El martirio de los santos pecadores
El rugido de los motores de la astronave era claramente perceptible desde la capilla a bordo. San Mantius y San Paulus compartían la misma desde sus altares austeros, observando silenciosos e impasibles a un único caballero arrodillado en oración en la pequeña sala. Las vibraciones de los generadores de energía que alimentaban los escudos, situados justo tras de la pared de la derecha, hacían que todo temblase levemente mientras las protecciones aseguraban que ningún mal le cayese al vehículo mientras recorría el espacio, en los últimos momentos de tránsito hacia la puerta de salto.
-A San Mantius, rogamos por la fuerza necesaria para acabar con nuestros enemigos. Para que nuestra espada no ceda a la tentación del cansancio, o a la pérdida de filo. Para que nuestras armaduras no fallen hasta que nuestros rivales hayan caído ante nosotros.-
Era lo más parecido a una salida honorable que podían encontrar. El precio por cumplir la labor divina, era la condenación de sus almas. Al menos, que esa condenación llegase cuando la sangre de aquellos que les habían llevado a aquella senda hubiese sido derramada en abundancia. En nombre del Pancreator, del Profeta, de todos los santos y de sus infinitos seguidores mortales.
-A San Paulus, rogamos por su guía en las sendas oscuras y perdidas, donde nuestros objetivos se esconden. Que su imparable amistad por el Profeta mantenga los lazos entre los hermanos vivos hasta el momento en que nuestro nombre sea llamado finalmente.-
Era la última salida que les quedaba, ofrecida por el Gran Maestre en De Moley. Había sido un encuentro oscuro y triste, bajo la sombra de lo ocurrido en Grail y los testimonios allí presentados. Casi una treintena de nombres escogidos, aquellos que lo habían dado todo por proteger Stigmata, que se habían negado a rendirse a la desesperación y someterse al árbol mundo invasor. Orgullosos marchaban ahora hacia su batalla final, su pequeño Eskaton, su último servicio a la luz del Empíreo. Y avanzarían con la cabeza bien alta a la aniquilación.
-A San Lextius, rogamos que su honor nos guíe en las sendas del deber en esta misión imposible. Que no flaqueemos ni dudemos en cumplir nuestros juramentos y votos, tomados hace tantos años, y tan sagrados.-
Unos días atrás, había dejado atrás su bastión, ahora en manos de la Maestre Theafana Al-Malik. Su Capítulo quedaba en buenas manos, de eso no tenía duda alguna, sobre sus hombros capaces caería ahora la lucha contra los simbiontes y la Iglesia. Bendita, o maldita, aquella ya no era su propia carga, su espalda podía descansar de ella y pronto lo haría para siempre, en la luz o en la oscuridad. Ahora solo restaba la violencia santificada, el servicio a los Hermanos como la forma de remisión del más terrible de los pecados.
-A Santa Ven Lohji, rogamos conocimientos y guía en los misterios de lo desconocido. Que encontremos su sabiduría y su comprensión, y podamos transformarlas en armas contra aquellos que solo buscan nuestra aniquilación. Sean sus antiguos rituales y enseñanzas capaces de revelarles de sus disfraces para que tengan que plantar batalla contra nuestro acero santo.-
Los motores de la nave callaron finalmente tras una semana sin descanso. Estaban llegando a la puerta de salto, la llave la abriría tan pronto fuese posible y ellos cruzarían hacia el destino final que les esperaba al otro lado. El Maestre Sanitra Urnadir se puso en pie, su plegaria finalizada, abandonando la capilla con el gesto de completa devoción al Pancreator que era tan suyo como respirar: el puño cerrado trazando un círculo en el aire.
Los otros, tocados por la Oscuridad para que la Luz no se apagase, fueron abandonando sus salones de entrenamiento y sus dormitorios comunales para reunirse en el puente de mando. Sanitra había temido que la Oscuridad rompiese su silencio de años y pusiese su fe a prueba con susurros y tentaciones, para evitar que recorriesen el camino que el navegante estaba abriendo, pero no ocurrió. Los demonios de su interior eran mucho más vocales que los demonios del Iehenna que ocupaban su cuerpo y marcaban su alma.
Observó a los demás con gesto sombrío pero decidido y vio el mismo semblante repetido en las caras de aquellos que le devolvían la mirada. Los Hermanos de Batalla limpiarían sus pecados como siempre hacían, juntos, en la lucha contra el enemigo de la vida. Y en sus miradas, mientras la puerta de salto se abría hacia Chernobog, vio la misma firme convicción que tenía en su interior. Marcharían a una muerte segura contra los simbiontes pero, si volviesen al pasado sabiendo lo que pasaría, seguiría tomando la misma decisión. Sus almas, a cambio de la salvación de la humanidad, era un precio aceptable.
-Y al Profeta suplico que, como en su paso final por la puerta de salto, nos tenga en sus plegarias cuando nuestros espejos sean llamados a devolver su luz finalmente.-
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