El último pétalo de la rosa

Observa la gloriosa ciudad de las mil rosas, de bahías bañadas por tranquilos mares surcados por navíos de recreo espléndidos y esbeltos. De palacios en las calles y amor en sus canciones, de balaustradas coloridas de cristales y mármoles. Mi ciudad, amada y querida, por ser el lugar donde estaba Mi amor. Recorre sus jardines dorados de prodigios traídos de la Cuna de la Primavera y aspira los fragrantes aromas de sus cerezos en flor con sus suaves pétalos cayendo al ritmo apasionado y tranquilo de un piano que resuena desde una de las ventanas. El hogar de Mi verano, de gloriosas calles de la Edad Dorada.

Y sufre su caída. La Usurpación, cuando amigos se volvieron contra amigos, sirvientes contra amos, dragones contra soles. Observa las calles teñirse de sangre por primera vez, sus sueños y tonadas convertidas en el nacimiento de un shogunato y el final de una era demente. Escucha la llamada de auxilio de Mi amor, encerrado en su final, esperando un rescate que llegaría demasiado tarde. Y la ruina, que cae inexorable trayendo consigo la decadencia. De una edad de loca gloria, al resignado universo reducido de lo posible, no de lo inspirador sino de lo mundano. No de un futuro radiante, sino de un presente tolerable.

Pero ese no era sino el comienzo de su hundimiento, pues luego llegarían desde el borde del mundo las fuerzas de la descreación, y barrerían el mundo hasta el borde de mi querida ciudad. Pero, en el momento en que sus calles, llenas de los cadáveres de los enfermos y apestados, se preparasen para sucumbir, sería el Reino el que acudiría en su rescate, al activarse la Espada de la Creación por primera vez desde edades pasadas y olvidadas. Y las Buenas Gentes fueron expulsadas, y la decadencia entró en una nueva fase, una Edad del Pesar, con un shogunato sustituido por un reino de lo mínimo, de lo mediocre a lo ínfimo, de lo realizable a lo resignable. Del presente aceptable, a un pasado denostado y envidiado.

Serían siglos más tarde que esa edad terminaría, que el sol se pondría sobre las posesiones Ragara. Observa esas calles todavía maravillosas pero incapaces de recuperar el brillo que una vez tuvieron, un mero reflejo de lo que fueron. Sus murallas construidas para defenderse contra los enemigos del norte o futuras invasiones de las hadas, tan incapaces de detener Su regreso como cualquiera de los soldados del Reino y sus nobles y corruptos exaltados del dragón. Pues ellos también estaban en la decadencia. Escucha la canción de sus calles caer en el arpegio sombrío de las escalas menores, íntimas y siniestras, con la belleza neblinosa de la muerte y su oscura seducción. Una canción de cuna para aquellos que nunca nacerían, y aquellos que lamentarían haberlo hecho.

Ese fue el día común, como otro cualquiera, en que nacería Timothy, aunque todos en su familia le conocerían como Timmy. Él nunca conoció unas calles donde los muertos no caminasen entre los vivos, donde sus vecinos no esquivasen con miedo la mirada de los espectros, o se llenase el aire con la terrible canción de los lamentos de los moribundos, empalados en estacas y cruces. No vivió jamás una infancia donde la conversación entre sus padres en la cena no estuviese teñida por el terror más abyecto a un destino peor que la muerte, o un campo de juegos con otros niños donde cometer un error o salirse del espacio demarcado no implicase que el alma de alguno de los muchachos no acabase en ofrenda sangrienta a aquellos que moran en las profundidades.

Y cuando eso cambió, no lo hizo para mejor. La alegría que le llenaba con su felicidad, no disminuía el horror a su alrededor, sino que lo potenciaba. Las noches en que las sonrisas de sus padres en la cena no llegaban a unos ojos que deseaban llorar de impotencia pero eran incapaces por la falsa emoción. Las conversaciones de sus hermanos mayores, entusiasmados por pronto ir a aprender oficios y negocios, ocultando el horror de un trabajo cosiendo y remendando cadáveres y cuerpos para entregarlos a los necromantes que caminaban por las calles. Del cariño retorcido de su mayor compañera de juegos, una abuela que había fallecido años antes de que el muchacho naciese. Solo la felicidad real de los pálidos abisales con sus terribles bellezas, al cortar una garganta y beber su sangre como un vino de gran reserva y sabor. El único mundo que Timmy conocería.

Pues incluso eso llegaría a su final en esta historia. Ninguna buena acción, sin un castigo. Observa el temblor del mundo ante el regreso de Mi amor, del dueño y señor al que fue nuestro nido y hogar. Disfruta de la apertura de los muros de espinos y de la alegría del reencuentro, pero también sufre el dolor del rechazo, de las puertas cerradas, de las promesas rotas. Del robo del futuro prometido juntos. Lo pudimos tener todo, pero fue usurpado por sombras de dedos codiciosos. Y con la pérdida de Mi último recuerdo de él, observa el comienzo del final, el descenso violento y salvaje de los arpegios en una tocata de venganza e ira.

Siente el breve momento de liberación de Timmy que estaba jugando en el puerto, cuando la falsa felicidad abandonó su mente y solo quería ponerse a salvo y huir. Llora el instante de inocente realización, breve y fútil, de que aquellos cinco años de miseria eran todo lo que tendría en este mundo, cuando la espada del nemesario descendió a segar su yugular, su escarlata ícor cayendo sobre tierras que habían sido regadas por pétalos y canciones en otros tiempos. Su alma, atada al mundo sin ser capaz de regresar a la rueda, uniéndose como una voz ínfima a un vendaval allá donde miles de personas perdían sus vidas en una orgía de muerte y violencia. En un torrente de conciencia, alzándose sobre la ciudad, para iniciar un asedio a los espinos menguados, sus lamentos infantiles formando una cacofonía con padres y vecinos, hermanos y desconocidos, en su asedio de Mi querido nido de amor.

Observa en terrible portento el alzamiento de la sombra luminosa, la restauración de los pétalos y las flores, el fragrante aroma de las sendas de debate y los salones de música. Recibe el regreso del Palacio de las Rosas cuando el sol desciende en llameante abrazo con la luna, a luchar contra la marea de los espectros, sus dorados rayos arrancando y apartando almas como la de Timmy, encauzándolas en sendas de liberación solo para perder esa breve esperanza ante el terrible poder de Su desesperación y Su dolor. Del reencuentro robado y truncado. De la sombra ladrona, del atardecer traidor, de los espinos cerrados. 

Y con ello comienza el último acto de este concerto. El siniestro sonido de los bajos violines, las voces desgarradas de dolor de los muertos cantando en oscuros coros cuando la ciudad, querida y amada, comienza a sumergirse en el Inframundo. Llora la caída de la joya de la abundancia y canciones de la Primera Edad, su tiempo agotado, pues su sino, como el de toda flor, es marchitarse cuando no es amada.

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