gweith, la párroca local, se inclinó sobre la familia con fuego en sus ojos, dándoles la oportunidad de una última confesión. Pero, con todo el ruido y gritos de la muchedumbre, nadie escuchó lo que pudieron decir, y la eclesiástica se alzó con los Evangelios Omega en la mano y se hizo el silencio.

-¡Se arrepienten, de todo, y se encomiendan al Pancreator para que su Retorno Lumínico sea lo mayor posible!- gritó, triunfante, el poder de la verdadera fe prevaleciendo sobre las brujas.

La réplica familiar se acalló cuando de otro camino, pasada la vieja panadería de tiempos republicanos, otro grupo convergió acarreando con ellos a unos infieles, herejes todos ellos, que habían aceptado las enseñanzas de un predicador venido de Varadim años atrás. Los jóvenes hijos de esa familia de herejes, que tanto habían ayudado a sus vecinos en la última cosecha, ahora estaban amorotonados por los golpes recibidos al detenerlos, sus brazos rotos al intentar protegerse y la sangre cayendo de sus bocas sobre el empedrado de la calle. La multitud los recibió como un nuevo triunfo, mientras el padre y la madre de la primera familia eran alzados por las sogas, sus pies perdiendo el contacto con el suelo, sus cuerpos alejándose de la vida a pasos agigantados.

El sonido de los cascos de los caballos anunció su llegada antes de que fueran visibles. Desde el Camino Alto venían tres jinetes con la librea de la Casa Büren, los Señores de aquellas tierras. Y, al frente de los mimos, la propia Dama Gwen Büren con su elegante vestido y sus joyas. La joven tenía el pelo castaño recogido en un complicado tocado y cabalgaba con facilidad hasta llegar a la multitud, que la recibieron incómodos.

-Maeses todos, campesinos míos y de mi familia desde hace generaciones, ¿qué...-

Sus palabras fueron interrumpidas por el grito de Ana Lavandera, que acompañó sus palabras lanzando alguna clase de tela contra la Señora.

-¡La hija del demonio ha venido, a la soga con ella!-

-¡Colgadla! ¡Colgadla!- 

La multitud comenzó a gritar y los más cercanos a la joven se lanzaron en tromba sobre ella y sus caballeros. La primera de sus defensoras fue agarrada y desmontada, sus gritos de dolor acompañando el sonido de los golpes que la multitud le profería. Del otro lado, su otro caballero retiró su espada de su funda, atravesando a uno de los toneleros del pueblo y esparciendo su sangre, antes de ser arrancado de su caballo y perdido entre las personas. Y la propia Dama Gwen Büren, última y única de su Casa, fue desmontada también a la fuerza y postrada de rodillas ante la Madre Fionna ald Gweith.

-Arrepiéntete, pecadora, hija del demonio. Tu padre adoptivo arderá en los fuegos de Iehennus por sus males, y tú serás aquí colgada por tus pecados como endemoniada. ¡Arrepiéntete!-

-Podemos hablarlo- gritó la joven con el terror en sus ojos- tiene que haber una salida a todo esto...-

-¡Tú gente sentenció la Oscuridad de vuestras almas cuando invadieron Urth, ahora los buenos fieles haremos la labor de Dios y arreglaremos vuestros pecados, infiel!-

No le dieron tiempo a más súplicas, ni siquiera a su extremaución. El nudo rodeó el cuello de la joven, que pataleaba intentando infructuosamente soltarse, y de un fuerte tirón fue alzada en el aire. Se retorció, incapaz de encontrar asidero, mientras la soga se hundía en el fino cuello como el más terrible de los collares. Y mientras sentía la vida escapar con cada segundo, condenada por pecados cometidos cuando ella era apenas una niña, o por aquellos que la habían adoptado a la fuerza, tuvo tiempo de ver como no lejos de allí los dos alienígenas eran alzados en sendas sogas ante el clamor de la multitud.

Pues la más terrible de las bestias había despertado en los Mundos Conocidos, y de Sutek a Gwynneth, Aragon a Criticorum, acallarla resultaría ya imposible. Una vez que sus fauces monstruosas habían probado la sangre, ya siempre desearían más.

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