Acero para Humanos Interludio: Secretos tan Antiguos como el Tiempo

 

"Si cogemos y posamos a una mera hormiga, y esta tratase de transmitirle a otra qué ha sido lo que ha vivido, no encontraría palabras para ello. No las tienen, no hay manera de explicar el contacto con algo así de inmenso e inabarcable.

Hay cosas en el Continte mucho más antiguas que cualquiera de nosotros, incluidos los enanos y los gnomos. Cosas vastas y atemporales. Si son siquiera conscientes de nosotros en absoluto es como poco más que hormigas, y tenemos tantas posibilidades de comprenderlos como tiene una hormiga de comprendernos a nosotros. Lo se, lo he intentado. Y he aprendido con el tiempo y los intentos que podemos o bien apartarnos de sus pies, o ser pisados. 

Eso es todo lo que se, de lo que hablaré en este tomo. Son un misterio, y estoy al mismo tiempo aterrado y tranquilizado al saber que todavía hay maravillas en el Continente, que aún no hemos explicado y comprendido todo. Sean lo que sean, caminan por sus planos y espacios, y deben hacerlo sin ser molestados."

El golpe pesado hizo que Tissaia de Vries dejase suavemente el libro a su lado y alzase la mirada de sus páginas. Una de las jovenes estudiantes había sido incapaz de mantener la bola de acero flotando frente a ella, y su caída había interrumpido la lectura del "Liber Mysteriorum" de Galbraith de G'kar. Una mirada intensa y un ligero enarcamiento de la ceja fueron suficientes para que, avergonzada, la joven saliese corriendo del invernadero donde sus compañeras de promoción se esforzaban por mantener sus esferas en el aire. 

La rectora de Aretuza devolvió la mirada a las páginas que ya había leído varias veces, pero la concentración la eludía. Con un gesto elegante y sobrio se puso en pie de su diván y las alumnas dejaron sus ejercicios. Con un movimiento de la mano todas entendieron que la lección había terminado y correteando salieron del invernadero para regresar a sus habitaciones. Algunas se dedicarían al chismorreo, otras compararían notas sobre lo que habían aprendido, las terceras cogerían un objeto y seguirían intentándolo en sus habitaciones. Quizás estas últimas muriesen, incapaces de controlar el Caos, quizás saliesen las más brillantes hechiceras de su promoción. Pero siempre era ese tercer grupo el que daba los mejores resultados mágicos y los peores políticos. Y las estudiantes de Aretuza debían ser ambas cosas, perfectas en todas sus facetas: reinas, meretrices y brujas.

Pero, mientras recorría los pasillos de la escuela, Tissaia no iba pensando en esas cosas. Su vestido, sobrio y elegante, flotaba a su alrededor mientras cruzaba el puente que conectaba el edificio principal con la Torre de las Gaviotas, muchos metros por encima del mar que rodeaba la isla. Tor Lara, el lugar de mayor poder mágico del Norte, el verdadero corazón de Aretuza. Antiguamente, en su cima estaba el portal a la Torre de la Golondrina, Tor Zirael, donde el consejo de hechiceros élficos se reunía. Pero el conjuro que mantenía el portal se había vuelto inestable con la llegada de los humanos hacía tantos siglos, peligroso, haciendo que la otra torre se volviese inaccesible para siempre. Otro misterio irresoluble de los que aterrorizarían y tranquilizarían con sus maravillas al hechicero de G'kar, un lugar tan inventado como el resto del nombre de ese autor.

Tor Lara, la Torre de las Gaviotas, sería otro misterio irresoluble, por mucho que Istredd y otros historiadores intentasen desentrañar los olvidados secretos de los elfos. Una muestra más de la magia y maravilla que todavía poblaba el Continente. Pero, mientras Tissaia de Vries ascendía por sus escalones, sabedora de que este día sería seguro y sin tormentas, no era la torre y su historia la que la preocupaban. No, lo que ocupaba su mente eran los secretos que se susurraban desde otros planos, y las consecuencias que estos tenían en el Norte.

Unos meses atrás, Chloe de Möen había pedido un deseo a una de esas entidades incognoscibles, un djinn. Su poder, inconmensurable, se regía por límites y reglas que nadie en el Norte había sido capaz de desentrañar. Solo aquellos que lo habían vislumbrado de cerca habían considerado sus límites y, de entre estos, el misterioso autor del libro que ella releía había sido el que más había aprendido. Y, si las historias eran ciertas, había perdido su cordura como pago por ese conocimiento. Hay cosas que deben permanecer como misterios irresolubles, al fin y al cabo, demasiado vastas para ser comprendidas por meras hormigas, como había escrito en su introducción a su códice. 

Tissaia no tenía interés en seguir ese camino. De nada sirve obtener poder y conocimiento si se pierde la cabeza y el control en el proceso. Y todo, absolutamente todo, es una cuestión de control. La gente, los reyes, los ejércitos... el Caos mismo que servía de base a la hechicería. Todo era una cuestión de voluntad, la férrea concentración y disciplina que permite colocar cada cosa en su sitio, empleando las artes adecuadas. Fueran estas conjuros o sonrisas, cada una permite conseguir algo de alguien y eso es control. 

