En Alas de Ángeles: Primera Parte (Edad del Fuego = 18)


Los dos soles de Gwynneth bañan con sus distintas luces una escena que auguraba un cambio de paradigma en la historia de la humanidad. Con las extrañas luces de ambos soles danzando sobre su cubierta, la alargada forma de la Brave New World se preparaba para partir. Atrás quedaban los años de construcción, de cuidados ajustes y adaptaciones, de experimentación fallada. Detrás, en el recuerdo, los primeros vuelos de prueba, las comprobaciones de resistencia, los test de stress para los sistemas de abordo. Pues a donde iba la nave, ninguna había ido antes en más de mil años.

Sus potentes motores rugieron al cobrar vida y lanzar, al principio lentamente, a la nave hacia las profundidades del vacío interestelar. A su alrededor, el resto de naves militares y civiles, activaron sus cañones en salvas de despedida, de buenos deseos, de esperanza. Pues el descubrimiento de nuevo anidaba en algunos de los corazones de los habitantes de los Mundos Conocidos, tras siglos de oscurantismo, de inquisición, de persecución, la ciencia de nuevo avanzaba, los descubrimientos se volvían posibles, la larga senda a recuperar la gloria de lo que otrora había sido la humanidad en los tiempos en que aún soñaba con un futuro mejor y se atrevía a crear, a diseñar, a arriesgarse para hacerlo realidad.

La vibración de los potentes generadores nucleares de la batería de propulsores fue el compañero fiel del más de centenar y medio de tripulantes de la nave. Les acunaba en sus camarotes y grandes alojamientos, les agitaba en las cantinas y almacenes, les sacudía suavemente en el puente de mando y en los generadores de soporte vital. El vitalium no solo contenía amplias reservas de comida y agua, de oxígeno y otros recursos básicos para la vida, sino su propio jardín hidropónico, sistemas de reciclaje y tanto más, pues aquella no era una misión breve, sino que meses o incluso años pasarían antes de que ninguno regresase a su hogar.

El objetivo, replicar una legendaria proeza de la Segunda República: transitar desde la rosada estrella en torno a la que orbitaba Gwynneth, hasta su alejada compañera de danza azulada. Todo por una misteriosa nave, la White Star que había regresado de allí y cuyos tripulantes, los doce Decans, tras abandonar la criogenia de su nave, hablaban de maravillas sin igual. Pero, sobretodo, por ese ansia de conocer, esa curiosidad por lo que hay más allá del horizonte, que anima el alma de tantos mortales desde los tiempos en que las estrellas no eran más que una decoración inalcanzable en el cielo nocturno de Urth. 

Un mes después de abandonar Gwynneth, la capitana Maeve Dugall Hawkwood reunió a todos los oficiales en la sala de conferencias. Desde los miembros de su Casa o el extraño representante de la Casa Juandaastas, a los miembros de la Iglesia de Gwynneth, a los navegantes y pilotos de los Charioteer, a los mecánicos y sabios de la Suprema Orden de Ingeniería, al documentalista de los Voceros del Pueblo y los jefes de las cuadrillas de trabajo de hombres libres que tripulaban la nave. Habían abandonado oficialmente el sistema solar donde habían nacido y ahora, la Brave New World, atravesaba el vacío entre las estrellas, lejos de la luz protectora de los soles del Pancreator. Les habló de que ya habían alcanzado un punto donde ningún humano había estado en, como mínimo, un milenio, sino acaso en toda la historia de la humanidad. De los Decans y sus historias de maravillas, pero también de los peligros de la locura del espacio, del aburrimiento, fruto de los largos periodos de semanas y meses que esperaban por delante, en los que nada iba a cambiar ni ocurrir. Algunos de los tripulantes preguntaron preocupados por si sus pagas irían a sus familias en caso de que algo les ocurriese, pues todos sabían que aquella era una gesta inaudita, de gran peligro para todos los que en ella habían embarcado.

Y tras ello, la capitana Maeve se llevó a su segundo al mando, Jonathan Hawkwood para darle las últimas instrucciones de tareas y problemas presentes en la nave. Y este, bajo las grabaciones de Elías Vaskin, fue a reunirse primero con los navigator, encontrando a Andreina Carren preparando café. Su misión, ahora en el vacío interestelar, no era ya pilotar la nave, sino usar las potentes herramientas de la cúpula del observatorio para localizar su destino, el fabuloso planeta Sundara del que hablaban los Decans. Una pequeña esfera que, antes o después, sería visible para la nave y solo entonces se podría trazar una ruta real de aproximación. Para esta tarea, Andreina encargó a Ed Larric, cuyo estado fumado era innegable con su parsimonia y tranquilidad, para frustración de muchos de sus compañeros. Como no se esperaba encontrar nada tan pronto, sería el otro Charrioteer quien hiciese la primera guardia en el observatorio.

