Edad del Fuego 48: Ira y Honor
A través de la puerta de salto encontramos la cara ensangrentada y herida de Cornelius. Apresado con los suyos, en manos del Duque de Istakhr, pero no solo. Pues Theafana Al-Malik marcha al frente de sus Hermanos al rescate. Sabe que es una trampa, pero no dejará a los suyos atrás. Abordando sus naves y encomendándose a los Santos, los guerreros sagrados marchan contra la fortaleza en una misión importante, peligrosa, apresurada. Por los suyos, unidos, como dicta La Regla de Batalla. Los escudos flaquean, las heridas aparecen, las espadas y pistolas danzan y cada paso se da a un elevado coste. Un Auxiliar cae ante el fuego enemigo, y allá lo hace un Hermano, pero pese al dolor la Maestre se abre paso hasta la celda, herida de muerte. Libera a los suyos con sus últimas fuerzas, y es el propio Cornelius quien toma la espada de la líder en su último aliento y, tras una última plegaria, marcha a la sala del trono a poner fin a una guerra.
A nuestros protagonistas, sin embargo, los encontramos en la corte de la Dama Castenda, en el frío mundo de Sutek, el Segundo Mundo. Una corte dividida en cinco facciones que juegan sus piezas con cuidado, en el recientemente sacudido juego político del planeta. Ir tras Lucrecia Castillo para frustrar sus planes, y con ellos presumiblemente los de Pietre Vladislav Decados, requería navegar aquellas aguas tumultuosas. Pero de las cinco facciones presentes en la corte, como Astra señaló, contaban con el apoyo tácito de tres de ellas: la Duquesa Castenda, la Casa Valera y la Orden Eskatónica. Derrotar a la serpiente requería arrinconarla en su propio juego, y para eso necesitarían dos fuerzas que no estaban presentes en aquel recinto ducal.
Mientras Emanuel se quedaba con la nobleza para mostrar el interés de su abuelo El Hazat, Macarena, Astra e Yrina (todavía disfrazada de Nayeli) fueron en busca del primero de esos poderes en la forma de Kamina. La encontraron hablando con los campesinos en una taberna, y tras tantos meses de viajar juntos, aventuras y desventuras, por fin le dieron la oportunidad de contar la Verdad de lo que estaba ocurriendo, o al menos la mayoría de ella. Algunos secretos aún debían esperar en el velo del misterio. Pero el poder de los Voceros del Pueblo era especialmente fuerte en un mundo atenazado por la desesperación, el miedo, la tragedia: la capacidad de contar una historia a las masas que diese fuerzas a los corazones contra un enemigo común, la Oscuridad misma que Pietre Vladislav, y su vasalla Lucrecia, traían a los Mundos Conocidos.
El otro poder ausente de la corte era el Santo Oficio, y a su sede se encaminaban Jabir y Lázaro. Iba a ser un encuentro complicado, pues la Inquisidora Jefa, Heather Longshire, no había olvidado lo que habían hecho durante el juicio a Lisandro Castillo. Y el más antiguo de los tribunales inquisitoriales en funcionamiento no se había vuelto más blando con el crecimiento de herejías y ocultistas en el planeta en los meses que habían pasado de aquellos hechos. Pero la dura mujer había seguido el progreso de Lázaro tras aquel encuentro y se había enterado de lo ocurrido en Iver, algo que le merecía admiración y respeto. Si el inquisidor quería ir a por su hermanastra contaría con el apoyo del Santo Oficio en el planeta, siempre que no titubease, no buscase compromisos, ni aceptase ningún camino de perdón o rendención, pues si las acusaciones contra Lucrecia eran ciertas, la hoguera era su único destino adecuado.
Todos se juntaron para la cena en el palacio Castenda, y antes trazaron su plan. Macarena había conseguido una audiencia con la Duquesa, pero sería después de que el convite hubiese terminado, y todos acordaron primero hablar con la Señora antes de actuar. La cena fue un sombrío evento, tejido entre intrigas y palabras veladas, e incluso indagar en la mente de Lucrecia ofreció pocas cosas de utilidad. Pero solo era un intermezzo, un interludio, en los eventos que estaban por venir. Fue al final de la misma cuando Rosalía, que estaba sentada con los miembros de su Casa y Macarena, le dijo a esta que le ofrecerían alojamiento con los suyos, pues Djehut ya no era una ciudad segura.
El encuentro con la Duquesa fue razonablemente afable, podría decirse, habida cuenta de la situación en la que se encontraba el mundo. Escuchó y estuvo interesada en sus palabras, pero la Casa Castenda no podía interferir en los asuntos internos de la Casa Castillo, por mucho que esta hubiese sufrido una terrible traición interna. Pero tampoco se interpondría en sus planes, y colaboraría desde el lateral en la medida de lo posible. Y más de acuerdo estaría cuando por la noche recibiese una carta de Astra con un plan para unir a los campesinos y nobles dispersos contra un enemigo común: el excomulgado líder Decados.
Escoltados por los Valera (y el pretendiente Hawkwood de Rosalía) todos llegaron sanos y salvos a la mansión de la Casa en la ciudad. La mayoría de ellos se retiraron a dormir, pues el día siguiente sería complicado. Astra se quedaría escribiendo la carta y su propio libro, mientras Yrina abandonaba la seguridad de la mansión para recorrer las peligrosas calles en dirección a la catedral donde Jacqueline permanecía. Las calles eran traicioneras y entre sus recovecos un grupo de desharrapados y hambrientos bandidos la asaltaron. Se llevaron su dinero, pero no por coacción sino por la bondad de su corazón, y también se llevaron unos salmos de los Evangelios Omega, donde San Paulus habla de la necesidad de compartir. Y así, los cuatro vieron el error de sus sendas y rehicieron sus vidas como mejor pudieron, mientras las dos Hermanas de Batalla se encontraban en la catedral para rezar juntas.
