La llamada de las orquídeas
El anciano había muerto tal y como establecía el orden natural de las cosas, y sus posibles herederos se disputaban el trono en su antiguo palacio. Había sido un buen hombre, algo que desgraciadamente no se podía decir de muchos, quizás si hubiese nacido en otro tiempo podría haber hecho grandes cosas. Pero no en estos, aquí su bondad había sido solo una debilidad, un precio que los Mundos Conocidos no se podían permitir pagar de nuevo.
Pero en aquel jardín, el Gran Inquisidor Gondo Ortiz le apartó del recuerdo. De nada servía dedicarle tiempo ahora que ya no estaba, solo importaban el futuro y el trabajo. El Syneculla y el Metropolitano Hazat se disputaban el rango de Patriarca de la Iglesia, cortejando a los distintos miembros del Sínodo Sagrado en busca de garantizar apoyos y votos. Dos aves políticas, dos problemas en si mismos pero problemas menores comparados con aquellos a los que se enfrentaba la fe.
Como si lo hubiese invocado al pensar en él, Sigmund Drual entró en el jardín y caminó hacia él en aquella fría mañana romana. Lucía esa sonrisa de mercader que Gondo tantas veces le había visto, y era obvio lo que buscaba obtener con aquel encuentro.
-Excelencia Gran Inquisidor, justo me encontraba buscándoos y he aquí que la fortuna nos ha juntado- saludó el Syneculla, extendiendo la mano para que le besase el anillo en el gesto reflejo de quien ni siquiera tiene que pensarlo por fuerza de hábito y repetición.
-Eminencia Syneculla, vuestro Synecullarum seguro que os informó de mi paradero, así que dudo que la fortuna haya jugado ningún papel en nuestro encuentro. Venís a cortejar el favor del Sínodo Inquisitorial para vuestro nombramiento como Patriarca, sabiendo que su Excelencia Alexander Khan cuenta con varios influyentes miembros del mismo entre sus apoyos.-
Sigmund tomó asiento a su lado en un gesto fluido y elegante, mostrándose ajeno al pequeño paraíso en el que se encontraban mientras recalculaba mentalmente su estrategia. Un hombre que solo era complejo por las variadas interacciones de numerosos sistemas simples en su interior, no era difícil de leer para aquellos que entendían esas piezas y cuales se encontraban en posiciones preeminentes en cada momento. La ambición le guiaba ahora.
-Su Excelencia, Agnes Wang, ha sugerido una idea interesante esta mañana: que vos ocupaseis el cargo de Patriarca. En estos tiempos difíciles la Iglesia necesita una mano firme para navegar a buen puerto y ninguna tiene la rotundidad en sus movimientos que tiene la vuestra, Gran Inquisidor.-
La voz suave y carismática del Syneculla casi convencía por su mero sonido al no prevenido. Pero la Metropolitana ya le había hecho esa oferta aquella mañana y Gondo ya le había respondido entonces que no. No perdería su tiempo en burocracia, politiqueo y papeleo cuando el alma del Imperio estaba en juego y la reflexividad de sus espejos en duda. Y el viejo espía eclesiástico seguro que lo sabía, solo estaba siendo cuidadoso a la hora de sondear la cuestión, abordándola desde la adulación que funcionaba con tantos otros. Esperaba una respuesta negativa pero llena de orgullo ante la idea de que se considerase esa opción, pero no sería eso lo que encontraría.
-Hablemos claro, Sigmund- abandonar el protocolo y el tono formal de las normas de etiqueta inmediatamente hizo que el otro hombre se alejase un poco en el banco y recalculase-, sabes de sobra que le he dicho que no a su oferta. Igual que conocías mi paradero en este jardín apartado, propio de un claustro de segunda lejos de la belleza de los grandes palacios vaticanos. Lo que te preocupa es que no sabes el por qué de esas cosas, lo que implican en tus juegos.-
-¿Y me ilustraréis en esa cuestión, Excelencia?- lo rápido y fácil que se había adaptado a la situación era prueba de su habilidad en aquellas lides dialécticas.
-Orquídeas. Hace mucho tiempo, cuando apenas era un ingeniero en Iver, ciego a la luz del Pancreator pues no había escuchado las enseñanzas del Profeta, era con ellas con las que conversaba para buscar una solución a un problema. Y, según tengo entendido, este pequeño claustro es el único jardín que las tiene en cantidad aquí en Roma; en Sevilla las cultivo yo mismo, pero aquí no tengo esa oportunidad.-
-¿Y qué musitan las orquídeas sobre nuestra actual situación de pérdida y falta de liderazgo tras la muerte del Patriarca?-
-Si por mi fuese, acabaría con esta pantomima que llamas Sínodo Sagrado. La Iglesia se encuentra rodeada de enemigos, en su mayor crisis en siglos, y en cambio aquí estáis sus mejores representantes, mercadeando como meros gremiales. Pero sin su honestidad, pues ellos hacen lo que se espera de ellos, mientras que vosotros comerciáis no por el alma de la labor del Profeta, sino por el poder y la riqueza asociada a su trono terrenal. Peores que los Reeves contando sus dineros sois vosotros los "ilustres prelados" contando con voracidad vuestros votos y privilegios.-
El Syneculla enrojeció de ira ante sus palabras e iba a intervenir, pero Gondo Ortiz no se lo permitió y continuó hablando, alzando la mano con firmeza para hacerle callar antes de que hablase.
