Paraiso Perdido: Convertirse en la bestia

Ella no esperaba volver a respirar, se suponía que el final había llegado. Y sin embargo lo hizo.

El aire que descendía por su garganta lo hacía rozando las paredes abrasadas por la bilis, llevando el sabor ácido y el olor a vómitos. Lo que instantes antes había estado en su estómago se encontraba desparramado contra su cara: whiskey, líquidos estomacales, pastillas en cantidades ingentes. Cuando abrió los ojos, pegajosos e irritados por llorar, la pantalla del otro lado del despacho le mostró lo que no quería ver, lo que la había tirado por el borde del barranco: el Arzobispo hablando en rueda de prensa con el letrero cambiante de las noticias debajo diciendo "liberado ante la falta de pruebas por no haberse presentado los testigos clave"...

Les había fallado a todos. Sus padres la habían encontrado para localizar a los muchachos desaparecidos, las víctimas del monstruo bajo la toga eclesiástica, pero no lo había logrado. Estuvieran donde estuvieran, ahora ya era más allá de donde ella podía encontrarles, donde sus padres podrían abrazarles, donde pudieran vivir sus vidas. Secuestrados, probablemente asesinados o algo peor, para proteger al clérigo que sonreía en su comparecencia ante los medios de comunicación. Les había fallado, no había otra forma de verlo.

Te he dado el poder para hacer algo al respecto. La voz de su interior era nueva, oscura, profunda. Imparable. Ahora es cosa de tu libertad decidir cómo usarlo, pero si quieres hacer justicia en su nombre no puedes ser la víctima. Debes mirar al mal a los ojos y no retroceder, aun si para ello tú misma debes abrazar la oscuridad.

La voz calló entonces, dejándola sola y confusa en un mundo nuevo y extraño. La presencia permanecía en su interior, silenciosa, paciente, dejando que ella escogiese su camino y tomase la responsabilidad por sus acciones. Primero pensó que se había vuelto loca, pero algo frío y seguro en su interior le decía que ese no era el caso, este solo era el comienzo de su segunda vida. Con ironía, no pudo dejar de pensar que eso mismo usaría alguien que ha perdido la cabeza para justificarse.

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Durante los siguientes días, como una sombra, siguió al Arzobispo en sus movimientos y eventos públicos, invisible entre la multitud. Era bueno hacer el viejo y confiable trabajo de detective, se sentía segura en los hábitos de una vida rota multitud de veces. Los conocidos movimientos de buscar indicios, testimonios, información, una danza que controlaba mucho más que los silenciosos impulsos de su terrible pasajera. Ocasionalmente esta hablaba para hacer preguntas sobre el mundo actual, otras para contarle cosas de un mundo perdido hacía demasiado, pero la mayor parte del tiempo permanecía en silencio, preparándose.

Se encontraban entre la multitud el día del secuestro del Arzobispo, vigilando como siempre. Y ante los poderes manifestados entonces, la pasajera habló. No estamos solas, debemos tener cuidado, he hecho más enemigos que amigos en el pasado. Y en silencio, observando sin intervenir, permanecieron, mientras a Angela le bullía la sangre pensando que alguien se le hubiese adelantado en hacer justicia con el clérigo. 

Pero no era el caso, esa noche todo el mundo supo que el rescate había sido exitoso y el Arzobispo vivía. Los otros demonios lo habían secuestrado y rescatado, un juego complejo en un tablero que la detective no conocía ni comprendía y sobre el que la pasajera permanecía en silencio.

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La forma amortajada cruza el velo entre los muertos y los vivos, llegando al dormitorio donde el sacerdote duerme, ajeno al peligro en el que se encuentra. Cogerlo y transportarlo entre mundos hasta un sótano vacío es suficiente para despertar al hombre mayor, que primero intenta sobornar, después imponer, y finalmente suplicar. Nada eso detiene las balanzas que se alzan, y la sentencia que las acompaña. Revelar las verdades que destrozarán el escudo de autoengaño con el que se protege su vulnerable y monstruosa alma, antes de traer la ejecución final. Es la mano izquierda, que eternamente gotea sangre, la que se posa sobre el pecho y detiene el corazón, pudriéndolo. Y luego es el paso entre los velos el que lo devuelve a su cama, donde eventualmente será encontrado.

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Angela no sabe si siente más lástima o más ira. Llora, amargamente, abrazada a su botella de whiskey, a solas en su despacho.

-¡Me has convertido en una asesina!- protesta airadamente.

Vosotras creasteis una imagen de la justicia de ojos vendados y balanza en una mano... pero en la otra, lleva una espada. Para cazar un depredador no puedes ser una presa, hay que ser su igual. Sin piedad, sin misericordia. Sin dudar. La justicia no se detiene ni ante la Hueste, ni ante los Caídos, ni ante los mortales.

-Asesinar no es justicia, ¡es venganza!- la detective se bebe un buen trago de la botella que agarra con furia en la mano- Yo nunca quise esto...-

Te he dado el poder de cambiar las cosas. Ahora las hemos cambiado. Hay un monstruo menos en las calles, los niños están más a salvo y sus espíritus ya podrán descansar en el más allá. Tu precio a pagar ha sido pequeño, e incluso los mortales reconocéis en vuestros códigos legales la pena de muerte. Tu sólo has sido el instrumento de la infernal providencia, la guillotina, la silla eléctrica. 

-Fue mi mano la que lo hizo, ¡no soy un objeto ni una herramienta!-

Pero su pasajera calló de nuevo. Frustrada, la detective arrojó la botella contra la pared más cercana, porque lo que más le aterrorizaba, lo que se negaba a admitir, era que una parte de ella estaba contenta con lo que había ocurrido. No era asesinato, era justicia, para aquellos niños a los que había fallado, para todos aquellos que el Arzobispo hubiese herido si hubiese seguido viviendo.  

Y aunque ahora se lo negase, sabía que volvería a ocurrir. 

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Con el paso de los días y sus noches, la compañía de la botella y su acompañante interior, la culpa fue dejando paso a otra cosa. Más poderosa, más oscura, más importante. Un asesino en serie estaba suelto en la ciudad y la policía parecía incapaz de detenerlo. Y muchos criminales permanecían impunes escondidos tras elegantes y caros trajes, protegidos por empresas fantasma y cadenas de peones. La NYPD jamás les podría coger, pero a donde ellos no llegasen podía alcanzar ella.

Alguien tenía que hacerlo.

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Es la forma huesuda de cuencas de ojos vacías la que se encarga de robar los datos de la triada china y dejarlos sobre la mesa del despacho del detective Graham de crímenes financieros. Es ella la que, días más tarde, se adentra en la mansión de Don Corleone y pone final a su vida. La que dispone las piezas en el tablero para que la guerra criminal exponga a los culpables y traiga los monstruos a la luz donde deberán enfrentarse a la justicia.

Y cada una de esas veces, en cada uno de esos momentos, las escalas de la balanza emiten sus sentencias, sus condenas, aquellas que los tribunales mortales son incapaces de disponer. Pero no así los eternos tribunales de quienes crearon el mundo en siete días, quienes se bañaban en el sol en tiempos sin pecado, de quienes crearon el camino al Segundo Mundo. 

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