Edad del Fuego 22: Veritas Dei

Es a mediados de lo que históricamente la humanidad consideró el verano, que encontramos a nuestro dramatis personae de nuevo. Seis meses después del fracaso de Grail, con la excomunión y la cruzada convocadas, a los Mundos Conocidos se les acaba el tiempo. La Emperatriz, trabajando hasta tarde, se pregunta cómo recordaran sus vasallos y siervos esos últimos días de la paz que su reinado había conllevado, antes de la caída en la locura de una guerra que marcaría a todas las generaciones que habitaban su Imperio.

A Lázaro lo encontramos en la Sagrada Urth, al servicio de la Obispo Nadiria Vistrensis, en la antigua ciudad de Atenas. Habían sido meses de complicadas negociaciones en la Iglesia que habían logrado que el joven obtuviese el cargo de Cartophylax de la ciudad. La Obispo, sin embargo, debido a su avanza edad se encontraba con problemas de lumbalgia y artrosis desde el comienzo del periodo estival, y cada vez delegaba más tareas en el joven. Una de las cuales era recibir a la Gran Cartophylax, Nyana vo Dret, que había acudido allí a hablar con él. Poco imaginaba el joven el problema que le venía encima.

Aunque inicialmente se encontraron en la Basílica de San Paulus, la conversación real ocurrió en unos asilvestrados jardines, donde la Obun planteó a Lázaro un dilema: si había que elegir entre obedecer a la Iglesia o salvar vidas, ¿cual debía tomar preferencia? Y el joven optó por lo segundo, coincidiendo con lo que la alienígena esperaba. Así que se abrió a él, planteando la necesidad de ocultar unos libros que había solicitado el Sínodo de la Cruzada, pues sin ellos habría menos mundos incluidos en el listado de los objetivos a purgar y purificar. Habrían de perderse cuando Atenas los solicitase de las bibliotecas vaticanas, salvando con ello a millones de sufrir los horrores de la guerra a cambio de romper los votos religiosos de obediencia a la Iglesia.

Al mismo tiempo, a Macarena la encontramos en un funeral en Aragon, el de su padre. La solemnidad, tristeza y sobriedad del momento también dieron oportunidad de que conociese a Silvio Gonçalva, su tío, a quien no veía desde que era pequeña, pues el Duque vivía en Hira. Y tras la cena, es su Señor el que, hablando con ella en la biblioteca de la Casa, entre breves recuerdos de su hermano muerto, habla con ella sobre honor y deber. Y de traición, pues sus palabras señalan una ruta de conflicto: el Príncipe Hazat, Juan Jacobi, era demasiado anciano y débil para unir y dirigir a la Casa a la guerra. Era necesario que le sucediese su heredera, Ana. Pero una mujer de la corte, muy en línea con su madre, sería el deber de los guerreros de la Casa dirigirla en los conflictos por venir en Iver y otros lugares, y habría ocasión para que los jóvenes demostrasen su fuerza y valía en el modo tradicional de los Hazat. Quizás, incluso, ganar sus propios feudos y tierras. Comprendiendo sus motivaciones, la Guardiana del Príncipe, accedió a la propuesta de su tío... pero no con sinceridad, aunque él no se diese cuenta.

Así, con la llegada de la mañana y las preparaciones del viaje de vuelta a Castillo Furias y la corte Hazat, Macarena aprovechó para conocer más detalles del plan del Señor de la Casa Gonçalva. Suave y sutilmente, le fue interrogando, mientras él confiaba en que su sobrina antepondría los intereses de la Casa y la familia a los de los Hazat. Hasta cierto punto, el veterano Duque tenía razón, ella antepondría a su Casa y familia, pero no del modo que el noble esperaba.

A Astra la encontramos en Byzantium Secundus, atendiendo y colaborando con su padre tras el fallido intento de asesinarlo por parte de un grupo de conspiradores gremiales. Un fracaso que, sin embargo, señalaba una vulnerabilidad que alguien más preparado podría haber explotado. Una situación agravada por la llegada de una caballero joven de la Compañía del Fénix, portando una misiva de la Emperatriz Aurora I. En esta, con cuidado y delicadeza, pero también firmeza, la gobernante exigía que el gremio entregase al Emperador de los Soles Exhaustos, no en vano era una nave de guerra noble, propiedad del primer Emperador, y le pertenecía por legado. Pese a su rechazo inicial, Astra consiguió hacerle ver la necesidad de negociar un intercambio con la corona, y en sus manos quedó hacerlo.

La Emperatriz recibió a la gremial en su despacho, tras estar entrevistándose con el líder eskatónico en Byzantium. Y negociaron la entrega de la nave, a cambio de un yate civil, y Aurora le ofreció la nave de transporte personal de su padre cuando era Emperador. Pero ese no era el único escollo, pues el Emperador de los Soles Exhaustos era el lugar de encierro de Antonia de Cádiz, y la Inquisición exigía su entrega una y otra vez, no pudiendo ya la Emperatriz ampararla más pues, en los tiempos por venir, los favores de la Iglesia serían necesarios para encauzar la cruzada por el bien del Imperio. 