Ahora había una maldición afectando al Norte y eso implicaba caos y descontrol para todas las hechiceras de la Hermandad. Chloe había deseado tener todo el conocimiento mágico existente y ya había demostrado ampliamente disponer de conjuros que nadie le había enseñado con anterioridad, y dominar artes arcanas que solo los maestros de la hechicería podían gestionar. Eso, sin embargo, no preocupaba a Tissaia, solo era una cuestión de poder y hechicería, eso se podía comprender, gestionar y controlar. Pero no así el genio.

Con un deseo tan poderoso lo que lo acompañaba era una maldición igualmente poderosa e irrompible, cuyos contornos no se descubrirían hasta que fuese demasiado tarde. Así funcionaban los djinn según los textos, maliciosos por naturaleza, poderosos por esencia, e imposibles de controlar. Y, a su manera, el deseo de Chloe les involucraba a todos los hechiceros, de un modo u otro. ¿Cómo? Eso era desconocido. Y eso era descontrol. 

Desde su despacho en lo alto de Tor Lara, observando por la ventana la tranquilidad de aquella tarde de finales de otoño, Tissaia de Vries lanzó los conjuros necesarios para establecer la comunicación. Algo trivial para ella a estas alturas, lo complicado vendría ahora.

-Maestra de Tancarville, lamento molestaros en vuestros estudios, pero hemos de discutir cuestiones que acaso podáis iluminar con vuestros conocimientos.-

-Tissaia, dejate de formalidades, no quiero perder más tiempo con esto del necesario. Vuestros juegos y tonterías no me interesan y lo sabes.-

Todavía de espaldas al comunicador, la rectora de Aretuza tomó aire. Todo debía ser muy fácil y cómodo cuando uno se retira de la vida y lo abandona todo para perderse en los estudios. Pero era una salida cobarde, aunque Tissaia nunca diría eso en voz alta. Así que se concentró en el continuo entrechocar de las olas contra las piedras de la isla de Thanned, algo predecible y repetitivo, racional, controlable.

-Maestra de Tancarville, se ha pedido un deseo. Todo el conocimiento mágico ha sido exigido de un djinn por quien, en aquel momento, aún no era una maestra de la hechicería. "Todo el conocimiento mágico", como comprenderéis, os involucra a vos también, no solo a los demás y nuestros juegos.-

El énfasis de Tissaia en esa última palabra era sutil pero sabía que no habría pasado desapercibido. Sheala permaneció en silencio unos segundos. De espaldas, la rectora no podía evaluar la expresión de la otra hechicera, la más poderosa del Norte, pero no necesitaba verla para saber que estaba interesada por la cuestión. Si no fuese así, habría cortado la comunicación.

-¿Se sabe cual es la maldición que acompaña al deseo?-

-No, Maestra de Tancarville, por eso precisaba consultaros ahora que otros expertos, como Mousesack de Skellige, se encuentran indispuestos.-

-Hablemos, Tissaia, pero no me hagas perder más tiempo del estríctamente necesario, tengo importantes experimentos en funcionamiento y no puedo dedicar a esto más de lo que tarda un cirio en consumirse.-

-Por supuesto, Maestra, si disponemos de tan poco tiempo empecemos...-

Tissaia se dio finalmente la vuelta para encarar el dispositivo de comuncaciones. No dejaría ver la seriedad ni la sonrisa en su cara, esto era demasiado importante como para perder el tiempo en tontas demostraciones de emocionalidad y poder. Esto era una cuestión que determinaría cómo se manejaría el Caos mismo a partir de entonces, para todas. Y si quería que Sheala la ayudase, lo primero que debería controlar era a sí misma y a la otra hechicera.

-Todo el conocimiento mágico, va a implicar desenterrar secretos oscuros y que la Hermandad ha prohibido. ¿Estás preparada para que tu estudiante deba ser cazada?-

Tissaia se estiró el vestido suavemente, impasible y sin demostrar emoción alguna ante las palabras de la otra hechicera. Control. Paciencia. No dejar que Sheala consiguiese descolocarla. Iba a ser, como esperaba, la conversación más complicada del año. Vilgefortz y los demás eran más manejables, predecibles, con intereses claros. Sheala... ella tenía una rara habilidad para meterse bajo la piel de la rectora de Aretuza y darle donde le dolía. Pero era necesario y el control requiere enfrentarse al dolor y al miedo sin dudar.

-Maestra, soy consciente de esa posibilidad. Necromancia, trato con goetia, todo ello forman parte del reino de la magia y su conocimiento, y tiempo ha que la Hermandad los ha prohibido. Y tienen terribles consecuencias, pero de momento no hay pruebas de que se hayan obtenido esos conocimientos prohibidos.-

-De momento, Tissaia, de momento...-

Fuera de la Torre de la Gaviota el mar rugía como todos los días, una tarde apacible de otoño. Dentro de la misma se luchaba una pacífica batalla que determinaría el futuro de la Hermandad.

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