-Tendrás mi voto, Sigmund Drual, y con él el de los más importantes inquisidores y el de aquellos que miran hacia nosotros en busca de guía en estos tiempos de incertidumbre. Pero sabrás que ocupas el trono solo porque yo así lo he querido, y tendrás a bien recordarlo...-
-¿Y eso no es mercadear, Gondo, con toda tu falsa superioridad moral? ¿Crees que algo te separa de los grandes prelados que buscan prebendas con sus votos, cuando tú igualmente buscas los favores de un futuro Patriarca?-
-No estoy negociando, Sigmund. He dicho lo que voy a hacer, y lo que va a pasar. Dentro de unos años estaré aquí de nuevo para escoger un nuevo Patriarca pues eres un hombre mayor al que le queda más ambición que tiempo. Y solo espero que para ese entonces hayamos podido hacer algún bien a los Mundos Conocidos, un esfuerzo serio y contundente para detener a la Oscuridad que se cierne sobre todos nosotros como la Espada de Lextius en forma de herejes, cismáticos, antinómicos, excomulgados, adoradores de la tecnología... en general, de traidores a la única y verdadera fe. Y tú vas a cumplir tu parte en esa tarea durante el tiempo que tengas en el trono, por el bien de todas las almas que viven en el Imperio y, acaso, más allá.-
El Syneculla se levantó del banco de piedra, por primera vez observando de verdad las orquídeas a su alrededor mientras se alisaba la túnica con la que vestía. Cuando habló lo hizo con total tranquilidad, su voz grave y llena de matices sonando completamente elegante y distante de las palabras duras que habían intercambiado instantes antes.
-Olvidáis vuestro lugar con la cercanía con la que me tratáis, Excelencia, y si de veras tenéis dones para ver el futuro quizás hubiera de hacerse alguna investigación en torno a vuestra brujería. Mas no creo que sea eso lo que las flores sugieren, antinomia y corrupción no casan bien con vuestro fervor. Os veis a vos mismo como el jardinero que cuida y poda las orquídeas, haciendo frente a un problema botánico y sencillo de resolver con las técnicas adecuadas. Pero el Imperio no es una planta, como no lo son los fieles. Si lo véis tan claro apoyadme Gran Inquisidor, mas no lo hagáis si tenéis dudas. Lo que sí os ruego es que no me vengáis con lecciones baratas de moralidad y deber propias de jovencitos ilusos que todavía estudian en seminarios y tienen la cabeza llena de historias de santos y milagros. No os encaja, y ambos vamos mayores para cuentos de hadas. Os invito a uniros a los demás aquí en el mundo real, donde los que lo habitamos tratamos de llevar adelante la misión del Profeta como mejor podemos.-
Sigmund se dispuso a marchar, pero en un último momento se volvió levemente para decir unas últimas palabras, su perfil sombrío parejo a su tono.
-Fue un hombre bueno... y le destruimos. Vos. Yo. Entre todos. Es un terrible precio que tenemos que pagar, ¿no creéis?-
Con gesto tranquilo, el Syneculla sonrió levemente antes de abandonar el jardín, sin molestarse en perder el tiempo en seguir el protocolo y ofrecer su anillo para ser besado. Su pregunta quedó flotando en el aire, como el perfume de las flores. Gondo aún permaneció en el recinto hasta el anochecer, lejos de los juegos que tanto despreciaba, hasta que la llamada a vespertinas le llevó a reunirse de nuevo con la sociedad.
La elección, como Sigmund, era un problema complejo formado por piezas sencillas, y como tal había una solución óptima alcanzable. Pero el futuro traía consigo un problema complejo de piezas absurdamente complicadas, una guerra de fe que traería a la luz a los enemigos de la fe pero pondría en peligro millones de vidas. Un violento conflicto que él había forzado a la existencia, aun sabiendo de los intereses antagónicos que buscaban ese mismo camino, pues solo mediante la excomunión de los Hermanos de Batalla se vería expuesta a la luz la verdad que prematuramente habían sepultado en agujeros bien profundos. Sería un proceso extremadamente doloroso, tan traumático como perder una pierna para alguien afectado por el mal de la gangrena, pero igual de necesario para salvar el alma de la humanidad.
Aunque, en ocasiones, le gustaría tener ese don de la presciencia que había salido mencionado en la conversación. Le bastaría con saber si todos los sacrificios en pos de la luz valdrían la pena al final. Pues, desde el presente, aquel era el único problema que realmente importaba, uno tan complejo que no era capaz de ver su final, solo podía echar a caminar por ese sendero y esperar que le llevase a su destino. Al fin y al cabo, como todas las cosas importantes de la vida, era una cuestión de fe.
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