A Yrina la encontramos, finalmente, en Velisamil, siguiendo el rastro de su pasado. En una antigua ruina de los dioses de los Ur, explorando su legado como descendiente de aquella diosa y los demás de los suyos que habían trazado todo el origen de su especie. Allí, en una cámara subterránea solo accesible con su reliquia obtenida en las pruebas de Kordeth, se topa con una sala inmensa observada por cuatro rostros annunaki en torno a un enorme lago de mercurio. Sus investigaciones revelan la profundidad del plateado estanque, bajo el cual una circunferencia con grabados parece delimitar el contorno de una puerta. Pero viajar a través de la misma es algo que la propia reliquia se niega a hacer, sabiendo que sería la aniquilación de su existencia y la de su portadora, sea lo que fuera que había del otro lado. Flotando en ese lago de sanación, finalmente la Hermana de Batalla sintió el roce de algo terriblemente antiguo, cálido y que la quería... no sería hasta horas después de abandonar el templo que reconocería el olvidado toque de Velisamil, la Inteligencia de su mundo, la protectora de los Obun.

Así que, de camino de vuelta a la civilización, agotada de su peregrinaje, se detuvo en el pueblo más cercano. Allí habló con los ancianos obun y los muchos que quisieron escucharla, de lo encontrado bajo las ruinas annunaki y el toque de la diosa. Les habló de la necesidad de que Ukari y Obun abandonasen sus divisiones y volviesen a ser simplemente Ur. Y los habitantes de aquel poblado la escucharon con atención e interés, no todos convencidos pero sin duda todos afectados por sus palabras.

Unos pocos días después, Lázaro ha dispuesto todo para ocultar los libros a plena luz, pero su corazón está dividido por la duda de estar haciendo lo correcto. Incapaz de estar en paz como siempre había estado, pues en este dilema no había un lado claramente moralmente certero, acudió a confesarse ante la Obispo Nadiria. Y esta habló con él de la importancia de confiar en la Iglesia, de la necesidad de apartar las manzanas podridas de las demás pese a que pudiese ser un camino doloroso. Le confesó de su pecado, pero a cambio debería enmendarlo, pues la Gran Cartophylax había traicionado a la Iglesia, sus votos hechos durante los Sagrados Misterios, rotos con ese acto. 

Confesado, aun con la duda en el corazón, Lázaro viajó a Sevilla, a entrevistarse con el Gran Inquisidor Gondo Ortiz. Y le contó lo ocurrido, entregándole los libros que el Sínodo de la Cruzada había solicitado. El Gran Inquisidor le escuchó en silencio, pacientemente, y estuvo muy de acuerdo con él en que la senda del Pancreator a menudo era una de doloroso sacrificio. Él mismo lo había visto durante su infancia y juventud en Iver, antes de que le llegase la luz del Profeta. Y, viendo las pruebas que esperaban a los Mundos Conocidos, Lázaro se pensó solicitar ingresar en alguno de los tribunales de la Inquisición para tratar de moderarla y mantenerla en la senda correcta. Así fue como, tras un rápido juicio de la Inquisición en secreto y con discreción, Nyana vo Dret perdió todos sus títulos y fue recluida en el Monasterio de la Sobria Penitencia, en Rampart.

En Castillo Furias, Macarena rápidamente contó a la Princesa Hazat los planes traicioneros del Duque Gonçalva. María Celestra la escuchó mientras Macarena la peinaba, sopesando con ella los distintos rumbos posibles, pues el mal que buscaba solucionar el Señor de Hira era real, y no se podía permitir que las Casas considerasen débil al Príncipe. Así que esa misma noche, con otros dos miembros de la Guardia del Príncipe, Macarena acudió a la mansión de su Casa en la ciudad y fue ella misma quien detuvo al Duque por orden de sus señores. 

El juicio no se hizo esperar, teniendo lugar a la mañana siguiente, del modo más público posible. Dramáticamente, Juan Jacobi dio un discurso sobre la traición y el dolor que esta le causaba, y sutilmente Macarena sondeó las emociones de los presentes, encontrando que los compañeros de conspiración de Gonçalva se encontraban entre los Castillo de Sutek y Justus de Vera Cruz. Dos de las más importantes Casas, indispensables para la guerra por Iver, ocurriese como ocurriese esta. Le hizo llegar esta información a la Princesa aprovechando el escándalo de la réplica pública del Duque de Hira a las palabras del Príncipe. Y María Celestra, con suavidad y firmeza, amplió la sentencia a las Casas conspiratorias, invitándolas a una cena donde ambas Casas acabarían teniendo que entregar a sus herederos como rehenes a la Casa Hazat, incluyendo así al infame Leónidas Castillo. Pero eso sería algo que el antiguo Duque de Hira no vería, privado de sus títulos que pasarían a su hermana que tendría que cambiar de nombre, su cabeza acabó a dos metros del resto de su cuerpo, enviada a su planeta como recuerdo del precio de la traición. 

