Acero para Humanos Interludio: Susurros de Demencia

 

La canción de pérdida y soledad solo la podía escuchar él. Sus susurros y tonos quedos, en un idioma incomprensible para él, le acompañaban ahora casi todo el día y noche. Una carga que sólo él tenía, que no podía entegar a nadie. Lo había intentado. Había fallado. Y ahora Wardovind estaba a punto de romperse bajo su peso.

El enorme bosque de Brokilon estaba de nuevo frente a él. Lo visitaba por tercera vez, una a principios de verano, otra a mediados y ahora, finalmente, en el comienzo del otoño. Y, sin embargo, la floresta no parecía haber cambiado lo más mínimo. Sus hojas estaban verdes y frescas como si acabasen de brotar en las ramas donde se sustentaban. Se había pasado buena parte de su vida vigilando los bosques de su pueblecito, Maunara; sabía perfectamente que aquello no era natural, sino brujería de elfos o dríades. 

-¡Ya estoy aquí! ¿Qué quieres? ¿Que entre en el bosque y muera?-

No había nadie para escuchar sus palabras, pero él esperaba que las oyese la espada que cantaba en su costado, silenciosa para el resto. Le empujaba a buscar al rey de los elfos, para unirse con su gente; una trampa sin duda, o un imposible en el mejor caso. Barth de Vengerberg y los demás le habían dicho que el rey de los elfos, el tal Filavandrel, se encontraba en las cercanías del bosque; ya había recorrido su perímetro completo tres veces y no había visto ni rastro de él. Y de rastros era algo de lo que Wardovind sabía mucho. Quizás no hubiese estudiado en prestigiosas universidades, ni tuviese un gran vocabulario ni fuera muy inteligente... él solo era un tipo de pueblo, pero de rastros sabía lo que no estaba escrito. Y no había ninguno que saliese de Brokilon. Si Filavandrel había venido y se había adentrado en el bosque, no lo había abandonado.

-Si quieres encontrarlo, ¡ve a buscarlo, sucia puta!-

Desenfundó la espada, que se sentía pesada en su mano y la arrojó hacia el interior del bosque. El acero, brillante al atardecer otoñal, trazó un arco alto y se perdió entre los arbustos y raíces de la parte baja del más denso de los bosques del Norte. Se dio la vuelta y azuzó a su caballo para alejarse. No habían pasado más que unos segundos, un minuto como mucho, antes de notar el conocido peso de la espada en su costado. Había vuelto. Como siempre hacía.

-¿Qué quieres de mi, joder? No puedo dormir; no puedo relacionarme con la gente; estoy siempre molesto y enfadado; tu puto canto me atormenta día y noche. Te he traído todo lo cerca que puedo del rey elfo, ¿qué más quieres de mi? ¿Cómo puedo hacer que te calles de una vez?-

Pero la única respuesta de la espada fue comenzar de nuevo a cantar; incomprensible, sin importarle causar dolor o molestias. Con desesperación, Wardovind golpeó el pomo de la silla de montar, el caballo relinchando ante el inesperado gesto. Doblándose en la silla, las lágrimas de nuevo rodaron por sus mejillas: no era la primera vez... y no sería la última. Todo era culpa del brujo, que no había impedido que la cogiese; pero, sobretodo, del bardo que había molestado a los monstruos de las ruinas que llevaban a saber cuánto tiempo sin molestar a nadie. Y ahora él no podía volver a casa, no podía más que vagar como un fantasma intentando conseguir algo imposible. 

-Mátame ya, si es lo que quieres de mi. Pero termina con esto de una puta vez...-

Pero solo obtuvo la misma tonada como respuesta. Esta le acompañaba cuando desmontó y caminó hasta el linde del bosque. Allí, de pie frente al hogar de monstruos y leyendas, confirmó que era demasiado cobarde para ponerle fin por si mismo y para adentrarse entre los árboles. Había estado muchas veces en la misma situación, quizás con menos ojeras, quizás menos mermado, pero siempre acababa igual. La impotencia. La frustración. El miedo. La desesperación. Son todas malas compañeras de viaje.

Gritó su frustración a los dioses que le ignoraban, a la espada, al mundo entero. Al Destino que le había tocado vivir. Pero ninguno de ellos respondió, a ninguno de ellos le importó su sufrimiento. Y la espada, burlona, siguió cantando en su costado. Desenfundó con rapidez el acero y a punto estuvo de descargarlo contra el árbol más cercano... pero sabía que si las historias eran ciertas, moriría. Y era demasiado cobarde para suicidarse. Así que la dejó caer y él cayó con ella, con la sensación de que millones de ojos le vigilaban desde las profundidades verdes e incomprensibles de Brokilon.

-Si no hay forma de hacer lo que quieres... solo me queda tomar venganza contra quien me ha hecho esto, espada de mierda. Ni rey elfo ni chorradas, voy a matar al bardo por lo que me ha hecho. Y tú te quedarás sin tu puto rey ni tu destino ni nada, porque seguro que la hechicera o el brujo están con Barth y ambos sabemos que no somos rivales para ellos. Así que jódete, espada de mierda, ten el destino que mereces, ya que no el que quieres.-

Con vigor se dio la vuelta. La ira caliente dejó paso, como un balde refrescante, al foco y centrarse de la venganza. Si vencía se haría justicia y el bardo pagaría por lo que había hecho... si fracasaba, al menos finalmente dejaría de escuchar la puta canción y podría descansar. No podía pedir mucho más. Ya no le quedaba más por intentar, o por perder.

-Estoy roto, joder. ¿No lo entiendes? Ya me lo has quitado todo...-

Una vez más, las lágrimas rodaron por sus mejillas. Tras montar a caballo este se dirigía a la población o camino más cercano. Para cumplir su venganza, primero tendría que encontrarlos. Y su rastro empezaba en Cintra. Y de rastros era algo de lo que Wardovind sabía mucho. 

Mientras, la espada continuó cantando. Incansable. Imparable. Eterna.

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