Un último momento de belleza


La voz de los cantos de los niños llenaba aquella basílica con una luz sonora que no encajaba con la oscuridad propia de aquella noche temprana de febrero. Las velas bailaban por las pequeñas corrientes de viento, dando vida y movimiento a los retablos y pinturas de los santos que adornaban las paredes, que parecían danzar en acuerdo con las voces infantiles. Eran ensayos, de modo que los errores se producían ocasionalmente, llevando a la interrupción de la música por risas y pullas cargadas de la inocencia propia de aquellos que aún no han tenido que lidiar con la realidad de los Mundos Conocidos y todas sus amarguras.

Solo un hombre observaba, presente durante aquella noche de aprendizaje, pues ese era uno de los beneficios de su posición. Sigmund Drual, el Syneculla del Patriarca, escuchaba con los ojos cerrados y su cabeza suavemente meciéndose al ritmo de la música. Parecía muy anciano, muy frágil y débil allí sentado en la bancada, pues así es como se sentía. Había sufrido engaños y traiciones en el pasado, había cometido errores y trastabillado, pero con el paso de los años parecían doler cada vez más. O quizás, simplemente, le costaba más ver la esperanza y la luz de que todo aquel dolor pudiese servir para algo, que se pudiese enaltecer al Pancreator. Había alcanzado casi todos sus sueños de infancia y juventud, completado casi todas sus ambiciones y las que faltaban ocurrirían en el futuro, pero quizás ese estar al final de su senda le dejaba expuesto a los errores y problemas cometidos en el camino. 

O quizás solo estaba cansado. 

Habían sido días de negociaciones y debates, discusiones y enfrentamientos, en el centro del Colegio de Éticos. El Sínodo Inquisitorial tirando en una dirección aún sin la presencia del Gran Inquisidor que se encontraba de camino de regreso desde Grail. En la dirección opuesta tiraban las voces de la conciliación, con el Santuario de Aeon como siempre la más vocal de todas ellas. Mahayanas y Hinayanas encerrados en sus doctrinas discutiendo de cambio y permanencia, de pecados y fallas, de antinomia y oscuridad. De los Dedicados Hermanos en la Sagrada Batalla Contra la Oscuridad.

A aquellas horas avanzadas de la tarde, el Colegio de Éticos estaría finalizando la aprobación del decreto que partiría a la Iglesia, con la excomunión de la orden de guerreros. Y a Sigmund Drual le dolía personalmente ver disminuída a la Iglesia, que perdería a sus guardianes más sagrados en el momento de mayor necesidad, con la proliferación de herejías y otras amenazas a la fe. Había hecho lo posible por evitar aquel desarrollo de los eventos, desde apoyar la celebración del I Concilio de Grail y bendecirlo personalmente en busca de una salida acordada que mantuviese la unidad de la enviada universal del Profeta o permitir encantado que el Patriarca Palamon se dirigiese a los congregados. Incluso, pese a la decepción que ella le suponía y las traiciones de quien había sido su pupila, había estado de acuerdo con la presencia de la Arzobispo de Nowhere sabiendo que ella buscaría la unidad de la Iglesia pensando que estaba frustrando sus deseos con ello. 

Pero luminarias y escolásticos no habían logrado el puente de unidad que se había roto cuando los Hermanos habían declarado el cisma y menos después de la presentación de la documentación inesperada de manos de los Li Halan. Sigmund había pasado demasiado tiempo al frente del Synecullarum, tanto con Palamon como con Hezekiah como Patriarcas, y sabía de sobra que el origen y la oportuna entrega de aquellos documentos no era propia de la Casa Li Halan. Los fieles nobles eran perfectamente conscientes de que les estaban manipulando para llevarles a una posición insostenible y causar una guerra, una cuyo artífice se escondía en las sombras. Y las sombras eran la provincia y territorio de la Casa Decados, y si bien Sigmund no podía probarlo tampoco tenía dudas de que el reciente Príncipe había movido sus piezas con cuidado para llegar a esta situación. Aunque no sabía de dónde había podido conseguir toda aquella información comprometida, estaba claro la mano de la Agencia Jakoviana en ello, sino incluso un uso a su favor del Ojo imperial.

En cualquier caso, daría igual el modo o la historia detrás de aquellos hechos, lo ocurrido había ocurrido y nada se podía hacer al respecto. Los niños callaron entre risas mientras cambiaban de página sus libros de cánticos para empezar a ensayar el siguiente salmo. Si todo en la vida fuese tan sencillo como pasar el dedo y mover el pasado a un lado para que el papel mostrase un nuevo futuro, quizás uno bello e inocente como aquel. Pero eso no estaba destinado a ocurrir, la luz disminuía  pues todo aquello, sin duda, no podía ser voluntad del Pancreator sino resultado de las debilidades y fallos de los mortales.

Mientras la nueva pieza comenzaba a llenar la capilla con sus odas y elogios a los ángeles, Sigmund cerró los ojos y se dejó llevar por la belleza del momento, que alejaba el horror de la realidad. Si el documento estaba terminado, como era inevitable, al día siguiente el Patriarca lo firmaría y los Hermanos de Batalla serían expulsados del rebaño de los fieles. Enemigos, donde una vez fueron firmes aliados. No tardaría mucho después de eso en comenzar las Casas a armarse y prepararse, sus hijos llevaban tiempo reclamando batallas donde demostrar su valía y honor, y pronto las tendrían en cantidad. Fiel contra fiel, la peor de las guerras. Los gremios se lanzarían sobre los intereses financieros de la orden guerrera y sus riquezas, el primero el de los usureros Reeves, y los tesoros guardados en las fortalezas de la orden llamarían a aventureros y saqueadores, ejércitos y señores, de todos los Mundos Conocidos. Y otros acudirían en su defensa, honrando antiguas alianzas y pactos, sembrando el terreno para mayor discordia y nuevas traiciones. 

Y los Mundos Conocidos arderían de nuevo. Cincuenta años de práctica paz bajo el Imperio del Fénix que llegarían a su final en terrible violencia. Y no había nada que hacer al respecto para evitarlo ya. El Syneculla se sumió en la música, observando la figura danzarina ante las velas de San Lextius. Si el santo caballero alzase su mirada de su encierro en su mundo natal, no podría menos que avergonzarse de la situación en que se encontraban todos, y cuánto se habían alejado de la luz del Pancreator. Pero solucionarlo debería esperar a mañana, solo el nuevo día le enfrentaría de nuevo a los horrores causados por los pecados de los hombres aun cuando lo hacían todos con la mejor de las intenciones. Por ahora, aquella noche, solo se dejaría llevar por las angelicales voces del coro y olvidaría, durante unas horas quien era y por qué dolía tanto ser esa persona.

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