Acero para Humanos Interludio: ¡Despierta!
Cuando despertó, todavía podía oler la carne chamuscada. Su frente estaba perlada de sudor, como si hubiese hecho un ejercicio extenuante, su pelo dorado apelmazado y desordenado a su alrededor. Vagamente, recordaba haber bailado desnuda, cubierta en sangre. Sin duda, el desorden de las sábanas a su alrededor confirmaría eso, desperdigadas a las cuatro esquinas pese al frío que reinaba en la taberna aquella noche.
-Solo ha sido un sueño... solo ha sido un mal sueño...-
Se repitió a si misma en voz baja, casi como una plegaria, más para convencerse a si misma que porque realmente lo creyese así. Durante un instante recordó dos ojos dorados, enormes y fijos en ella, y su cuerpo se sacudió en un escalofrío que no había sido provocado por el frío viento nocturno. Se acurrucó sobre si misma, abrazando con intensidad sus piernas, mientras miraba a su alrededor a las siluetas vagamente visibles en la oscuridad que reinaba en el lugar. En aquellas sombras no se escondían respuestas a sus preguntas, nunca lo hacían.
-Solo ha sido una maldita pesadilla. Todo está en orden, todo está bien. Yo estoy bien. Solo ha sido un mal sueño.-
Pero repetírselo una y otra vez no era capaz de tranquilizar el acelerado golpear de su corazón en el pecho. De pronto se sentía como aquella niña asustadiza que fue otrora, escudándose de los truenos y rayos en el pajar. Esta vez, sin embargo, lo que la aterraba no estaba fuera de ella, sino en su interior, oculto entre las llamas que recordaba haber soñado. Las pesadillas, tras años de silencio, habían vuelto.
Y eso siempre era una muy mala señal.
Sacó los pies fuera de la cama, el contacto con las frías tablas del suelo un recordatorio de la inmediata cercanía del invierno. Estiró el brazo y asió el mango de su espada, que permanecía donde la había dejado al acostarse. Un poco más arriba se encontraba la vela y, cuando la encendiese, tendría algo de luz. Era absurdo a su edad tener miedo de la noche y sus sombras y, sin embargo, en aquel momento lo tenía. No porque temiese lo que se puede ocultar en ellas, sino que su temor se originaba en lo que ella podía hacer cuando se adentraba en ellas.
-Otra vez no... otra vez no... habían parado.-
Golpeó con fuerza el lecho de paja en el que había estado durmiendo y se puso en pie. Encender la vela fue un instante, las sombras brevemente danzando con el recuerdo de lo que la atormentó mientras dormía. Su armadura estaba apoyada sobre un baúl en el lateral de la habitación, el paquete de viaje puesto a sus pies. Su espada se encontraba al alcance de su mano y el escudo no mucho más allá. Todo estaba en orden, en su sitio, tal y como lo había dejado al acostarse.
Embutirse en su armadura fue lo que tranquilizó el latir de su corazón, la seguridad del cuero y del blindaje a su alrededor. No una armadura que la protegiese de los ataques de enemigos, sino una bienvenida cárcel que evitase que ella hiciese daño a otros. El sabor metálico de la sangre todavía danzaba en su boca, a medio camino entre el recuerdo y el sueño.
Ceñirse la espada al cinto hizo que todo volviese lentamente a entrar en foco. Al fin y al cabo, no había sido más que un mal sueño, el primero en décadas. Pero su instinto le decía que no sería el último y cuando las pesadillas llegaban siempre ocurrían cosas malas. Normalmente no a ella, sino a quienes la rodeaban. La noche en que se llevaron a otra niña por error fue una de esas noches cargadas de imagenes terribles que la acechaban mientras intentaba descansar. Como lo habían sido muchos de los momentos más dolorosos de su vida.
Se cargó el escudo a la espalda y cogió el petate. En silencio, abandonó la habitación de la posada y salió a las calles de Lan Exeter. A esas horas avanzadas de la noche la nieve caía con suavidad, cubriendo el mundo con el manto blanco del olvido. Avanzó a paso decidido hasta la cuadra, dejando el rastro de sus pisadas en las calles blanqueadas, y encontró su caballo inquieto como ella. Él también paercía sentirlo.
Podría dar la vuelta, regresar a la posada, hacer como si nada hubiese pasado. Viajar con Teos a Kaer Y Seren a pasar el invierno como habían hablado, estar segura y entrenar entre los brujos. Y entonces caería sobre ellos el infortunio, de un modo u otro, de su maldición. La había acompañado, con sus negras pesadillas, toda su vida y la acompañaría hasta el final del mundo, si Stregobor tenía razón.
Colocó la silla de montar sobre el caballo mientras el mozo de la cuadra la miraba somnoliento desde el fondo del estrecho establo. Paso las riendas sobre el cuello de la montura y se aupó a la silla, arrojando una moneda de oro al chaval antes de salir y adentrarse en la oscuridad de la noche. Si el infortunio volvía, no se cebaría con esas gentes esa noche, no lo permitiría.
El sonido del caballo de Trinde de Lukowalkid al alejarse por las calles despertó a un gato que maulló desde un refugio cercano. Si Teos hubiese estado despierto, quizás hubiese notado el suave vibrar de su medallón mientras la caballero se adentraba en la noche.
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