La elección profetizada

Su madre, en su lecho de muerte, le había advertido de que este momento llegaría. O, al menos, un momento como este. Era lo que la Suma Sacerdotisa de Wotan, Igarda Birgsdottir, había visto en las runas en aquella última conversación. Hubiera preferido dedicar esos últimos minutos a hablar de un millón de cosas en lugar de política, profecías y dioses; hablar del color de los campos, recordar los viejos buenos momentos, o simplemente decirse aquello que ambas sentían pero, siguiendo las tradiciones de su pueblo, nunca decían. 

Pero todo aquello era cosa del pasado, casi hacía un año que se había ido, llevada con suerte por las valkirias, o acaso por los ángeles del Pancreator. Al menos eso es lo que dirían en el Imperio regido por su hija desde el alto trono que ella misma había ocupado unos pocos años. Pero ella no creía en eso, había permitido que adoctrinasen en esas tonterías a Aurora porque era lo necesario para que pudiese gobernar, pero su corazón siempre estaría dedicado a Freya, a las duras cacerías en las montañas nevadas, a las leyendas de sus ancestros. El resto, solo era mero espectáculo para conseguir aceptación, como una de las muchas argucias de Loki.

Lo cual solo hacía aquello mucho más difícil. Thanehall se sentía frío esa mañana, aunque los calefactores hacían eso imposible, y numerosos de sus guerreros y consejeros se encontraban reunidos. Todos portaban sus señales de las puertas de salto en madera o hueso, pero ella sabía bien que solo la mitad la llevaban en su corazón. A diferencia de aquella pareja dirigida por la mujer vestida de blanco, su vida dedicada por completo a su falso dios martirizado, pero suya era la voz de la Iglesia y, con ella, la del Imperio.

-Mi señora Duquesa- el título imperial, que ya su madre había tomado como suyo-, como sabéis hace casi un año que se vienen produciendo ataques a monasterios y posesiones de la Iglesia. Allá donde se está haciendo la labor divina de la conversión y la proselitización, lo que encontramos cada vez más es la reluctancia y la violencia, cuando solo vamos con voces de paz y de fe. Es hora de que toméis manos en este asunto, Duquesa, y pongáis vuestro planeta en orden como estipula el Imperio.-

-Abadesa Lorrcana, acepto vuestras palabrras en la buena intención en que fuerron dichas y en la fe que nos une, perro esos ataques perrtenecen a grupos descontentos que se encuentrran en busca y capturra porr orrden mía. No se puede hacerr más, mis manos están atadas. ¿Acaso no tenéis orrdenes, como los Herrmanos de Batalla, dedicadas a la prrotección de nuestrros lugarres santos y a nuestrros perregrinos?-

Le costaba y dolía mentir así pero no estaba preparada para tomar esa decisión. Solo unos meses más, para poder aclararse, es todo lo que necesitaba.

-Como sabéis, mi señora Duquesa, los Hermanos de Batalla no se dedican a esas tareas en muchos de los mundos, desde el cisma y la excomunión de principios de año. Y la mayoría de los miembros de las ordenes militares de la Iglesia se encuentran cubriendo el vacío que han dejado, tratando de asegurar las grandes rutas de peregrinaje en Urth, Grail, y tantos otros sitios. Por eso nos volvemos en esta circunstancia a las autoridades mundanas, al fin y al cabo son crímenes cometidos en vuestras tierras los que...-

-Abadesa, os equivocáis, no son crrímenes cometidos en nuestrras tierras. Los ataques tuvierron lugarr contrra monasterrios y otrras posesiones eclesiásticas que son prropiedad de la Santa Madrre Iglesia. Es vuestrra responsabilidad cuidarrlos y prrotegerrlos, no en vano allí lo que se aplica es la ley eclesiástica y no la nobiliarria, y sus habitantes son vuestrros sierrvos y no los nuestrros.-

La Duquesa habló con educación, pero la firmeza demostraba la seguridad de su posición. Su pueblo, o su hija. ¿Por qué no podía mantenerlos a ambos? Solo tenía que mantenerse al margen, dejar que la Iglesia se destruyese sola mientras, en el peor de los casos, acudía en auxilio de Aurora I cuando esta lo necesitase. Unos bárbaros de tierras lejanas, al rescate del Imperio cuando la última iglesia ardiese. Aunque quizás, sin iglesias, no habría Imperio ni trono que defender, y entonces por retrasar la decisión se encontraría con que habría escogido sin saberlo. 

-Mi señora Duquesa, jugáis a un juego peligroso, escribiré a la Sagrada Urth para comunicarles vuestra falta de voluntad para colaborar con la Iglesia, y acaso de falta de sincera fe...-

Varios de los guerreros, aquellos más convertidos, se removieron inquietos. Ellos también tendrían que escoger, quizás, entre sus tradiciones y su nueva fe.

-Abadesa, estáis a punto de cometerr un grrave errorr. Reconsiderradlo. La Santa Iglesia no necesita buscarrse nuevos enemigos, ahorra que la mitad de los Mundos Conocidos se alzan en su contrra. Y no querríais que un malentendido trrajese de vuelta las guerras e invasiones que separrarron a nuestrros pueblos, ahorra que están comenzando a entenderrse, ¿Ja?-

La eclesiasta dio un paso hacia atrás, como si hubiera recibido una bofetada, y farfulló una disculpa antes de retirarse con su pequeña congregación. Pero su ausencia no levantó el peso de la sala, mientras los guerreros regresaban a sus quehaceres. Al contrario, su fantasma permanecía, recordatorio de una decisión que habría que tomar, que cada vez que se retrasaba costaba más, en vidas y posibilidades. No elegir, era escoger. 

Reclinándose en su trono, la Duquesa Eldridsdottir no pudo menos que plantearse qué habría escogido su madre, no en vano era conocida como la Sabia. Pero Eldrid no había tenido nunca que tomar aquella elección, su hija era una vuldrok que heredaría Hargard, no una imperial que gobernaría los Mundos Conocidos desde Byzantium Secundus. 

Quizás, y tan solo quizás, había una opción de futuro, un camino que uniese ambas partes de si misma y evitase dividir a su gente entre conversos y paganos. Lentamente, un plan comenzaba a formarse en su mente, una forma de evadir las runas y el destino.

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