La Carrera
Pedro da la salida con un grito, a la vez que baja el brazo. Tu pisas fuerte el pedal y casas y objetos empiezan a moverse a medida que coges velocidad, lo cual es fácil dado que vas cuesta abajo.
Ana va detrás tuya, con su bici roja, y, más atrás aún, aunque no mucho, va Luis, con su dos ruedas gris. Sabes que vas a ganar, siempre lo haces, mas es divertido correr y es una buena forma de aprovechar el verano en el pueblo.
Las casas empiezan a volverse una masa gris y de líneas rectas a medida que vas alcanzando velocidad. Pedro ya no está a la vista, ha comenzado a correr por el atajo para estar en la meta cuando llegues de primero. “Bueno, mejor no vender la piel del oso antes de cazarlo” te acuerdas, a la vez que ves a Ana quedarse atrás lentamente, pero de un modo inevitable. Luis ya va bastante rezagado, sabes que no le gusta nada correr cuesta abajo, que prefiere ir en llano, pero lo has convencido utilizando lo de siempre, "acabamos de ir en llano, ahora toca cuesta"; además Ana te ha apoyado, quiere la revancha por lo de ayer.
Giras a la izquierda y comienzas a bajar por un callejón con suelo de arena, a la vez que metes la tercera catalina y el séptimo piñón. La sensación de libertad es lo que más te gusta, crees que puedes rivalizar con el viento con sólo cerrar los ojos, pero es mejor no hacerlo no vaya a ser que pierdas el control.
Luis ya se pierde a menudo entre las curvas, aunque aún es bien visible la polvareda que levanta al avanzar; sin embargo, en la arena ha reducido incluso más su velocidad, mientras que tú y Ana la habéis incrementado, luchando por superar cualquier velocidad conocida hasta la fecha.
Te agachas un momento y, después de secarte el sudor de la frente con la manga de tu camiseta, echas un trago del agua con limón y azúcar que te ha preparado tu madre y, al siguiente instante, guardas el barril, como te gusta llamar a la botella de la bici, en su soporte. Tu hermano pequeño había querido unirse, sin embargo, conseguiste que se quedara en casa diciéndole que le comprarías un helado. Es un truco rastrero, pero sabes que si no lo hacías, te estaría dando la vara todo el día, además ¡Él es el hermano pequeño, y están para eso!
“¡Al fin!” piensas para tus adentros cuando superas la velocidad máxima a la que te pueden llevar tus pedaladas y te encomiendas a la velocidad a la que te lleva la cuesta, que aumenta lentamente. Luis ya es invisible, y Ana comienza a perderse entre las curvas cuando el éxtasis de la velocidad comienza a recorrer tu cuerpo.
Sueltas un grito agudo imitando a Michael Jackson, a medida que pasas de largo ante un hombre que te grita que tengas cuidado. Poco después, esquivas a otro viandante, que cruzaba la calle, mientras él deja caer su carpeta al taparse la cara con las manos; tú le sonríes feliz, y él te responde con un improperio.
Las ruedas de tu bici siguen acelerando a medida que te acercas a la meta, que está tras la siguiente curva, donde sabes que te espera Pedro para proclamarte vencedor y darte la mano imitando ser el organizador de un torneo importante. Ya saboreas la victoria, y la imagen de Ana, cabreada por otra derrota, te hace reír un poco, a la vez que un pájaro se eleva del suelo al verte acercar.
Tomas la curva final lo más cerrada que puedes y casi puedes oír a Pedro gritar "¡Tienes el nuevo récord, matao!". El sol, comenzado su ascenso por el cielo hace unas seis horas, te ciega un momento, y te ves forzado a cerrar los ojos por el dolor penetrante que te produce la luz.
Abres los ojos cuando oyes un grito, unas centésimas de segundo más tarde, y ves, en mitad de la calle, a una señora, ya entrada en años, que deja caer un par de bolsas en el suelo a la vez que te observa acercarte a ella. En sus ojos ves una gran sorpresa, rápidamente sustituida por terror. Sabes que si la golpeas la matarás.
Aprietas los frenos a toda velocidad a la vez que piensas “¿Qué hace esa mujer en medio de mi camino?” Sintiendo un acceso de furia irracional contra ella; mas esta remite al instante, cuando te das cuenta de que es Doña Aurelia, que vuelve de hacer su compra como todos los días y que, además, la culpa es tuya por bajar a toda velocidad por estas calles tortuosas. Los frenos chirrían, con un sonido tan agudo que parece el grito de un alma en el purgatorio; tú no te das cuenta, sólo piensas en la señora del camino que se acerca más y más.
Una gran nube de arena y polvo se levante cuando intentas derrapar, sin embargo, sólo logras perder el control de la bicicleta unos instantes, y sigues encarado con ella cuando lo recuperas, sin ser capaz de evitar que se siga acercando.
