Los Perros de Torres

La mañana era fría, con un cielo azul pálido que más parecía hielo que otra cosa. Sólo un par de nubes osaban romper su monotonía, y de sus alturas descendían los chillidos de algunos pájaros. Había algún tipo de olor a naturaleza flotando en el aire, quizás a tierra mojada, o a cedro, no lo tenía muy claro.

Aunque bueno, a fuer de ser sinceros, ninguno de nosotros era consciente de nada de todo eso. De lo que sí eramos conscientes era de la tensión, que se cortaba con un cuchillo. Del nerviosismo y la presión que colgaban sobre nosotros como sendas espadas de Damocles. De la espera. Y de ellos, por supuesto.
Frente a nosotros, a unos pocos cientos de metros, se encontraban ellos. Banderas de todos los colores, con escudos igualmente coloridos, señalaban las posiciones de los regimientos del enemigo. La caballería, sobre la colina, con los arqueros, con pendones azules, amarillos, rojos, verdes... frente a ellos los miles de infantes, y las levas, tan tensos como nosotros. Había tantos pendones diferentes que no podía ni empezar a contar el número de Casas que habían acudido a luchar del lado de los Medinaceli.
Y nosotros, juntos y apiñados en la colina de enfrente, éramos muchos menos. Quizás uno por cada diez enemigos, tal vez menos. Luciendo los escudos de las Familias Alarcón y Ansúrez, Dávila y del Infantazgo y de Almúdez, y de todas las numerosas familias de marquesado y de menor rango. Entre ellas, nosotros, la Familia Torres, vasallos de la Familia Dávila. Nosotros, la unidad de caballería más célebre y poderosa de nuestro feudo, el honor y la gloria de nuestro señor Marcos.
Los señores de ambas Casas principales se acercaron a parlamentar al centro, con sus séquitos, bajo nobles banderas blancas. Y todos rezamos para que llegasen a un acuerdo para evitar la carnicería que se avecinaba. Íbamos a ser masacrados, y todos los sabíamos. Pero éramos Torres, ¡nuestro honor nos mandaba morir si hacía falta! Sin embargo, cuando ambos nobles se dieron la vuelta airados, supimos que habría combate y que aquel valle se teñiría de sangre y vísceras. Los murmullos recorrieron las unidades como olas extendiéndose por un lago en calma.
Un toque de tambor comenzó a oírse en el otro lado y pronto las trompetas comenzaron a dar las señales en el nuestro. Perezosamente, las unidades comenzaron a desplegarse, lentas y renuentes, siguiendo las órdenes. Una infantería avanzando un poco, una de arqueros afianzándose, la caballería a los flancos... y entonces, no se cómo muy bien, todo cambió.
Unas lanzas cayeron, unos infantes echaron a correr, otros los siguieron, y pronto nuestro lado del campo de batalla se convirtió en una tormenta desatada a medida que más y más soldados, faltos de disciplina, huían en tropel. Miguel les siguió, dando vuelta a su caballo, y tras él Jorge. Con ellos huyendo, rápidamente la mitad de mi propia unidad corría... y yo me fui con ellos. Ante las llamadas del Señor Torres, apelando a nuestro honor y deber, nosotros abandonamos el campo de batalla. Huimos, y vivimos. Y sin embargo, algo de mi quedó allí para siempre, abandonado al lado de mi honor roto, dejando un sabor amargo en mi boca que ningún vino puede limpiar.

Eso todo ocurrió hace casi ochenta años, y es la historia tal como mi abuelo me la ha relatado a mi innumerables veces. Desde entonces vagamos, de un lado a otro, pagando por su cobardía de aquella fría mañana. Por su falta de honor. Conocidos como los Perros de Torres y reducidos a ganarnos la vida como podemos, como bandidos o mercenarios, según se tercie. Somos temidos en el campo de batalla, pues nada nos queda ya por perder, pero incluso los que nos contratan nos desprecian por nuestro antiguo error. Cada vez quedamos menos y soy consciente de que reclutamos demasiado poco como para cambiar eso. Yo seré el último oficial al mando de esta unidad y finalmente, cuando muera, el pecado de mi abuelo habrá sido pagado.
Con nuestra sangre.

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