Pero la cámara deja a Sutek dormir, mientras se encamina a Hargard, donde dos ejércitos se encuentran cara a cara. De un lado la Duquesa de la Casa Eldrid y las fuerzas imperiales, del otro los paganos que siguen a su mutilado profeta, incluyendo la madre de Rauni. La elección que indicaron las runas no se podía postergar más, y entre su hija y su pueblo, Freya Eldridsdottir escogió un forzoso y doloroso camino: el de su historia y su gente. Volviendo su espada contra la Casa Justinian y la Casa Xanthippe, declaró que la Iglesia estaba expulsada de Hargard y su Cruzada era rechazada. Y que si la Emperatriz tomaba eso como una declaración de separación del Imperio, aunque esa no fuese su deseo, sería hecho. Al fin y al cabo, ¿de qué servía sobrevivir si lo que los hacía Vuldrok se perdía?
Llegó la mañana en Sutek y por las plazas los voceros y bardos contaban las historias de las terribles acciones del excomulgado y sus allegados. Los ánimos entre campesinos y nobles por igual se tensaban, pues no pocos sangres azules habían encontrado su final ante una turba de villanos descontentos desde que el Príncipe Hazat había matado al Metropolitano. Y en el palacio de la Duquesa, esos ánimos tensos se manifestaban en susurros, en maniobras políticas, en cálculos nuevos que se multiplicaban cada vez que la gente iba llegando. Mientras tanto, Yrina aseguraba cierta colaboración de los Eskatónicos a la hora de recuperar y llevarse la gárgola de Ptah-Seker en caso de que fuera recuperada.
Fue algo antes del mediodía, con la corte llena a rebosar, que en un impasse fortuito, Lázaro de Sutek tomó la palabra contra aquella que compartía sangre con él, causante de muchos de sus males durante la infancia. Y ante la Corte, la interrogó sobre sus lealtades y vasallajes, y Lucrecia sintió un miedo y una falta de precación que no surgían de su interior, sino de los poderes de Macarena y dijo que su lealtad estaba para con su padre y su Casa, Lisandro Castillo. Esperaba que fuese la respuesta que le diese el apoyo de la corte, pero solo la llevó a que la trampa se cerrase a su alrededor cuando Emanuel tomó la palabra y la acusó de atentar contra su vida el día anterior, y si su lealtad era Hazat entonces tendría que rendir cuentas de aquella traición ante el Príncipe en Aragon. Atrapada en sus propias palabras, puesta en la imposible situación en la que la habían arrinconado los planes trazados, el honor demostró ser, como la noche anterior había dicho la Duquesa, una peligrosa espada de doble filo. Y derrotada y humillada, aterrorizada, Lucrecia abandonó la corte, sabiéndose fuera de posición.
La senda a la gárgola estaba abierta.
Organizar la expedición con los Talebringer y el novicio eskatónico (cuyo nombre nunca llegaron a conocer) fue sencillo. Y horas después se adentraban en el territorio radioactivo, pasando sobre poblados abandonados hasta el irregular borde del cráter donde había detonado el arma de antimateria. Y en el fondo del mismo, irregularmente colocada, la enorme gárgola continuaba aullando su furia a unas estrellas indiferentes. Lázaro y Astra podían ver como seguía modificando la tierra a su alrededor formando sus mapa, y asistieron con horror al ver que algo raro estaba ocurriendo tan pronto el equipo de Talebringers descendió para conectar la estatua al suspensor que debía transportarla. La gremial rápidamente detuvo aquello y descendió para investigar, e Yrina la acompañó igualmente. La gárgola, que ellas supiesen, jamás había hecho algo así, y la obun sintió que las líneas ley, que ya había sentido "aterrorizadas" a lo largo del planeta, convergían en aquella estatua de los Annunaki. Observando e identificando los contornos con sus poderes y su reliquia ukari, la Hermana de Batalla sintió que la estatua se estaba protegiendo tras haberse sentido atacada por el arma de destrucción masiva, y consiguió con sus conocimientos teúrgicos, apaciguar la situación lo suficiente como para poder trasladar la gárgola hacia el sur, a la casa que los Valera habían regalado a Macarena.
Y así cierra este arco, tan próximo al final, pero la cámara abandona Sutek para trasladarnos a los salones de la Corte Imperial, en Bizantium Secundus. La Emperatriz, en su uniforme militar de gala, toma asiento en el Trono del Fénix y dicta el final del orden conocido y el surgimiento de uno nuevo. La Armada Imperial partiría a rescatar a la Casa Li Halan y someter a la Decados, con la ayuda de la nueva Princesa Salandra; naves de ayuda partían hacia Criticorum ahora que el Duque de Istakhr había muerto y eran sus naves las que, dirigidas por su padre, dirigían a los Hawkwood en Twilight. Y si los Hazat guardaban aún ambiciones para su trono, ella les desafiaba a enfrentarse a las fuerzas que habían estado en reserva durante toda aquella sangrienta Cruzada. Una que, además, ella impulsaba a la Iglesia a poner fin de una vez, pues solo había traido sufrimiento y amargura al Imperio, ahora que un enemigo oscuro se alzaba contra todos.Las tres sendas vistas, milenios atrás, por el fundador de los al-malik avanzaban, imperfectas, y era imposible saber cual de ellas sería la que triunfase al final.
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