Ana aparece detrás de ti, frenando ella también, y el sonido de los frenos de ambas bicis llena el aire, rebotando de casa en casa. Tú te sigues acercando a la señora, más y más, y pese a que pierdes velocidad rápidamente, sabes, con la certeza que te da la práctica, que no lograrás frenar a tiempo.
Desesperado por evitar lo inevitable, pones los pies en el suelo para frenar más, pero la bici responde con varios peligroso bandazos, y los levantas tan rápido como los pusiste. Te acercas poco a poco...
Un gato cruza la calle a toda velocidad, y la señora que no se mueve por nada; sabes que es por el terror que siente, que la tiene petrificada. Te das cuenta de que, aunque todo lo ocurrido parece haber durado toda tu vida, sólo lleva unos segundos. Por primera vez, paladeas el verdadero miedo, ese que se siente en los momentos críticos, a la vez que una segunda inyección de adrenalina hace que tus sentidos se agudicen aún más. Ni esto, sin embargo, es capaz de evitar que te acerques metro a metro...
Una gota de sudor llega a tus párpados, y te das cuenta de que no es ni la única, ni la primera. Cierras los ojos y rezas todo lo que sabes, deseando que quienquiera que esté allí arriba te escuche y haga a la bici pararse.
El freno trasero se rompe ante la tremenda presión, haciendo a la bici dar bandazos cada vez más cerca de la mujer, que sigue paralizada por el terror, terror que puedes ver, perfectamente, reflejado en sus ojos grises y vidriosos, poseedores de una mirada demente, de quien se niega a aceptar su inminente final, cada vez más cercano.
Piensas en rodearla, pero la calle es demasiado estrecha y, además de golpearla a ella, te estrellarías contra una de las paredes. “Demonios, para jodida bicicleta. Me cago en la leche, mierda. Vamos piensa, mantén la cabeza fría; no puedo coño. ¿Por qué yo? ¿Por qué sólo a mi me pasa esto?”
Haciendo algo que te han enseñado a evitar, aprietas el freno delantero, y, durante un instante, parece que puede funcionar, pero la parte trasera de la bici se levanta; echas tu cuerpo hacia atrás, involuntariamente, y la controlas, mas ella parece un caballo desbocado. La adrenalina hace que domeñes otro peligroso descontrol, cuando intentas esquivar una piedra en el camino y no lo logras. Vuelves a cerrar los ojos y sigues rezando, pero sabes que te acercas más y más...
Entonces, la bici se para en seco; “¡Dios mío, la he matado! Ya está y todo hecho” piensas, sin atreverte a abrir los ojos. Mas, al final, la curiosidad se impone y, temblando de pies a cabeza de una manera perfectamente visible, abres los párpados, viendo a la señora ante ti, de pie. Sueltas un suspiro y te relajas un poco. Ella te mira con sorpresa y asombro, pero la sombra de terror sigue ahí, en las esquinas de sus ojos. Te mira larga y tendidamente. Al principio crees que va a desmayarse; luego ves que no, y sientes compasión por ella. La miras de arriba abajo y un gran peso se te quita de encima cuando constatas que no está herida.
Esperando una bronca terrible, como era normal en Doña Aurelia, aprietas la mandíbula; ella, demasiado impresionada para hablar, coge sus bolsas y corre de vuelta a su casa, llorando.
Tú miras a Ana, y de repente te das cuenta de que te duelen las manos, que estas agotado. Te quedas unos segundos inmóvil y después, lentamente, aceleras de nuevo y cruzas la meta en primer lugar, con Luis pisándote los talones, pero no es una victoria que te apetezca celebrar; mas lo has hecho para aliviarte, y quitarte la sensación de terror, intentando creer que todo va como siempre. No lo logras y te das cuentas que es una sensación que te acompañará largo rato.
Te despides de Pedro, Luis y Ana y vuelves a casa, todavía muy impresionado. Tu padre está en el garaje, y te saluda animado cuando metes la bici. Sin embargo, tu apenas le respondes con un seco
-Hola Papá.-
Coges la sábana y la echas sobre el endemoniado objeto de dos ruedas que antes considerabas divertido.
Tu padre te pregunta que si estás bien, y tu le respondes que sí, sin atreverte a mirarle a los ojos por miedo a que se dé cuenta de lo que sientes. Cuando entras en casa, él se lleva la mano a la cabeza para rascarse y dice por lo bajo ”Que raro, sólo le echa la sábana en invierno, y estamos empezando el verano.”
Creo que este debe ser uno de los relatos cortos más viejos que tengo, quizás a principios del instituto o finales del colegio. ¿Quizás 1995 o así?
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