Astra ascendió al Emperador de los Soles Exhaustos para convencer a Antonia de Cádiz del plan que había trazado con su padre. Si bien tuvo una conversación previa con Bringilda y Rauni, fue en la habitación donde estaba recluida escribiendo la eskatónica donde tuvo lugar la conversación de verdadera importancia. Y como si lo hubiese visto venir, la ocultista aceptó colaborar en el plan siempre y cuando no implicase daño para nadie que no fuera imprescindible, algo que la sacerdotisa tampoco planeaba acometer de todos modos. Lo único que pidió fue que le entregaran a Orion sus textos escritos, y le dijeran que había intentado darle todo el tiempo posible. Ante su pregunta de dónde la deberían buscar, la eskatónica solo dijo que de nada serviría eso hasta que su amante encontrase, si la había, una solución al problema.

La joven gremial descendió entonces a informar a la inquisición del planeta de que entregarían a la prófuga. Esta organizó un pequeño pelotón que, entre plegarias, ascendió hasta la poderosa nave de guerra en órbita. Y si bien Antonia les acompañó de buena gana y no se resistió ni a los grilletes físicos ni a los espirituales, de nada sirvió todo esto. Una vez fuera del alcance de la gárgola, la ocultista simplemente desapareció, transportada a algún lugar por la Oscuridad de su interior. Por mucho que la buscasen, los inquisidores fracasaron, y nunca supieron que el arma que mantenía contenido al demonio era la gárgola de los annunaki. Solo al final, con todos marchándose, Bringilda mostró su preocupación por lo ocurrido, señalando que si su camino se cruzaba de nuevo con el de la ocultista, solo una de las dos viviría para contarlo. Así que Astra pudo descender de vuelta al planeta, a planear con su padre el rescate de su madre de su prisión en sus tierras, para lo cual el plan original contaba con una nave que ya no podrían usar.

Finalmente de vuelta en la capital de Velisamil, Looajen, Yrina encontraría el rastro de su origen más personal, al cruzar su camino con Issatin Irian Valsush. Quien otrora había sido el consejero del Emperador, ahora la estaba ayudando a encontrar a sus padres, antes de que la depositasen como huérfana en el monasterio de los Hermanos de Batalla. Y una historia trágica resultó ser esa, tal y como la contó el líder obun. Su madre, Julaandra, una obun noble y disoluta, había conocido a su padre, un noble Juandaastas llamado Elvrniad, durante sus vaijes por Gwynneth, después de que ella causase un escándalo con los seguidores de la misteriosa deidad local conocida como la Reina de la Noche. De ese cruzamiento hubo un amorío que daría con la joven preñada y de regreso a su casa en Velisamil. Pero, ofendidos de que cruzasen su sangre con humanos, sus padres la echaron y acabaría muriendo pocos días después del parto. Su mejor amiga era quien había cogido a la recién nacida y la había llevado a los Hermanos de Batalla de Stigmata antes de regresar a las montañas con la familia noble, su padre había seguido en Gwynneth desde entonces hasta que, un año atrás, había embarcado en la Brave New World como parte de la expedición a la segunda estrella, sin nunca saber que era padre de una tuupa, una mestiza.

Así que la guerrera ascendió las montañas hacia la orgullosa mansión, antigua y poderosa, de la que una vez había sido una de las familias más nobles de Velisamil, en un tiempo ya casi olvidado. Allí conoció primero a sus soberbios abuelos, pero sobretodo a esa mujer que, en su cariño por su madre y por la recién nacida, la había llevado hasta Stigmata. Fue ella quien, entre lágrimas por el reencuentro, le contó donde yacían los restos de su madre, enterrada en una tumba pobre en una ciudad de poca importancia, y quien acordó intercambiarse cartas con Yrina pues el tiempo de la paz y las conversaciones se acababa. Se quedó el rosario de la Orden, entregado por la joven que por primera vez conoció cual era el nombre que originalmente le había dado Julaandra antes de morir. Un rápido viaje a la tumba de esta permitió que Yrina cerrase un capítulo de su pasado, con unas respuestas y un origen que tanto le habían faltado y ahora podía conocer y comprender, liberándola para los conflictos por venir.

Es entonces que de nuevo sus cuatro caminos se cruzan, por medio de una conversación de radio iniciada por Astra. Esta quería contarles de los regalos que todos iban a recibir en los siguientes días, que ella misma les había hecho, pero también se pusieron unos a otros al tanto de los complicados eventos que estaban teniendo lugar en sus vidas. Pues el tiempo se acababa para ellos, como lo hacía para los Mundos Conocidos, y las guerras de fe se aproximaban con el sonoro golpear de los tambores de guerra que llamaban a la cruzada. Cincuenta años de paz llegaban a su final con el triunfante replicar de trompetas, pues esos lustros no habían sido más que una extrañeza, una anomalía, en una larga historia humana escrita con cañones, espadas, y sangre. En nombre de señores nobiliarios, o ahora, en nombre de Dios.

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