La fe en los poderosos invisibles

Es fácil olvidar que están ahí, en sus poderosos tronos, observando todo. Desde lo alto de las grúas que están reconstruyendo los templos de la acrópolis de Néa Athína se ve el distrito financiero, los ocupados muelles, la vida en general de los aqueos. Desde los ziggurats de Persépolis la Vieja siguen los discursos y conversaciones de ciencia, arte, tecnología mientras diseñan las nuevas naves espaciales que saldrán hacia la luna. Desde el asiento de los Altos Reyes en Teamhair se discute y planean batallas y guerras, gestas en las que reclamar gloria y aventuras y detener el avance de sus enemigos. 

Pero que sea fácil olvidar su presencia no implica que lo hayamos hecho. Tenemos fe. La sangre fluye en ríos desde lo alto de las pirámides de Technotitlan la Soleada para dotar de fuerza y poder a su sol recién nacido. Los guerreros nórdicos siguen encomendándose a sus patronos antes del combate, esperando caer en batalla y ser llevados por las valkirias hasta Valhalla, para luchar en el inminente Ragnarok. Hay quienes aun defienden las antiguas tradiciones del bushido y el honor de los clanes, frente al ascenso de las zaibatsu y la explotación de recursos en nombre del capitalismo. Y quienes realizan sus pequeñas oraciones y ofrendas a Baal antes de iniciar un viaje diplomático a otro país. 

Esa facilidad de olvido si que crea un profundo peligro, sin embargo. Es el riesgo del descreimiento, del ateismo, a creer que las historias de grifos y dragones anidando en las altas montañas no son más que antiguas leyendas apolilladas y sin valor. O el equivocado camino de lugares como Estados Unidos, consagrados a la libertad de culto, sin la protección o guía de un panteón. Cuando todo lo que vemos es mundano, es fácil creer que eso es todo lo que hay.

Pero yo se que no es así. Yo he bebido de noche con un hijo de Bastet y una de Dionisio, discutiendo sobre el destino de Chipre y cotilleando sobre los últimos romances de los dioses del Olimpo. Se que la presentadora más famosa de la televisión de la Danaan Television Broadcast es hija de Lugh y que si algún día dijese una mentira todos sufrirían una terrible pérdida y maldición. He oído de un duelo en el desierto mesopotámico, donde el hijo de Gilgamesh se enfrentó a un terrible demonio para permitir que los ríos fluyesen de nuevo. El Emperador nipón no es solo narrativa y figurativamente hijo de Amaterasu-no-kami, igual de divinos que lo son muchos de los altos nobles y empresarios cartagineses desde sus rascacielos. En los bosques siguen danzando faunos y centauros, los sidhe viven bajo los montículos y los cocodrilos del Nilo y gatos son sagrados y más que meros agentes divinos.

Porque ellos no se esconden, no necesitan hacerlo, eres libre de creer en ellos o no según dicte tu conciencia. Pero no hacerlo es ir contra la mayoría de nosotros, que tenemos fe en nuestros panteones. En la paz y prosperidad que traen bajo sus égidas sagradas, en las victorias y protección que crean sus descendientes y emisarios. Las señales están en todos los sitios para los que creemos, desde los gloriosos templos entremezclados con los edificios gubernamentales de Roma a los antiguos y sagrados pergaminos que dictaminan y ordenan los procesos por los que funciona la burocracia desde Zijincheng a los otros confines del imperio chino o la densa maraña del complejo industrial-militar sueco que prepara terribles armas para guerras apocalípticas. 

Pero igual que es fácil ignorar su presencia invisible a nuestro alrededor, es igual de sencillo no darse cuenta de la ausencia de los que fueron los más poderosos e importantes. Los buques mercantes, los aviones comerciales, los submarinos civiles, las embajadas diplomáticas... todos funcionan como siempre lo han hecho, conectando el centro del mundo con todo el resto. Pero de los que una vez gobernaron como primus inter pares sobre la Atlántida y la llevaron a su primera edad de oro, de ellos hace tiempo que no se sabe nada. ¿Qué les ha ocurrido? ¿Se han ido, o han sido destruidos por alguna calamidad? 

Es fácil olvidar a los que están, pero también es fácil ignorar el vacío que dejan los que no están. 

Pero yo, y billones como yo, tengo fe. Bielobolg siempre me ha cuidado cuando lo he necesitado y en mi vida se presentaban decisiones complicadas; hago las ofrendas apropiadas para que Baba Yaga no vuelva la mirada hacia mi, y para garantizar que la Abuela Invierno nos da unas estaciones tranquilas y suaves. Y en mis viajes por el mundo he visto que eso no solo me ocurre a mi, sino que la fe anida en los corazones de aqueos y nórdicos, persas y egipcios, irlandeses y nipones, chinos y aztecas, romanos y cartagineses, caribeños y africanos... e incluso entre los millones de atlantes que siguen adelante con sus vidas, huérfanos.  

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