Mientras tanto, Jonathan buscó a Grigory Volshenko, el encargado de los miembros de la Suprema Orden de Ingenieros en la nave. Los indicadores del puente señalaban una pérdida de electricidad en alguna parte de las cercanías de los motores del tercer eje, lo cual podría ser fatal si esa pérdida de energía comprometía la capacidad de contención de la enorme radiación que producían los propulsores nucleares en su funcionamiento continuado durante los meses que faltaban aún de viaje. El gruñón Ingeniero, mascando su tabaco, reunió a los hombres de la Suprema Orden y juntos partieron hacia la parte trasera de la nave en busca de la causa del problema.

El navigator Larric mientras tanto había alcanzado la cúpula del observatorio y encontró que algún problema mantenía la poderosa lente del telescopio ligeramente desenfocada. Primero pensó que era cosa suya, pero tras comprobarlo varias veces, el problema persistía, de modo que se comunicó con el puente de mando donde Gian Juandaastas estaba al cargo de la nave. Siendo que el ocularum, el vitalium y otros sectores de la nave no manifestaban ningún otro problema, el noble encargó a la capaz y seria Andreina solucionar el problema. Fue ella quien tuvo que abandonar la nave por una de sus escotillas externas y realizar el peligroso paseo por su superficie exterior hasta llegar al telescopio, donde reparar los pequeños desperfectos que la aceleración había causado en la estructura. 

Los Ingenieros mientras tanto encontraron la raíz del problema, pues un grupo de tripulantes habían desviado una pequeña cantidad de electricidad para dar energía a un bar clandestino colocado donde debería haber un almacén. Con su alambique propio y unas pocas mesas, permitía un espacio de solaz y descanso, de camaradería e historias, a los hombres que día y noche trabajaban en los sistemas de la nave. Pero Grigory bien conocía el peligro que aquello todo suponía potencialmente para todos los habitantes de aquella pequeña comunidad espacial. Escupió una pequeña cantidad del tabaco que mascaba sobre el suelo de la cantina, y les habló de la mancha y el problema que todo aquello suponía. Y que si no querían que les reportase a la capitana Maeve, deberían recoger todo lo que habían creado y devolver el fluir eléctrico a sus cauces establecidos, o sino el terrible mal de la radiación acabaría con todos. 

Mientras todo esto ocurría, Jonathan Hawkwood, siendo grabado por Elías Vaskin, estaba organizando un concurso de historias para entretener a la tripulación y mantener la moral alta en aquella travesía por la oscuridad. Ese concurso no tendría lugar hasta días más tarde, cuando en el puente de mando de la nave se reunieron los que quisieron participar para beber vino, contar historias y disponer de un rato de camaradería y unión que rompiese la monotonía. Se contaron historias de fantasmas y navíos perdidos entre asteroides, de amores abandonados en los mil espaciopuertos entre los Mundos Conocidos, de sirenas que llaman a los incautos para que se estrellen. Pero la más divertida fue la historia del Ingeniero Grigory, que unió una advertencia sobre el peligro de la negligencia y el aburrimiento, a una historia sobre la radiación y la ciencia. También gustó la historia, algo confusa y cambiante, de la navegante que perseguía la nave espacial Conejo Blanco que contó Ed Larric, aunque nadie entendió bien por qué la moraleja final tenía que ver con lobos. Y, Elías Vaskin, por lo general silencioso cronista de estos eventos, compartió una historia de guerras civiles, de un joven viajero, de la apreciación por la belleza. 

Se encontraba Jonathan entregando el premio a Grigory cuando el ocularum de turno en aquel momento hizo llamar sorprendido a la capitana Maeve. Le hizo entrega de los cascos de audición, pero el gesto de la Hawkwood solo revelaba la misma confusión que el encargado de sensores había sentido al haber escuchado los extraños sonidos que manifestaba el aparato. Y de sus labios salieron aquellas palabras que perdurarían en el espacio:

-No se lo que es, mi señora, es extraño pero... parece humano.-

Un imposible, en las profundidades vacías entre las estrellas. En aquel interludio de oscuridad entre el rojizo y el azulado, entre lo conocido y lo por conocer.

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